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Freud, Anschluss y exilio: el ostracismo de la razón

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Jorge Schneidermann

El 15 de marzo de 1938, tres días después de consumada la invasión e inmediata anexión (Anschluss) de Austria al Reich en calidad de provincia, millares de vieneses obsecuentes y enfervorizados hasta el paroxismo se lanzaron a las calles para aclamar y vitorear el ingreso triunfal de Hitler y su oficialidad. 
Los principales paseos públicos y edificios de la otrora esplendorosa capital del extinto imperio austrohúngaro, orgullo de los Habsburgo y para muchos Sancta Sanctorum del arte y el pensamiento centroeuropeos de entonces, amanecieron recubiertos de enseñas nazis y pancartas de bienvenida a aquel austríaco oriundo de Braunau am Inn, devenido de ignoto artista plástico y Cabo de Infantería en plenipotenciario líder de Alemania.

La onda expansiva de la Gran Depresión del 29 -consecuencia directa del desmoronamiento de la Bolsa de Valores estadounidense acaecido en octubre de aquel año- precipitaría una progresiva deriva socioeconómico-financiera a escala global cuyo impacto en Austria aparejaría el resquebrajamiento de sus estructuras productivas y un alarmante ascenso del índice desocupacional. A la sazón, ello convertiría a este país en fermental caldo de cultivo para la propagación e instauración del nacionalsocialismo y sus reivindicaciones pangermanistas.

Más que infructuosos resultaron los tibios intentos disuasorios ensayados por parte de algunos sectores minoritarios. Ya nada lograría sofrenar la voracidad expansiva de Berlín.

Amedrentado ante las insistentes y extorsivas demandas del Führer, y  debilitado por una profunda crisis institucional germinada en la inoperancia de una clase política irresoluta y fragmentada, el gobierno austríaco culminaría arrojando la soberanía nacional a las fauces del nazismo, sin siquiera esbozar un mínimo gesto de resistencia.

La relativa tolerancia convivencial vigente previo al advenimiento del nuevo statu quo correría idéntico destino que la institucionalidad. Ningún judío se hallaría exento de padecer las crueldades del vilipendio y la discriminación, incluso el celebrado creador del Psicoanálisis, Sigmund Freud.

Por aquellos días, agentes de la GESTAPO allanaron y saquearon la residencia de Freud y detuvieron a su hija menor Anna, sometiéndola a duros interrogatorios. La gravedad de estos hechos evidenciaría la situación de extrema vulnerabilidad a la que él y los suyos se hallaban expuestos y ratificaría que ya no habría tiempo para dilatorias. Luego de más de cincuenta años de ardua labor desmalezando los cenagosos y laberínticos territorios del comportamiento humano, la hidra nazi dictaminaría que para aquel infatigable y resiliente luchador la hora de aprontar las maletas había llegado.

Desandando paradigmas…

Tal como aconteciera a su tiempo con la irrupción del Heliocentrismo y el Evolucionismo, el Psicoanálisis -cabalgando entre dos siglos- infligiría una profunda y lacerante herida narcisista sobre el rostro de los estamentos científicos y religiosos de su época.

En efecto, lo haría con la misma contundencia con que en los albores del Renacimiento Nicolás Copérnico (1475-1543) diera por tierra con el Geocentrismo (brindando pruebas irrebatibles acerca de la doble rotación de los astros sobre sí mismos y alrededor del sol), y con el mismo convencimiento con que Charles Darwin (1809-1882) enfrentara las inconsistencias argumentativas de la narrativa eclesial en torno al origen de las especies y la aparición del hombre sobre la faz de la tierra.

Al abrigo de sus convicciones e imbuido de ese mismo espíritu rupturista, Freud establecería un punto de inflexión, un viraje epistemológico y metodológico respecto de los tradicionales abordajes de la vida anímica, desnudando las carencias y falencias de viejos paradigmas especulativos de neto cuño filosófico, notoriamente acotados por los estrechos márgenes de la conciencia.

