Camiseta de tirantes

              Era una noche fría, pero yo sentía calor. Ese sentimiento de estar recostado cerca de la fogata en un campamento de verano, escuchando a los grillos y observando a las luciérnagas. Salí de mi casa con veinticuatro pesos y mi chamarra desgastada que compré en la paca. Me subí al pesero, entregándole al chofer doce pesos y tomé mi asiento. A mi izquierda, un viejo dormía y roncaba al ritmo del palpitar de mi corazón. A mi derecha, con su camiseta de tirantes negros, se encontraba Román.

            –¿Vas para allá? – me preguntó en voz baja, el pesero estaba en silencio.

            –Tu qué crees– le contesté de forma sarcástica a lo que él me respondió con un codazo que mi chamarra amortiguó. El trayecto era largo, mi cabeza descansaba en el brazo de Román mientras compartimos los audífonos de cordón para escuchar música descargada en su reproductor.

            –¡Bajan! – La camioneta frenó en seco, despertándome, pues mi cabeza se azotó contra el brazo de Román. Salimos del pesero, llegando a un terreno baldío protegido por rejas: el verano del año pasado la policía encontró un cadáver, no se sabe quién era. Atravesamos la reja y nos sentamos en la tierra. Román se quitó la mochila y sacó la bolsa de tabaco, el papel y un encendedor. Estos tres se los robó a su padre. Después se puso a liar los cigarrillos, yo lo observaba. En sus ojos marrones, el resplandor de la luna brillaba y yo quedaba hipnotizada.

            –Me echaron de mi casa, no tengo donde ir– al escuchar su voz me espabilé, soltando un gemido incómodo.

            –Si quieres te puedes quedar conmigo– mi corazón palpitaba fuerte.

            Recibí el cigarrillo en silencio, nuestras manos rozándose, su piel suave ante mi tacto causó que me sonroje. Fumamos en silencio, era como un rito que teníamos:  nos escapamos de nuestras casas y vamos a nuestro lugar tras las rejas. Román lia los cigarrillos y yo lo observo embobada. Me cuenta un trauma y yo le contesto. Fumamos en silencio, y cuando terminamos, enterramos las colillas en la tierra seca. Tomamos el pesero de regreso a nuestras casas, todo para repetirlo al día siguiente. Pero esta noche es distinta, esta noche de invierno es especial. Román tomó mi mano, conectamos miradas y me sonrió. Lentamente fue acercando su rostro al mío y, cuando su aliento caliente chocaba contra mi nariz, me besó los labios. Fue rápido, tierno: lo miraba estupefacto.

            –Mañana me subiré al primer camión y me iré lejos de aquí– por primera vez sentí el frío de la noche.

            Román no llevaba chamarra o suéter, solo su camiseta de tirantes. Terminamos de fumar y fuimos a la parada del pesero. Después de un momento eterno en el que mi corazón se congelaba cada vez más, llegó la camioneta. Le di al chofer mis últimos doce pesos y nos sentamos en silencio, él dejó un asiento de distancia conmigo. Román bajó del pesero antes que yo, aunque su parada quedaba después de la mía. No nos despedimos ni nada. Nunca lo volví a ver.

Género: Cuento
Categoría: Abierta
Pseudónimo: Trueno de Venus

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