//Esther Shabot
Jerusalem es una ciudad especial por muchos motivos: históricos, religiosos, políticos y simbólicos. Su complejidad actual resulta las más de las veces atractiva, seductora y ciertamente estimulante de las más variadas emociones dentro de las cuales no faltan reacciones extremas que se expresan en éxtasis místicos y en visiones mesiánicas. Lamentablemente y en especial en los últimos tiempos, se ha exacerbado la descomposición en las relaciones entre árabes y judíos residentes en la ciudad. Mientras más tiempo pasa sin resolverse el conflicto palestino-israelí, mayor proliferación de violencia, de resentimientos y de odio entre las dos partes. En ese contexto, los prejuicios generalizadores que desde ambos bandos satanizan al ‘otro’ y los estereotipos de toda laya se han vuelto cada vez más extendidos e intensos, como una enfermedad degenerativa que amenaza con destruir al de por sí frágil tejido social.¿Hay alguna manera de neutralizar esa tendencia? ¿Es posible nadar a contracorriente y construir la necesaria aceptación mutua a fin de rescatar una cotidianidad relativamente “normal”? Difícil responder, pero me parece importante describir una emotiva experiencia personal que tuve en Jerusalem al asistir al estadio de fútbol Teddy Kollek a presenciar un partido entre dos equipos israelíes. Se trató del encuentro entre el Hapoel Kátamon (equipo jerosolimitano) y el Maalot Tarshiha del norte del país. La información básica con que contaba al entrar a ese bonito estadio solo lleno en una quinta parte, fue que el Hapoel Kátamon es un equipo que integra igualmente jugadores judíos y árabes, y que lo hace de forma deliberada, como una afirmación de la igualdad ciudadana y de la posibilidad de cooperación, convivencia y camaradería.
Hapoel Kátamon, nacido en 2007 a partir de una iniciativa de aficionados al fútbol, se ha caracterizado por ser bastante más que una simple escuadra deportiva. Ha establecido una academia de fútbol para niños de entre 9 y 12 años en el barrio judío de Kátamon, de la misma manera como lo ha hecho en el barrio árabe de Beit Safafa. Funcionando en paralelo, ambas academias entrenan niños judíos y árabes con objeto de fomentar el conocimiento mutuo, la amistad y la eliminación de los estereotipos estigmatizadores. Ver en el medio tiempo a niños judíos y árabes salir a la cancha para “echar una cascarita”, fijarse en que los banderines del corner llevan los colores del orgullo homosexual, o presenciar el entusiasmo de aficionados que en árabe o en hebreo alientan a los jugadores, protestan las decisiones del árbitro o se lamentan por una falla ante el larguero, es ciertamente una experiencia no común para una espectadora mexicana. De acuerdo con el entrenador del Hapoel Kátamon, Shai Aharon, este equipo pretende dar un mensaje antiracismo y antiviolencia, de respeto mutuo y de valores éticos compartidos.
De hecho, la inauguración de las academias para los niños fue apenas hace unos meses, después de que la violencia interétnica e interreligiosa en la ciudad se recrudeciera como nunca antes. Según Aharon, “la oleada de ataques y contraataques despertó en muchos de nosotros el sentimiento de que algo había que hacer, algún tipo de iniciativa preventiva y correctiva”. De ahí nació “Patear hacia afuera el racismo y la violencia” como lema representativo de este proyecto. Y aunque al salir del estadio en medio de la algarabía debida al festejo del triunfo del Kátamon por 3-1 vuelve uno a dudar de que todo este proyecto tenga un impacto, recordé que cuando el historiador inglés Gibbon afirmó que la historia de la humanidad es la historia de la violencia de los hombres contra los hombres, el filósofo judío Yeshayahu Leibowitz respondió que faltaba una parte de la ecuación, porque la historia es también la de quienes se oponen a esa violencia.
Fuente: Excélsior, 19 de abril, 2015.
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