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El mundo paranoico que les tocó a mis hijas

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Dalia Perkulis

Cuando era chiquita, mi papá se agachaba a la altura de mi mirada y me decía “cómo se ve el mundo desde aquí”. Me hacía sentir soñada.

Ha llegado mi turno, como madre, de cuestionarme cómo ven el mundo mis hijas.

A principios de octubre me llevé a mi hija a París una semana de regalo de su Bat Mitzvá, ella y yo solas. Sobra decir, porque es obvio, que yo aprendí muchísimo más de ella que ella de mí. De su actitud abierta, receptiva, jaladora, alivianada, aguantadora. Me impactó. Fue la mejor compañía, apenas y estuve a su altura.
Pero no dejó de sorprenderme el mundo paranoico que le ha tocado vivir. Nos revisaron la bolsa para subir a la Torre Eiffel; para entrar a Galerías Lafayette, esta mega tienda departamental icónica de por allá; para acceder a Euro Disney y a un par de tiendas con mucha afluencia de visitantes.

Eso además de los estrictos controles de seguridad de los aeropuertos con los que mis hijas han viajado desde que nacieron y a los que ya nos hemos acostumbrado nosotros los adultos desde los ataques a las Torres Gemelas en 2001.

Para subir a la Torre Eiffel, en el segundo de dos filtros de seguridad, nos tocó ver cómo a la persona que revisaron justo antes de nosotras le hicieron vaciar su mochila, porque la banda de rayos X revelaba un objeto sospechoso. Ya que pasó por la humillación de sacar sus artículos personales que incluían pan y chorizo, el artículo sospechoso resultó ser una mini navaja en un estuchito con figura de pelícano colorido. Se lo retiraron y en un diálogo en español-francés destinado al fracaso, el visitante trató de convencer al guardia que le devolviera el cuchillo a la salida, que “cómo iba a comer”, a lo que el guardia respondió intransigente, hasta con aspavientos de negación que “no, que la salida era por otro lado, que era un artículo peligroso, prohibido, no, no y no”. Regresando a la mochila sus pertenencias menos la navaja y acusando al guardia de robo, literal, lo sé porque lo dijo en español de España: “en mi paísh esho she llama robar”, el turista ingresó. (Un día en el aeropuerto me quitaron bastante antipáticamente mi tamarindo de $45 pesos que por su consistencia pastosa y me dio mucho coraje).
Allá, a mi hija le tocó también presenciar e ignorar cuál es la consigna con la que ha crecido ante la desgracia ajena, ante la amenaza de que todos son pillos en estado de cacería, ante la justificación de que como todos son prospectos de delincuentes no hay que ayudar a nadie, le tocó ver en varios puntos de París a familias completas –papá, mamá e hijos– sentadas sobre colchonetas, cobijas, sleepin’ bags o equivalentes, pidiendo dinero con un letrero de “familia Siria”. O de plano a personas tiradas en el suelo a dos metros de restaurantes de lujo con el mismo letrero, en Campos Elíseos por ejemplo, sin que la gente se inmutara. Y es que la recomendación es ser indiferente, insisto: “no mires, no toques, no ayudes, te vas a meter en problemas”. Ese es otro valor con el que han crecido mis hijas: desconfía.

Cómo verán el mundo mis hijas. Me obsesiona la incógnita. Sobre todo, qué sentirán.

Cómo habrán vivido mis retoños su temblor de hace un mes, que a mí me pareció poca cosa comparado con el de mi infancia en el ’85, pero ni modo de invalidárselos. Cómo les afectará. Qué curiosidad.

Cuando yo era niña, la gente pedía aventón y a veces mis papás lo daban. Ahora sería una imprudencia. Si el prójimo realmente necesita el aventón y no tiene malas intenciones, si alguien en serio ha sido atropellado y necesita ayuda o alguien de veras cayó víctima de un infarto o una convulsión, mal momento histórico para necesitar ayuda. Nadie lo va a auxiliar, es sospechoso.

A mí en París me dio paranoia. Me imaginé cómo derribaban la Torre Eiffel con nosotras adentro, cómo volábamos en pedazos por un bombazo en una de esas filas de Disney en laberintos concéntricos que comprimen a una enorme cantidad de personas en poco espacio. En el tren de regreso de Disney a París se me ocurrió que qué tal si un tipo me tomaba como rehén y me decapitaba frente a mi hija. Con lujo de morbo, fantaseé a detalle con el momento preciso en que se vaciaría de vida mi mirada de terror hacia mi hija, mi cabeza separada del cuerpo.

Unos días antes de que viajáramos, un loco había perpetrado una masacre en Las Vegas durante un concierto en el hotel Mandalay Bay, asesinó a más de cincuenta personas.

En el barrio judío de París, en el Marais, mi hija y yo fuimos a comer falafel. En el restaurante –el 98 por ciento de los parroquianos judíos ortodoxos y afuera también – había una televisión con la imagen de Jerusalem en pantalla, en vivo, tiempo real. La vi desde que llegamos en el techo desde un rincón estelar del local y reconocí de inmediato que se trataba del Muro de los Lamentos, pero no asimilé la idea. Fue mi hija la que se dio cuenta. Me dijo “mira mamá, están pasando Jerusalem”. Corroboré con el dueño del restaurante, sentado en una mesa al lado de la caja registradora, su barba canosa, largas patillas rizadas, ropa oscura, kipá, todo en regla, y me respondió con ademanes de veneración y –literal- golpes de pecho que efectivamente, era una transmisión permanente de Jerusalem en vivo. “Qué aburrido” pensé, “no pasa nada”, el Muro de los Lamentos con hordas de gente cuyo movimiento apenas se percibe por la aglomeración.

Pero inmediatamente después, sin pizca de ironía, pensé también “ah pus si hay una explosión la cámara está perfectamente ubicada para capturar el momento histórico en vivo y en tiempo real”.

Recuerdo en mi infancia que solo eras objeto de interrogatorios exhaustivos e intimidatorios si viajabas a Israel. A mi papá con su cara de árabe se la hicieron cansadísima en el 85 para entrar a Israel. Viajó solo para alcanzarnos al resto de la familia que ya nos habíamos adelantado. Esos procedimientos infrahumanos –corregidos y aumentados–ahora son protocolarios hasta para viajar de México a Guatemala. Recuerdo unos compañeros de la carrera de periodismo (antes del 2001) que fueron a hacer un trabajo de investigación a la embajada de Israel y cuando lo presentaron en clase se quejaron mucho sobre los excesivos controles de seguridad a los que fueron sometidos para poder entrar.

Acudo, por último, al gran corto del cineasta Amos Gitai en la película September 11, un conjunto de once cortometrajes donde también participó nuestro Alejandro González Iñárritu con un perturbador collage de imágenes y sonidos durante el derrumbe de las Torres Gemelas el día del atentado. En el corto de Gitai, en medio del caos de uno más de tantos atentados terroristas en Israel -muertos, heridos, policías, soldados, voluntarios, humo, sirenas en el lugar- se empieza a correr la voz de que hubo un atentado terrorista en las Torres Gemelas de Nueva York. “Qué”, “cómo”, “qué dices”, “de qué hablas”, en medio de la labor de rescate en Israel, en un trajín mecánico casi cotidiano, los personajes comentan con azoro la gran novedad, esa que sí es noticia, del atentado en Nueva York. En su momento ese corto me pareció grandioso, brillante. En retrospectiva, resulta que los atentados fuera de Israel eventualmente también dejarían de ser noticia.

Ya todo el mundo (literal) vive con miedo al terrorismo. Israel fue pionero pero ya no tiene la exclusividad.

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