Mi Cuenta CDI

The crying game

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Dalia Perkulis

“This is howit works
You’re young until you’re not
You love until you don’t
You try until you can’t
You laugh until you cry
You cry until you laugh
And everyone must breathe
Until their dying breath”
Regina Spektor

Un día estás sano y otro ya no. Si eres afortunado, tu enfermedad tiene cura y si no “that’s it, sir, you’ releaving” (“eso es todo, señor, te estás yendo”). Mi papá murió de cáncer a los 56 años. Un día su cuerpo se enfermó y no hubo marcha atrás. Cuánto me atormentó esa idea.

Hace unas seis semanas me enfermé yo de la piel. Mi enfermedad es muy controlable aunque incurable. Un día amanecí con manchas en la piel de pies a cabeza, y esa es mi nueva realidad, aunque ayer estuviera perfecta. No me voy a morir de eso, es la diferencia, ni me voy a quedar así para siempre, afortunadamente, pero la curación es lenta y esta enfermedad me ha dado mucho qué pensar.

Vemos con lástima a los que padecen, a los discapacitados por cualquier condición como si estuviéramos a salvo, como si no fuéramos candidatos a ese puesto o precisamente por la ansiedad que nos provoca sabernos vulnerables. Mi papá se ganó ese lugar a cabalidad. Pasó de ser un dentista e intelectual muy querido a ser objeto de miradas de lástima, y el motivo de la ansiedad de tanta gente aterrada de ocupar su lugar.

No me quejo de la gente. Al contrario, quince años después de la muerte de mi padre sigo agradecida con muchísimas personas que no pararon de llamar regularmente a mi casa –todavía se marcaba a las casas– durante los dos años y medio que duró mi papá desahuciado. De verdad era una persona muy muy querida.

Un enfermo pierde toda dignidad. No solo lo ven con lástima, sino que se vuelve dependiente, sus cuidadores mancillan su cuerpo, lo picotean, lo bañan, lo limpian; su presión, si hizo pipí o popó y cuánta, si toleró los alimentos o vomitó… se vuelven asuntos públicos, al menos de la familia y de la gente más cercana y la no tanto. Un enfermo pierde el privilegio de cerrar la puerta.

Me culpo por no haber llevado antes a mi perrita con el dermatólogo. Tiene la piel delicada, por meses se rascó desesperadamente y yo me conformé con darle tratamientos paliativos de veterinarios patitos, hasta que por fin fui consciente de la seriedad del asunto, y la llevé con un especialista serio que le dio un tratamiento integral y efectivo para su problema. En parte, siento que la vida me ha enviado un castigo por subestimar el sufrimiento de mi perrita.

Ya averigüé también desde luego las posibles causas psicosomáticas de mi padecimiento. Ya sé que mi piel puso un límite hacia el exterior porque yo no soy capaz de hacerlo. Pero me resisto a culparme de estar enferma “porque quiero” y de no curarme “porque no quiero”. Mi papá amaba la vida, jamás me convencerán de que se quiso enfermar y menos morir. Yo, al igual que mi papá, me quiero curar. Y si alguien me sale con que no, lo mato.

Lloré tanto la enfermedad de mi papá que para su entierro me sequé. No derramé una sola lágrima. Y desde entonces se me quitó lo chillona. Últimamente he vuelto a llorar. Sí por eso me enfermé también, porque me hacía falta llorar, abrazo esa ganancia que me hacía falta. Gracias, ya me quiero curar.

Lo más doloroso para mí durante la enfermedad de mi padre, fue presenciar cómo perdió la batalla en su lucha por continuar sus actividades cotidianas. Trató de seguir yendo a trabajar, primero cancelando una que otra cita a la semana, luego días completos de consulta, después semanas, hasta que por más que se resistió tuvo que darse por vencido y retirarse de su práctica.

Se van perdiendo pequeñas batallas hasta admitir la derrota.

Yo, en estas semanas he tratado de seguir mi vida normal –con mangas largas y cuellos de tortuga, por suerte hace frío, evito la ropa oscura porque se me descarapela el cuero cabelludo a trozos, me avergüenzo de dejar las sillas empanizadas– pero ya tuve que cancelar unas cuantas actividades, incluida mi fiesta de cumpleaños que había planeado para este sábado. La diferencia, de nuevo, es que me voy a curar, así que solo pospuse estas actividades porque las voy a reponer.

Precisamente lo más doloroso cuando mi papá empezó a cancelar compromisos era la certeza de que sería para siempre, que cada facultad perdida sería irreversible. Y con el terror que produce esa certeza lo miraba la gente.

Hay gente que nace discapacitada, hay gente que se hace, lo aterrador es que puede pasarnos a cualquiera, de la noche a la mañana es posible migrar de señalador a señalado, esto aplica también a los problemas psiquiátricos que son menos evidentes, pero nos segregan. Y además, son estigmatizados porque más parecen intencionales. No critico a la gente, insisto, hacemos lo mejor que podemos y cuando señalamos es el miedo quien habla por nosotros y somos más que eso; de igual manera, el enfermo es más que su enfermedad. Pero el desafortunado se convierte en un escarabajo que más vale pisar para silenciar su mensaje.

Si no morimos, la mejor de nuestras posibilidades es envejecer.

Como dice una amiga en sus cumpleaños, “pues sí me trauma cumplir tantos años, pero la otra opción está peor”.

Y envejecer es de valientes, algo así diría Greta Garbo. Quien no pudo lidiar muy bien con el tema. También la vejez es incapacitante, se merma la salud, no se digan las apariencias, se van perdiendo facultades, “you name it” “tu nombre” la audición, la visión, dentadura, tono muscular, agilidad mental, corporal.

La vida es un juego cruel.

Beyajad El Encuentro, 3ª. edición