Si las atrocidades cometidas contra mujeres por el Estado Islámico o por Boko Haram constituyen el clímax de la barbarie y de la violencia de género, lo que ocurre en países como Egipto en cuanto al trato dado a la mujer, revela una realidad igualmente escandalosa porque se trata de una nación miembro de la comunidad internacional presuntamente obligada a respetar y hacer respetar los derechos humanos. ¿Por qué una afirmación cómo esta? Simplemente por el panorama ofrecido por los siguientes datos:

De acuerdo a información proporcionada por un reporte de la Asociación Egipcia de la Libertad de Pensamiento y Expresión, en el año escolar 2014-2015 se registraron en las universidades egipcias 1552 violaciones de mujeres. Los culpables fueron castigados de diferentes formas según los casos, habiendo arrestos, expulsiones temporales o definitivas de las instituciones educativas, además de sanciones diversas, todo lo cual, al parecer, no ayuda mucho a disuadir de la comisión de este delito ya que las estadísticas de los últimos años al respecto se han mantenido más o menos dentro del mismo rango. En una encuesta realizada por el Consejo Nacional de la Mujer en ese país, 51.6 por ciento de las mujeres reportaron haber sido víctimas de acoso verbal, 32 por ciento de tocamientos y agresiones físicas, y 12 por ciento de violaciones y secuestros.

Estas alarmantes cifras seguramente son producto de una realidad multifactorial dentro de la cual los valores culturales y religiosos prevalecientes juegan un papel fundamental, en la medida en que privilegian de manera grotesca la “indiscutible y natural” dominación masculina y una diversidad de tabúes sexuales de corte misógino. Prueba de esto es que para el grueso de la opinión pública resulta aceptable y normal que un hombre asesine a su mujer si la descubre en adulterio –y exija por tanto una pena leve para el asesino-, mientras que si el caso es a la inversa y la mujer mata al marido, se considera justo que ella sea colgada en la plaza pública no sin antes haber pedido perdón al marido asesinado.

Los reportes de cómo se comporta la sociedad egipcia con relación a estos temas indican que por lo general –y tal como aún se observa en muchas otras regiones- las mujeres son culpabilizadas de provocar las violaciones de que son víctimas al haberse vestido o actuado de una forma “atrevida”. Las exigencias hacia las mujeres abundan: deben cubrirse, ser recatadas, recluirse de preferencia en el ámbito doméstico, no llamar la atención, ni reírse sonoramente o intentar participar en la diversidad de áreas ofrecidas a los varones. Todo bajo la justificación de que como la sexualidad masculina es “naturalmente incontrolable” -y por ende no es exigible para ellos una conducta de contención- las mujeres no deben “provocar”.

Y como en este contexto, el tabú se agiganta, los resultados no pueden ser otros que dosis altísimas de violencia y represión contra el género femenino a cuyos miembros no solo se victimiza en la realidad, sino también se les responsabiliza de ser en primera y última instancia, una especie de demonio seductor capaz de corromper con solo mostrarse más allá de las cuatro paredes de su casa. Las organizaciones que luchan en favor de los derechos de la mujer son ciertamente de ayuda para concientizar y presionar hacia un cambio de perspectiva al respecto, pero no mucho se mejorará mientras la educación y la cultura dominantes sigan estando marcadas por esa misoginia que tanto respaldo encuentra en interpretaciones religiosas sesgadas e inoperantes en el mundo del siglo XXI.

Fuente: Excélsior, 12 de julio, 2015.

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