//Esther Shabot
Largas y complejas negociaciones, opiniones en pro y en contra, cabildeos de distintas procedencias y con orientaciones divergentes, voces críticas o aprobatorias de expertos y de simples observadores, todo esto y más precedió al acuerdo marco logrado hace unos días entre el G5+1 con el régimen de Teherán acerca del programa de desarrollo nuclear de este. Pero lo cierto es que la comprensión pública de la sustancia concreta que reside en este acuerdo es bastante limitada. Se trata de un asunto de altos vuelos tecnológicos difícilmente aprehensibles y con tantos hoyos negros de información que no solo para el espectador común sino también para especialistas más versados en el tema nuclear y en el conocimiento íntimo de la realidad política iraní, los puntos de vista pueden variar de un polo a otro, y en casi todos los casos, las conclusiones tienen capacidad de resultar convincentes.Quienes condenan a ultranza el acuerdo base alcanzado en Lausana señalan que se trata de un pésimo acuerdo en la medida en que permitirá a los iraníes un respiro respecto al peso de las sanciones que se le han impuesto, a cambio de un compromiso muy endeble en cuanto a su disposición a abandonar la carrera nuclear con fines bélicos. El reclamo es que no se consiguió obligar a Irán a apagar todas sus centrifugadoras por lo que el dejarle el camino libre para el presunto enriquecimiento de uranio solo con fines pacíficos ha sido ingenuo y negligente debido a que Teherán aprovechará esta posibilidad para engañar y seguir adelante en su objetivo de obtener la bomba nuclear. Y si ello fuera así -continúan los críticos- el mundo se encaminará a una fase más peligrosa, ya que además del riesgo inherente a la posesión de armas atómicas por parte de un régimen totalitario y guiado por un fanatismo religioso capaz de llegar a las peores barbaridades a nombre de su causa, se alentará a una nuclearización de toda la región. Es decir, los vecinos árabes de la zona intentarán por todos los medios lograr una paridad nuclear con Irán de tal suerte que este no quede como la potencia hegemónica que imponga su dominio y sus condiciones.
Pero por el otro lado, quienes aprueban el acuerdo consideran que se trata de la menos mala de las opciones a la mano. Reconocen que implica riesgos –como el de que Irán logre engañar a los inspectores y burlar los compromisos que está suscribiendo- pero aún así insisten en que constituye una gran ventaja mantener un nexo con Irán en el que el contacto, la vigilancia y el diálogo puedan seguir vigentes a fin de apretar las tuercas cuando sea necesario. Y eso -señalan- es mucho más funcional que mantenerse en la tónica política de las décadas previas cuando el diálogo era nulo y prevalecía únicamente el lenguaje de las amenazas mutuas y los desafíos. Sobre todo considerando que un ataque militar contra Irán se calcula como inviable por una multiplicidad de factores, el no menos importante el de ser excesivamente incierto en cuanto a sus posibles resultados, algunos de los cuales se pueden pronosticar como catastróficos.
¿Quiénes tienen razón en este dilema? La respuesta más honesta, dada la inmensa complejidad de la situación debería ser “no sé”, y sin embargo, son muchos los que pretenden afirmar con toda contundencia que una u otra de las dos opciones la tienen. Y sospecho que quienes están seguros de tener la razón en este caso –ya sea en uno o el otro de los dos bandos- es porque parten no de una sólida base de información y datos al respecto, sino más bien de simpatías políticas previas, corazonadas, prejuicios e intuiciones que tienen que ver fundamentalmente con subjetividades fruto de temperamentos y posiciones políticas, ideológicas y personales de los opinantes.
Fuente: Excélsior, 5 de abril, 2015.
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