Su conceptualización del inconsciente, el rol de la sexualidad en la etiología de las neurosis, la dinámica  pulsional, el abordaje de la función onírica como canal de acceso al inconsciente, así como los chistes, las operaciones fallidas, las acciones sintomáticas y causales, y los síntomas (Freud, 1910) no tardaron en desencadenar prejuiciosas y acerbas reacciones entre sus detractores, a menudo rayanas en el denuesto y la caricaturización.

A criterio de los miembros más conspicuos de la corporación médica, el Psicoanálisis no encuadraba dentro de los estándares de cientificidad exigibles para su inserción en el mapa académico; ante los ojos de la Iglesia y su feligresía no se trataba más que de una plétora de ideas viciadas de impudicia, lascivia y obscenidad, propias de una mente amoral.

En tal contexto, no era dable esperar que sus ensayos acerca de la sexualidad infantil -claramente apartados de la angelical y beata representación del relato bíblico- lograsen una calurosa bienvenida, y menos aún, su apelación a los sueños como insumo de la hermenéutica psicoanalítica en tanto tarea asociada desde antiguo a augures, poetas y profetas.

No han sido pocas las versiones urdidas en torno a Freud y su relación con el judaísmo.

Quizás en virtud del interés estrictamente antropológico explicitado por Freud respecto de las religiones, no faltarían quienes -incurriendo en la falaz y aún vigente presunción de que el judaísmo se agota en su expresión religiosa- le semblantearán apartado de sus raíces judaicas.

Por el contrario, jamás hubo de renegar de su vigorosa adhesión a los aspectos axiológicos, éticos y filosóficos consustanciales a la narrativa identitaria judía.
Al respecto, Abraham A. Brill (1944), pionero de la difusión del Psicoanálisis en los Estados Unidos y autor de Contribución de Freud a la Psiquiatría, nos aproxima a una misiva fechada el 26 de febrero de 1925 en la que Freud se dirige al director del Jüdische Presszentrale de Zürich en los siguientes términos:
“Puedo decir que mi adhesión a la religión judía es tan escasa como a cualquier otra religión. Es decir, considero a todas las religiones como objeto de interés científico, pero no participo de los sentimientos emotivos que llevan inherentes. Por otra parte, siempre he tenido un fuerte sentimiento de parentesco con mi raza, y he tratado de inculcarlo a mis hijos” (Freud, 1925) (Brill, 1944, p. 42).

Concomitantemente, en su presentación autobiográfica, Freud (1925) señala: “Nací el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, Moravia, un pequeño poblado de lo que hoy es Checoslovaquia. Mis padres eran judíos, y yo lo he seguido siendo” (p. 7 y 8).

Desde tiempos de juventud, nada atinente a lo judío le resultaría indiferente. Guiado por un fáustico deseo de conocimiento y afición por la lectura, se sintió tempranamente cautivado por la lectura de la biblia y demás obras ilustrativas de los hechos y acontecimientos que jalonaron la milenaria historia del pueblo judío.

Hacia finales de siglo XIX, Freud se mostraría hondamente contrariado ante el persistente hostigamiento del que eran objeto su persona y el Psicoanálisis, y por la inquina antijudía que por esos años se diseminaba metastásicamente a lo largo de Europa. Ante este escenario, decide integrarse a la B’nai B’rith.

