- CDI
- ÁREAS DE INTERÉS
- Academias
- Juventud
- Beyajad
- FIT 00
- Galería Pedro Gerson y Terraza Kikar
- Auditorio Marcos y Adina Katz
- Biblioteca Moisés y Basi Mischne
- Ludoteca
- Fiestas Infantiles
- Jardín Weizmann
- AL-HA ESH, El Entrerriano
- Salón para Bodas y Banquetes
- Anúnciate en el CDI
- Enfermería
- Banca Mifel
- Salón de Belleza y Peluquería
- Restaurante
- Zona de alimentos
- SEDES
- EVENTOS ESPECIALES
- INSCRIPCIONES
- BENEFICIOS
- PUBLICACIONES
- BIBLIOTECA
Suscribete para recibir Newsletter
Recibe las últimas noticias en tu correo

Rezo por quitarme el diskit. Segundo aniversario del 7 de octubre
Desde aquel día tan oscuro, hay canciones que uno no puede escuchar sin sentir un nudo en la garganta. Para mí, una de ellas es Kol hajayalim jozrim habaita, “todos los soldados regresan a casa”. En la voz de Elkana Marziano hay algo que me quiebra, tal vez porque uno sabe que no todos regresan, y porque conozco muy bien el amor de una madre. Tal vez porque cada nota suena como una plegaria lanzada al cielo en medio del estruendo. En hebreo dice: tishmor al atzmejá, yaldí, tamid tizkor et ima… “cuídate, hijo mío, recuerda siempre a tu madre”.
Son palabras muy sencillas, directas, pero cada vez que la escucho me pregunto cuántas madres siguen esperando esa llamada que no llega, y cuántos hijos siguen allá afuera, con el uniforme lleno de polvo y en absoluto silencio, cruzando miradas con sus hermanos (compañeros), soñando con volver a casa, a los brazos de mamá.
El 7 de octubre fue el día en que Israel dejó de ser un país en calma y volvió a ser un pueblo en duelo. Aquel amanecer de Simjat Torá, mientras las familias abrían sus casas a la alegría, irrumpió el odio, la barbarie y el terror. No fue una batalla, ni una operación militar, fue una masacre. Cientos de terroristas cruzaron la frontera e invadieron nuestra Tierra para asesinar, violar, incendiar, secuestrar. En los kibutzim, en los conciertos, en los caminos, en las cocinas y en los dormitorios. Nada tuvo sentido, por unas horas, dejó de existir Israel.
Desde ese día, el mundo se dividió en dos: quienes vieron el horror y lo llamaron por su nombre, y quienes lo redujeron a un titular más en la pantalla. Mientras tanto, Israel comenzó la guerra más dolorosa de su historia reciente, teniendo que abatir a tres principales enemigos: el terrorismo radical islámico, el antisemitismo, que nunca se despareció, sino que estaba agazapado en un rincón, y, sobre todo, la indiferencia.
El principal frente nunca estuvo en los mapas. Está en los corazones de las familias que aún esperan. Los rostros de los rehenes se volvieron parte de nuestra oración diaria, nuestros silencios los nombran. Cada uno de los cautivos se convirtió en el símbolo de una herida que no cicatriza, pero también de una esperanza que no muere, porque mientras haya alguien que los espere, no habrán sido olvidados.
En ciertos casos tuvimos que tachar la edad en el cartel de “Bring them Home” y corregir, más de una vez. Han pasado dos años, y el tiempo no ha borrado nada. Las imágenes siguen vivas, los nombres se pronuncian con el mismo temblor, las sillas vacías siguen puestas en las mesas de Shabat. Cada rehén que sigue cautivo es una herida abierta en el corazón de todo Am Israel, una lesión que late entre tfilot, protestas, marchas y cartas que cruzan océanos. Pero junto a ese dolor creció una fuerza distinta, una determinación silenciosa que no se negocia, pues el enemigo logró lastimarnos, pero no quebrarnos. Cada día que pasa sin rendición es una victoria moral.
Cada familia que sigue esperando con dignidad, una lección de fe.
