Theodor Herzl, fundador del movimiento sionista, decía: “Nosotros, los judíos, hicimos todo lo posible por integrarnos en las naciones en que vivíamos, pero no nos quieren; —y concluyó Herzl— somos una nación que necesita su propio Estado”. Solo una persona socializada y formada en la cultura europea y expuesta a la amenazante y creativa fuerza del nacionalismo, podía llegar a semejante conclusión. El nacionalismo europeo intensificaba los problemas de los judíos como minoría nacional que vivía dentro de otros Estados nación. Se trató de un tipo de nacionalismo exclusivo, que rechazaba a los que no eran considerados miembros auténticos de esa nación.
Por otra parte, el nacionalismo europeo también señaló a los judíos la solución a su problema: adoptar y aplicar el concepto de nación a su propia condición. La consigna “El Estado judío” produjo efectos electrizantes. Pero lo decisivo fue el establecimiento del Congreso Sionista, una especie de parlamento de los sectores que, en los barrios judíos, se identificaban con la revolucionaria idea de un Estado judío. La inigualable contribución de Herzl al movimiento sionista fue pensar políticamente.
Su percepción de la necesidad de crear un órgano en cuyo nombre fuera capaz de negociar con los dirigentes del mundo —una especie de organismo ficticio de representación del Pueblo Judío— procede de la historia de los movimientos nacionales europeos. Los símbolos que promovía —comprendidos una bandera y un himno— también se tomaron de la historia europea.
Herzl era un discípulo de la cultura alemana, y sus raíces judías eran más bien endebles. Con todo, las masas de la Europa Oriental estaban impregnadas de la tradición judía. Su secularización no los hizo abandonar la colectividad judía, sino enfatizar su carácter nacional.
En Europa Oriental millones de judíos vivían en estrecho contacto, hablaban la misma lengua, participaban del mismo destino y compartían una cultura común. El sionismo no solo ofrecía a los judíos redimirlos de la humillación y la opresión que sufrían, sino que era un movimiento de renacimiento espiritual y cultural que se empeñaba en renovar a los judíos en lo individual, como sociedad y como cultura. La nueva sociedad judía conservaría los lazos con la tradición judía y sus símbolos históricos, pero también adoptaría nuevas normas: antes que nada, y sobre todo, el regreso a la naturaleza y un estilo de vida sencillo a través del cultivo de la tierra.
Es evidente que el movimiento sionista no inventó estos conceptos, sino que los tomó del romanticismo europeo. El anhelo de una vida primordial, de la simplicidad original del hombre y la sociedad, el deseo de hallar refugio de la hipocresía de la gran ciudad mediante la adopción de la pureza ética del trabajo físico en general, y la agricultura en particular, habían caracterizado, desde Rousseau, todos los movimientos que se rebelaban contra la enajenación del industrialismo y el anonimato de la vida moderna. Estas ideas entrañaban un significado especial para los judíos, que durante siglos habían vivido sobre todo en las ciudades y daban más valor a las capacidades intelectuales que a las aptitudes físicas. El judío moderno se identificaba con la refinada ‘intelligentsia’ y no con los ingenuos campesinos.
El sionismo cuestionaba, pues, los valores tradicionales de los judíos.
La entidad judía en Eretz Israel (la tierra de Israel) representaría una completa transformación de la sociedad judía y del individuo judío. El judío nuevo adoptaría las aptitudes y habilidades necesarias por un pueblo que estaba construyendo una nación al asumir la responsabilidad del Estado. Podría desempeñar dos funciones consideradas fundamentales en todo Estado: el labrador y el soldado. Sería honesto, orgulloso y valiente, y libre de pretensiones y servilismo. Sería un ciudadano leal a su Estado y un digno ciudadano del mundo. El regreso de los judíos a la tierra de sus antepasados no fue un acontecimiento evidente. La tierra de Israel, que se había venido a conocer como Palestina, era una provincia pobre y poco poblada en la época del dominio otomano, peligrosa y atrasada.
Los fundadores del movimiento sionista sabían relativamente poco de la Palestina contemporánea, como algo distinto de la Eretz Yisrael de las leyendas, la literatura y la Biblia.
Las promesas de amistad con los árabes de parte de los dirigentes sionistas no los conmovieron, no les interesaba conseguir socios en un país que consideraban exclusivamente suyo. Percibían a los judíos como invasores. Conforme se fortaleció la presencia de los judíos en el país, así creció también la oposición de los árabes.
¿Para que servía un Estado judío si no incluía Jerusalem y otros lugares de importancia histórica? El plan de partición les asignaba a los judíos una pequeña porción del país: ¿bastaría una zona tan pequeña para establecer un Estado y absorber a las masas de refugiados judíos? Sin embargo, pese a los defectos ideológicos y prácticos del plan y pese a sus limitaciones, lo apoyó la mayoría. Por primera vez en dos mil años, los judíos se aproximaban a un gobierno judío en la tierra de Israel.
El dirigente de esta mayoría era David Ben Gurión, que más tarde declararía la independencia de Israel y dirigiría el nuevo Estado a través de la guerra consiguiente. Entendía el nacionalismo palestino y lo respetaba, por lo cual buscó un acuerdo que garantizara la soberanía de los judíos sin negársela a los árabes. Estos, por su parte, rechazaron el plan precipitadamente, y las propuestas de la Comisión Peel quedaron enterradas en la Oficina Colonial Británica. En vísperas de la inminente Guerra Mundial, los británicos trataron de apaciguar a los árabes para garantizar su lealtad. La lealtad judía en la guerra contra Hitler era un hecho. Los británicos, de esta manera, cedieron a las demandas árabes y detuvieron la expansión del hogar nacional.
El aspecto más trágico de esta política fue el cese de la inmigración judía, precisamente cuando eran mayores la zozobra de los judíos y su necesidad de un refugio seguro. Al leer los protocolos de los años de la Segunda Guerra Mundial, sobre los vetos árabes que negaban a unos miles de niños judíos el derecho de entrar en Palestina, es difícil no sentir cierto grado de frustración ante la falta de generosidad de los árabes palestinos.
El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas resolvió dividir Palestina en un Estado judío y un Estado árabe. Este plan quedaba muy lejos de las aspiraciones judías: la derecha sionista e incluso algunos elementos de la izquierda se opusieron. Con todo, la mayoría de los judíos lo aceptaron, salieron a las calles y bailaron toda la noche para celebrarlo. Los árabes rechazaron el plan y al día siguiente emprendieron una oleada de ataques violentos. La Guerra de Independencia israelí comenzó, de esta manera, como una guerra entre las dos comunidades nacionales que vivían en Palestina, y se convirtió en una guerra entre el nuevo Estado de Israel y los vecinos países árabes.
La Comunidad Judía de México celebró la Independencia de Israel