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Encauza, consultoría educativa para padres

Centro Deportivo Israelita, A.C.

“Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…” así comienzan la mayoría de los matrimonios, ahí también la historia que cada pareja tendrá que empezar a construir dentro del mismo techo. Independientemente del tiempo que tarden en tener hijos, la pareja va sufriendo transformaciones tanto individuales como en conjunto, y la rutina aun en las cosas simples como dejar la pasta de dientes destapada o roncar, van generando pequeños malestares cotidianos que muchas veces a la menor provocación, saltan a la vista.

Si a esto le sumamos la llegada de los hijos con la consiguiente carga de trabajo, miedo por la responsabilidad, duda en la ejecución y cansancio acumulado, la tensión entre los padres se vuelve excesiva. Sin darnos cuenta, el rol de padres se convierte en la mayoría de los casos, en un rol que eclipsa a los demás: al de pareja, al de hijo, al de amigo y a cualquier otro. De alguna manera lo que pasa está justificado cuando nacen los bebés porque ser papá o mamá, es tener la responsabilidad de un ser pequeñito e indefenso que nos requiere casi al 100 por ciento; se siente “muy bien” visualizarnos útiles, necesitados, y eso muchas veces lo queremos conservar por más tiempo del que realmente se requiere.

En ocasiones queremos conservar la necesidad que los hijos tienen hacia nosotros, más por nosotros mismos que por su necesidad real y los volvemos dependientes de nuestro juicio, de nuestro cariño y de nuestra aprobación. Así dejamos de fungir como padres y de ayudarlos a apartarse de nuestras vidas para iniciar con éxito la suya propia. Así también nos vamos alejando de nosotros mismos y de nuestra pareja. A mi forma de ver, tenemos tres roles principales que cumplir una vez que somos papás: como personas, como pareja (si la tenemos) y como padres.

Debe haber un equilibrio entre estas tres y solo así podremos cumplir con ellos de la mejor manera, solamente con un balance real podremos nutrirnos a nosotros mismos, a nuestros hijos y a nuestra pareja. Cuando una persona deja de crecer individualmente, deja de tener qué ofrecerle a los otros. El crecimiento individual no depende exclusivamente del éxito laboral, sino también, por ejemplo, de pasatiempos, gustos o cualquier actividad que podamos disfrutar, que nos anime y nos nutra. En la medida en la que alguien pueda sentirse feliz y productivo por lo que es y no solo por lo que hace por su pareja o sus hijos; podrá compartir esa felicidad con los demás, incluyéndolos a ellos.

Si a una persona le entusiasma la pintura, por ejemplo, se esforzará por dedicar un tiempo a esta actividad (tomar alguna clase o asistir a alguna exposición) y le dará la misma importancia que le da a sus actividades de rutina como padre y como pareja; además de disfrutar y compartir lo que pinta. Este tipo de logros individuales son los que dan satisfacción personal y se recuerdan con alegría, esa emoción es la que le da sentido al día a día. Cuando alguien no hace nada que le provoque crecer individualmente, pone todas sus expectativas en su de-sempeño laboral o de padre, y desequilibra esa ecuación que en otro caso le permitiría motivar la independencia de sus hijos. En algunos casos, cuando los hijos crecen y toman su propio camino; los padres se quedan con una sensación de vacío y les es difícil retomar su vida sin llevar a cabo el rol que tanto peso tuvo en su vida. También es complicado retomar la vida en pareja cuando lo único que ambos tenían en común (su rol de padres) se ve tan reducido y parece que empiezan a vivir con un total extraño. Por lo tanto, vale la pena reflexionar más seguido sobre nuestra individualidad, tomarnos tiempos y espacios para nosotros mismos y poner en equilibrio todos los roles que tomamos en nuestras vidas sin descuidar ninguno, viviéndolos con intensidad, conciencia y madurez.