En oportunidad de un homenaje que dicha institución le tributara el 6 de mayo de 1926 con motivo de la celebración de sus 70 años -a la cual su precario estado de salud le impediría asistir- su colega y amigo Ludwig Braun daría lectura a una carta en la que Freud (1926[1941]) no retacearía palabras de reconocimiento y agradecimiento hacia la institución que le abriera sus puertas en tiempos de profunda aflicción:

“En los años que siguieron a 1895 ocurrió que dos fuertes impresiones se conjugaron en mí para producir un mismo efecto. Por una parte, había obtenido las primeras intelecciones en las profundidades de la vida pulsional humana, viendo muchas cosas que desencantaban y hasta podían asustarlo a uno al comienzo; por otra parte, la comunicación de mis desagradables hallazgos me hizo perder casi todas mis relaciones humanas de entonces; me sentí como despreciado y evitado por todos. En esa soledad despertó en mí la añoranza de un círculo de hombres de multifacética cultura y elevadas miras, que me acogieran amistosamente a pesar de mi temeridad. La Sociedad de ustedes se me indicó como el lugar donde los hallaría” (p. 259).

Aquellos años ambientarían el progresivo surgimiento y reverdecimiento de radicalizados movimientos nacionalistas, y la exacerbación del antisemitismo. Todavía reverberaban los ecos del caso Dreyfus, sonado y vergonzante escándalo judicial  revelador de la atmósfera antijudía imperante en la Francia de entonces.
En 1894, Alfred Dreyfus, militar de origen judío oriundo de Alsacia -región lindante con Alemania- fue infundadamente acusado de espiar en favor del gobierno germano y sumariamente condenado bajo el cargo de alta traición a la patria.

Igualmente penosa era la situación de los judíos en la Rusia zarista, país donde se urdiría la maquiavélica trama de los Protocolos de los sabios de Tzión, texto inspirador tanto de Mein Kampf (1925) -ópera prima de Hitler-, como de “El judío internacional, un problema del mundo” (1920), de Henry Ford.

A poco de culminada la Primera Guerra Mundial, en circunstancias en que el nazismo hallábase aún en su fase embrionaria, el genial Franz Kafka, agudo observador y analista de su tiempo, anticiparía a través de Der process (El proceso, obra póstuma publicada en 1825), la degradante ceguera ética y moral que se abatiría sobre un mundo desangrado por la infamia y la injusticia. En los años que sucedieron a su muerte, regímenes totalitarios y genocidas tatuarían el horror sobre la piel y el alma de millones de personas que al igual que Josef K., el protagonista de su novela, serían detenidas y sometidas a los arbitrios de la sinrazón.

En efecto, el 10 de mayo de 1933, setenta mil personas soliviantadas por enardecidos discursos apologéticos del nacionalsocialismo, dieron marco multitudinario en la Plaza de la Ópera de Berlín a una convocatoria patrocinada por los principales líderes del movimiento estudiantil nazi, y avalada por lo más granado de los estamentos gubernamentales, incluido el propio Joseph Goebbels, ministro de Instrucción Pública y Propaganda del Reich.

Remedando prácticas ceremoniales de la tenebrosa noche inquisitorial, aproximadamente 20 000 libros considerados potencialmente lesivos para el “espíritu alemán” -incluidos obviamente los trabajos de Freud- serían arrojados a las llamas.

El principal objetivo del sistema era formar individuos acríticos, emocionalmente maleables, incondicionalmente leales al poder dominante, y por consiguiente, incapaces de pensarse más allá de lo estatuido.

Allende la frontera austro-germana, un apesadumbrado Sigmund Freud ironizaría -en clara alusión a su condición de judío y hombre de ciencia- acerca de cuán afortunado debería sentirse frente al destino de sus textos durante aquel sórdido mayo berlinés del ‘33, convencido que de haber acontecido en tiempos de Torquemada, seguramente también él habría culminado en la hoguera.

Las obras más emblemáticas del Psicoanálisis no podrían haber hallado entonces destino más infausto y mefistofélico. Para colmo, ello ocurriría en la tierra de Goethe, lugar donde precisamente tres años antes, y en mérito a su enorme contribución al desarrollo de la ciencia y el conocimiento, le fuera otorgado el premio homónimo del celebérrimo escritor.

A esa altura de los acontecimientos, los destemplados y virulentos discursos del Führer no solo reafirmaban sus reconocidas dotes de histriónico orador y hábil seductor de masas. Diatribas saturadas de paranoia, megalomanía y odio sindicaban cada vez más enfáticamente a los judíos como principales responsables de los duros años de crisis y recesión.

