No es falta de vocación, sólo estoy cansado

Título: No es falta de vocación, sólo estoy cansado
Categoría: Abierta / Cuento
Pseudónimo: Sicarú

 
Para todos aquellos guías que, a pesar de las adversidades, brillan y nos hacen brillar

Suena el despertador. Son las cuatro y media de la mañana. Abro los ojos, me mantengo inmóvil, mis sábanas fraguan para que no pueda salir de ellas pues se envuelven alrededor de todo mi cuerpo, este es un evento que siempre me ha dado curiosidad y ternura a la vez. Quiero zafarme de ellas, es imposible y, sólo puedo pensar en una cosa: estoy cansado. Dormí siete horas, siete horas que no lograron repararme, aunque los especialistas dicen que están dentro del rango aceptable para un adulto joven como yo. Siete horas fue para todo lo que me alcanzo pues, aunque hago todo lo posible por dormir un poco más, la vida no me da. Sigo inmóvil, no soy siquiera capaz de apagar el despertador —que suena por todo mi hogar y, seguramente, hasta en los dos departamentos contiguos al mío—, ese que dejo diariamente hasta mi escritorio, al otro extremo de mi habitación para obligarme a despertar, ir por él y no pulsar el “posponer”, pues varias veces se me ha hecho tarde por el típico “cinco minutitos más”. Lo más paradójico es que, últimamente, aunque suene y suene, no me levanto… no puedo. De nada sirvió mi estrategia de dejar el celular más alejado de mí.

Después de 15 minutos, ya que mi celular se rinde y deja de sonar, me levanto. Me quedo sentado, pensativo sobre el borde de mi cama, observo la pared blanca que está en frente de mí y mi cuerpo me vuelve a recordar que estoy cansado. Sumo otros cinco minutos de atraso. Me dirijo al baño, abro la llave del agua y espero a que caiga un poco más caliente. Me refresco un poco. Termino. Me dirijo a la cocina para preparar la comida que repito todos los días de la semana para llevarme al trabajo.

Un poco menos de dos horas de ida al trabajo y otras dos de regreso a casa es lo que diariamente ocupo de tiempo en el transporte. Siento que una parte de mi vida se me escapa por ahí, por entre los cláxones de los coches que tienen la esperanza de que, al sonarlos, el tráfico desaparecerá por puro decreto.  Me da la impresión de que cada día aparecen más y más coches en esta pequeña, pero gentrificada ciudad. Los tiempos de transporte se han vuelto un infierno, ya no cabemos, somos muchos.

Al despertar, al bañarme, cuando hago el desayuno monótono de todos los días, en el tráfico, durante el trabajo… prácticamente en cualquier segundo en el que estoy despierto me cuestiono si esta es la vida que quiero para el resto de mis días.  Además de sentirme cansado, hay una pregunta que me asalta todo el tiempo: ¿para qué?

Diez años antes de que este desesperanzador sentir apareciera, soñaba despierto que mi labor cambiaría al mundo; que mis desveladas —que antes no me cansaban— valían toda la pena. Era un soñador sin límites que creía en la educación, en una que fuera revolucionaria, en una que cambiaría al mundo, el mundo que hoy siento que me come. Mis compañeros y yo debatíamos acaloradamente sobre el fin último de la educación: Piaget, Freire, Montessori, Vygotski… no hubo teoría que no discutiéramos. Fueron buenos tiempos: nada y todo nos preocupaba al mismo tiempo. La ilusión era nuestra luz, nuestro principal motivo.

De aquellas épocas no queda mucho, la vida pasó o dejé que me pasara. Al llegar a la escuela en donde trabajo, entro a clases, me esfuerzo en ellas, trato de que la enseñanza no sea unidireccional, quiero que mis alumnos me enseñen también, que se reten, que exploren, que tengan éxitos y también que aprendan a equivocarse o a perder. No lo consigo, mis palabras parecen tener la misma importancia que las promesas para un político.

A veces, una pequeña luz se asoma por ahí diciéndome: “no te rindas, con uno que se motive, ya hiciste la diferencia”. Y sí, a veces hay algunos alumnos que son esa lucecita. 

¿Soy yo el único que se siente así? ¿De verdad he perdido la vocación? Creo que sí, llevo días sintiendo que mi labor no vale el esfuerzo, que no soy el mismo, y aunque siguen halos de soñador en mí, cada día tengo menos ganas de soñar. Siento miedo de entrar a clases, soy sincero.

 Han pasado algunos días de que soy consciente de la tristeza que me embarga, seguramente llevo años así. He decidido renunciar. Sí, no sé de qué voy a vivir porque no sé otra cosa más que ser profesor, pero ya no aguanto más. Me dirijo a la oficina de mi director a presentar mi renuncia y en el camino me encuentro a Alma, una alumna que tuve en 5º año de preparatoria y ahora estudia su carrera. Se acerca a mí, no pensé que me recordaría.

—Hola, profesor. ¿Me recuerda? —me pregunta ella con una gran sonrisa, una sonrisa que hace mucho no se asoma por mí rostro.

­—Claro que sí, Alma. ¿Qué tal te va? ­—le pregunto tratando de no parecer tan deprimido.

­—Vine por unos papeles que me hacen falta para mi titulación y que quedaron guardados aquí en servicios escolares. Pero también tenía muchas ganas de venir a verlo.

Tengo miedo, qué querrá reclamarme

—Bueno —prosigue Alma—… siempre que me preguntan que por qué estudié medicina, pienso en usted, usted me salvó al igual que a muchos de mis compañeros, y sé que a muchos alumnos aún, por lo que se escucha en los pasillos. Gracias por las palabras que a veces nos hacían olvidar la realidad tan dura en la que muchos de nosotros vivíamos.

No supe qué decir, me quedé helado. Ella me abrazo, me dio las gracias y se marchó. Espero que no haya notado mi falta de equilibrio, estaba desencajado.

No pasó mucho después de ese encuentro para tomar una decisión: sí, iré a la oficina del director, no voy a renunciar, tan sólo pediré un descanso. Necesito resignificar mi ¿Para qué?, quiero volver a soñar.

Hoy caigo en la cuenta de algo: no es falta de vocación, sólo estoy cansado.

Fin.