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Ante la falta de argumentos… “p*ta judía”
Lo ocurrido recientemente en la Ciudad de México exige una mirada más profunda que la que permite la nota informativa inmediata. Durante una jornada de protestas autodenominadas “de la generación Z”, que inicialmente se estructuró alrededor de demandas sociales legítimas, un grupo de manifestantes decidió transformar la inconformidad en un vehículo para despertar prejuicios antiguos, aunque nunca completamente dormidos. En uno de los edificios más representativos del país apareció un grafiti con la expresión “p*ta judía” dirigida a la presidenta Claudia Sheinbaum, acompañado de una estrella de David tachada. La presencia de individuos portando iconografía nazi terminó por disipar cualquier duda: aquello no era un reclamo político, era un ataque dirigido a una identidad.
Ese hecho obliga a una reflexión mayor. La protesta pudo haber recurrido a la crítica de las decisiones gubernamentales, las estrategias de seguridad o las políticas que la ciudadanía juzgara deficientes. En cambio, optó por un lenguaje que abandona el terreno del debate democrático para instalarse en la deshumanización. No se cuestionó una conducta ni se confrontaron ideas, se eligió atacar aquello que no está sujeto a discusión, es decir, el origen de la Presidente.
En ese punto quedó al descubierto un prejuicio que no requiere lógica ni argumentos, porque opera bajo la convicción de que una identidad basta para desacreditar a una persona, por encima de su trayectoria, convicciones o acciones.
Lo inquietante es que la agresión ni siquiera dependía de la relación personal que Sheinbaum mantiene con la tradición judía, que es una relación distante a lo largo de su vida pública, ni de su nivel de práctica o cercanía Comunitaria. Ese matiz, para quien odia, carece de importancia. En el imaginario del prejuicio basta la percepción de un origen para convertirlo en blanco. La historia lo ha confirmado repetidamente: no importa el grado de asimilación, ni el nivel de integración, el prejuicio no distingue, sólo etiqueta. “Judío” funciona entonces como un insulto autosuficiente, desligado de toda realidad personal.
Hace tiempo escribí un texto en el que analicé cómo ciertos discursos que se autodefinen como antisionistas reproducen esa misma estructura mental. No porque no existan debates legítimos sobre políticas en Medio Oriente, sino porque, con demasiada frecuencia, la crítica deja de referirse a decisiones políticas concretas para recaer sobre la identidad judía misma. Lo que vi entonces, y lo que veo ahora, es que cuando la palabra “judío” empieza a emplearse como acusación, el discurso deja de ser político y se convierte en expresión de un prejuicio visceral.
Lo sucedido esta semana no hizo sino recordarlo con una claridad incómoda.
Llamar a la Presidente de México una meretriz es, por sí mismo, ofensivo y reprobable. Pero que el insulto se acompañe de un componente antisemita lo vuelve aún más grave. La protesta no necesitó formular objeciones sobre su gobierno, decidió que su origen basta para convertirla en blanco de desprecio.
Independientemente del caso de Sheinbaum, este gesto confirma cuán fácilmente el antisemitismo encuentra espacios para resurgir. El prejuicio cambia de máscaras y escenarios, pero conserva intacta su intención de señalar, segregar y desarticular el tejido social.
Este episodio recupera una verdad dolorosamente documentada, y es que la asimilación, la secularización o la distancia cultural jamás han sido escudos contra el antisemitismo. Lo demostraron la Alemania de entreguerras y varios países de Europa del Este, donde judíos seculares completamente incorporados a la vida social fueron perseguidos bajo las mismas leyes raciales que alcanzaron a quienes conservaban prácticas tradicionales. El prejuicio no mide grados de pertenencia, no analiza ni distingue. Solo clasifica. Y al clasificar, daña.
El caso mexicano revela cómo los momentos de tensión social abren grietas por donde emergen estereotipos latentes. La frase pintada en el muro no es un comentario político, sino la manifestación de un sedimento cultural que aflora cuando la emoción supera a la razón. Lamentablemente, cuando ese sedimento emerge, la sociedad queda expuesta, no porque el prejuicio represente a la mayoría, sino porque bastan unos cuantos para demostrar que el odio requiere muy poco para volver a respirarse.
México, un país que históricamente ha acogido con calidez a su Comunidad Judía, tendrá que preguntarse cómo semejante mensaje llegó a escribirse en el corazón de su vida pública. La Comunidad Judía, por su parte, sabe que estas agresiones no definen su identidad ni su aporte, sino únicamente a quien las pronuncia. Sin embargo, no por ello deben normalizarse. La conversión de una identidad en injuria pública es siempre síntoma de algo más profundo que un momento de furia, y tristemente no se trata únicamente de antisemitismo.
Tal vez el sentido más urgente de este episodio sea recordar que la judeofobia no pertenece al pasado ni necesita grandes discursos ideológicos para manifestarse. Basta un muro, una lata de pintura y una emoción mal encauzada para que reaparezca disfrazado de espontaneidad. Es precisamente en esos instantes cuando conviene reiterar una verdad que he señalado antes y que hoy se revela con una nitidez inquietante: quien utiliza la palabra “judío” como arma no expresa valentía ni lucidez política, confiesa que aún en pleno siglo XXI sigue creyendo que una identidad basta para odiar, y eso, más que indignarnos, debería avergonzarnos como sociedad.
// MTRO. ILAN EICHNER W.






