Mi Cuenta CDI

El arte de pedir disculpas

Centro Deportivo Israelita, A.C.

Por muy buena voluntad que tengamos y por más cuidado que pongamos en nuestro recorrido vital, en algún momento de nuestra existencia los seres humanos nos vemos en la situación de tener que pedir disculpas. Evidentemente la prevención es lo mejor, pero en el factible caso de metedura de pata, una disculpa sincera a tiempo es muy beneficiosa siempre. Sean cuales sean las consecuencias del estropicio, claro. Esta cuestión es importante remarcarla en tiempos en que corren memes como el del que pide perdón después de romper un plato – sin conseguir que vuelva a juntarse – o el que arruga un papel y ¡oh, maravilla!, nunca vuelve a ser el mismo. Sin necesidad de ponernos tan rígidos, es una buena costumbre practicar la disculpa por si rompemos un plato o arrugamos una hoja por error de cálculo, egoísmo o imprevisión. El caso es que observando cómo los padres suelen instruir a sus hijos en estas habilidades, no es de extrañar que lo hagamos tan mal. En cuanto una criatura le hace una trastada a otra, se le urge a que le pida perdón sin una mínima pausa para que comprenda cuál es la actitud indeseada y qué se pretende reparar. Como resultado, el autor pide perdón de mala gana, mirando al suelo y rapidito, sin arrepentimiento ninguno y obligado por el adulto en turno. El otro implicado, que está generalmente bastante enfadado, suele responder que no acepta, que no quiere saber nada y ahí termina la cosa. Con estas dudosas bases, más de uno llega a la edad adulta con la idea de que cualquier forma es válida mientras se diga la palabra mágica que la persona dañada ha de admitir automáticamente; “pero si te he pedido perdón”. En realidad, el proceso debería ser diferente. No más complicado en el fondo, pero sí cuesta volver a acostumbrarse. El primer paso es el arrepentimiento sincero, y para ello hemos de asimilar que sí, que hemos causado un daño, sea intencionado o no. Aquí entraría el concepto de culpa sana, o, dicho de otro modo, culpa basada en una realidad: alguien ha salido perjudicado por nuestra causa. Si no estamos convencidos de ello, nuestras disculpas van a sonar lógicamente a falsas. Asumida nuestra responsabilidad, toca hablar con la persona afectada con tiempo y tranquilidad, para expresarle este sentimiento de culpa y las acciones de las que nos arrepentimos. Y nada más; si le añadimos un “pero es que” estamos evadiendo nuestra implicación y echando balones afuera. No es necesario justificarse, pues minimiza el peso de las acciones realizadas. Por descontado, aún es peor la solución “pero es que tú…”, donde directamente estamos responsabilizando al ofendido. Si estamos convencidos de que no queríamos dañar a alguien y con nuestra conducta ha ocurrido algo así, lo mejor es pedir disculpas por esa iniciativa concreta. La fórmula sería algo como “Te pido disculpas… por haber hecho/dicho…”. Sin paños calientes ni excusas. Si no lo creemos así, mejor que nos ahorremos el trance. Esta parte es delicada porque a partir de este punto quedamos a merced de la buena voluntad de la otra persona, que tendrá que decidir si nos otorga el ansiado perdón o no, decisión en la que ya no podemos intervenir. Cambiamos ahora el foco del protagonismo y pasamos a otra cuestión que también solemos hacer fatal, como es aceptar unas disculpas. Cuando niños, nuestros mayores nos insisten en que demos por bueno cualquier intento de zanjar el asunto, aunque nos lo digan a cinco metros y mirando al otro lado. La tendencia instintiva de los menores es mucho más acertada: si no percibimos ese perdón como sincero, no hay por qué aceptarlo. De hecho, lo ideal sería decirlo. “Lo siento, pero ahora mismo/así no puedo perdonarte” es una respuesta muy válida si las disculpas nos suenan a compromiso. O pedir que la formule de nuevo si no nos convence. Es recomendable aplazar la decisión si nos domina aún la rabia y no podemos pensar con claridad. Incluso podemos solicitar ser más específico (“¿Qué es lo que sientes?”) para comprobar si el ofensor se ha dado cuenta realmente de aquello que nos ha molestado o si la fórmula empleada no nos convence. Pero es esencial que antes de dar por buenas unas disculpas nos sintamos capacitados para perdonar de verdad, lo que va unido a una sensación de reparación. Que también es imprescindible pedir si sabemos qué nos dejaría tranquilos. Si no lo hacemos así, es probable que vayamos acumulando rencor por situaciones pasadas que no han sido correctamente satisfechas y todo salte por los aires al próximo roce. A poco que el otro almacene situaciones parecidas, veremos cruzar por el aire una escalada de agravios interminable. En el caso de que no podamos perdonar – aparte de comunicarlo claramente – el dilema consiste en la decisión a tomar a partir de este punto, puesto que la relación con quien nos ha hecho daño se verá afectada inevitablemente. E incluso si otorgamos el perdón, lo más probable es que nuestra actitud sea más cauta con respecto a esa persona, al menos durante un tiempo. Sean cuales sean nuestras peticiones, hemos de asegurarnos que el otro las conoce y pueda decidir en consecuencia. En resumen, para pedir perdón es imprescindible asumir responsabilidades y para perdonar, la aceptación de la sinceridad de las disculpas y el reconocimiento de nuestras necesidades de reparación. Si no se dan las condiciones, no funcionará correctamente. Sí, se necesita un alto grado de empatía, habilidades sociales y un ejercicio de madurez, pero nadie dijo que resultara sencillo. La buena noticia es que es una técnica de inteligencia emocional que se puede entrenar. Ahora bien, los resultados esperables valen la pena, aunque solo sea el alivio que se siente tras un acto de arrepentimiento honesto.

www.hylepsicologia.com