Consecuentemente, el antisemitismo devendría en mascarón de proa de la parafernalia propagandística pergeñada e instrumentada por Goebbels (1934). La idea fuerza de su campaña estribaría en que “una mentira repetida mil veces se transforma en verdad” (s.p). En tal sentido, la consigna sería “adoptar una única idea, un único símbolo; individualizar al adversario en un único enemigo” (s.p.).

Promediando la década, ya se habían vuelto moneda corriente la intimidación o encarcelamiento de alemanes disidentes, así como la coartación de la libertad de expresión y el hostigamiento de quienes se mostrasen condescendientes o indulgentes con la población judía. El quebrantamiento de las garantías individuales era total y las teorías conspirativas desarrolladas por Hitler en Mein Kampf (1925), sustanciadas en la apología del pangermanismo y un manifiesto desprecio por los judíos y el comunismo, no cesaban de permear las mentes de millones de prosélitos dentro y fuera de Alemania. Bajo el imperio del terrorismo de Estado, la escalada discriminatoria, fundamentalmente xenófoba, traspasaría los límites de lo imaginable.

Luego de la promulgación de las Leyes de Nuremberg (1935) -conculcadoras del derecho de los judíos a la ciudadanía alemana y a establecer lazos matrimoniales con no judíos (entre otras interdicciones)-, sobrevendrían delirantes proyectos eugenésicos legitimadores, por ejemplo, del asesinato de pacientes psiquiátricos, discapacitados intelectuales y motrices.

El 29 de septiembre del 38, tendría lugar en Munich la firma de un pacto tendiente a poner coto a los bríos anexionistas de Hitler. Atentos al manifiesto interés de este por hacerse con el control de todos los territorios de la región habitados por germanoparlantes, Francia y Gran Bretaña procuraron descomprimir tensiones avalando la decisión de Berlín de ocupar los Sudetes (territorio bajo soberanía Checoslovaca), pese a la lógica reticencia de Praga a pagar tan elevado costo a cambio de promesas. Con el pláceme de los estadistas garantes (Chamberlain, Daladier y Mussolini) y el compromiso de Hitler de poner fin a sus reivindicaciones, se sellaría un nuevo intento pacificador.
Pero la paz sería tan efímera como la palabra del Führer. La marcha de tropas de la Wehrmacht sobre Praga en marzo de 1939, acabaría abruptamente con las esperanzas de franceses e ingleses de detener los avances del nazismo hacia el este.

Seis meses después, la invasión de Polonia -iniciada el 1 de septiembre de 1939-, marcaría algo más que el inicio de la Segunda Guerra Mundial. A fuego y metralla, el hombre comenzaría a escribir uno de los capítulos más sombríos de la historia.

A poco de haber cumplido 82 años, y merced a los buenos oficios mediadores de sus colegas y amigos Marie Bonaparte y Ernest Jones, el 4 de junio de 1938 Freud partiría rumbo a Inglaterra con su familia y un reducido núcleo de colaboradores y allegados.

El 23 de septiembre de 1939, a poco más de un año de instalarse en su residencia londinense de 20 Maresfield Gardens, una dosis de morfina suministrada por su médico personal pondría fin a la vida del padre del Psicoanálisis, dándose cumplimiento a un acuerdo que ambos establecieran previendo el momento en que el cuerpo y la medicina dijeran basta.

Entretanto, al otro lado del Canal de la Mancha, el nazismo estrechaba cada vez más su cerco opresor sobre la Europa continental sembrando fuego, odio y muerte por doquier. Inexorablemente, la humanidad volvía a enfrentarse cara a cara con el peor de sus rostros y a cargar sobre sus hombros, cual sisífica condena, la deletérea piedra de la guerra, por enésima vez.

Freud, Anschluss y exilio: el ostracismo de la razón