Desde el inicio de la guerra he llevado al cuello un diskit, como los que usan los jayalim, y que hemos repartido por solidaridad con los rehenes. Lo uso cada día, directamente sobre la piel, como un recordatorio del deber de no olvidar, como si al hacerlo pudiera acompañarlos de alguna forma en su oscuridad. Cuánto deseo el día en que pueda dejarlo, no por abandono, sino por redención. Añoro el día en que cada rehén vuelva a casa y podamos, al fin, respirar con ellos, o dejarlos partir dignamente al descanso eterno.
En esta festividad de Sucot elevo una plegaria para que la bendición de la Sucá de paz, la Sucat Shalom, cubra a cada uno de ellos dondequiera que estén, los abrace con la presencia Divina y los devuelva a los brazos de sus familias. Los estamos esperando ansiosos, con el alma en vilo, y sin haber dejado de pensar en ustedes un solo segundo.
Estos dos años han sido también una prueba para el mundo. En lugar de aprender del horror, muchos lo repitieron disfrazado de ideología.
En universidades, en medios de comunicación, en calles que dicen defender la justicia, el antisemitismo regresó con nuevos colores y viejos argumentos. De pronto, se volvió aceptable dudar del dolor de nuestro Pueblo, relativizar la masacre, justificar el secuestro de niños o las violaciones de mujeres, se atrevieron a llamarnos genocidas, un insulto que resulta especialmente doloroso. Es una herida doble: la del cuerpo y la de la conciencia, pero no nos sorprende. Lo hemos visto antes. La historia nos enseñó que el odio nunca muere, solo cambia de rostro.
Lo que el mundo olvida es que el Pueblo Judío nunca ha sido derrotado por el odio. Hemos resistido imperios, inquisiciones, exilios y guerras. Hemos llorado a nuestros muertos y vuelto a construir ciudades sobre las cenizas. Israel es la prueba viviente de que la vida es más fuerte que la destrucción. Hoy, más que nunca, seguimos determinados a defender nuestra existencia con amor, con propósito, con esperanza. Nuestra unidad, nuestra identidad y nuestra memoria son más fuertes que cualquier enemigo.
El 7 de octubre quebró a Israel, pero no lo venció. En medio del luto, los voluntarios salieron a ayudar, los reservistas corrieron a sus bases, los jóvenes que nunca habían disparado un arma se ofrecieron a servir. En cada hogar en duelo se encendió una vela y un compromiso: que ningún asesino decidirá cuándo termina nuestra historia. Porque Israel no combate por venganza, sino por el derecho elemental de vivir.
Esta guerra no ha terminado. Lo sabemos. Todavía hay rehenes, todavía hay madres que escriben cartas sin respuesta, todavía hay soldados que marchan bajo la lluvia con los nombres de sus amigos grabados en el alma. Sin embargo, algo permanece intacto: la convicción de que nuestra vida vale más que su odio. El Pueblo Judío sigue de pie, unido en su dolor y en su fe. Israel está más determinado que nunca a seguir viviendo, a seguir defendiendo la verdad, a seguir iluminando al mundo que tantas veces eligió la oscuridad.
Al final del día, cuando el ruido se apaga y el silencio ocupa su lugar, vuelvo a pensar en aquella canción. Kol hajayalim jozrim habaita… hakrav od lo tam… “todos los soldados regresan a casa, pero la batalla aún no ha terminado”. Es un canto que atraviesa la guerra y la transforma en oración. Habla de un niño, vestido con uniforme y botas, que protege su alma recordando a su madre. De una madre que, sin noticias, escribe una bendición que viaja por el viento hasta alcanzarlo: ulejol asher telej, brajá shlujá meima. “A donde quiera que vayas, una bendición te acompaña, enviada por mamá”.
Esa bendición también viaja hoy hacia cada rehén, hacia cada soldado, hacia cada corazón que late con el nombre de Israel. Esa brajá nos recuerda que incluso cuando la batalla no ha terminado, el alma judía sigue regresando a casa, a Eretz Israel, una y otra vez. Porque lo que el enemigo no entiende es que Israel no sobrevive por poder, sino por amor.
Que nuestro secreto no está en las armas, sino en la promesa. Que mientras alguien cante Kol hajayalim jozrim habaita, mientras alguien crea en Hatikva, el Pueblo de Israel seguirá regresando, siempre.
Am Israel Jai Ve’Kayam.
// Mtro. Ilan Eichner