De la composta brota la vida

Género: Cuento
Categoría: Abierta
Seudónimo: Apines

Era un portón impresionante, piedra sobre piedra, veinte metros de altura y letras doradas: “Bienaventurado quién muera en el Señor”. Al pasarlo y entrar en el cementerio, al abandonar el ruido de los autos, de la calle, de la ciudad, sintió inmediatamente como una onda de serenidad, de bienestar. Es otro mundo, pensó, es la puerta de entrada al más allá.

A la izquierda, justo después del portón, las oficinas, una señorita sentada detrás del mostrador.

  • Disculpe la molestia, señorita, es primera vez que vengo aquí, ¿podría usted orientarme y darme algunos consejos?
  • Por supuesto que sí, señor, ¿qué se le ofrece?
  • Bueno, me han dicho que en este cementerio, camposanto, lugar de descanso, panteón, o llámese como quiera, hay un lugar muy particular donde se entierran cosas que no son cuerpos, ni humanos, ni animales. Eso no deja de intrigarme, vine a ver de qué se trata.
  • Tiene toda la razón, señor, ese lugar está en uno de los baldíos del panteón. Pero, para que lo oriente adecuadamente, me tendrá que decir usted: ¿es doliente, deudo, afligido?, ¿cuál es su dolencia?, ¿qué quiere enterrar? Si es un ser desaparecido, del cual no tiene ni noticias, ni cuerpo, deberá dirigirse hacia la sección X-1. Si se trata de sus ilusiones, sueños o valores vaya a la sección X-2. Si su pérdida es su salud, su bienestar, su confort, su dinero, sección X-3 y, finalmente, si murieron amores o amistades, eso es en la sección X-4.
  • Suena bien, me queda muy claro. Sí, definitivamente, soy doliente y muy afligido. Pero no sé exactamente cuáles son mis pérdidas. Me gustaría pasar por las cuatro secciones, ¿es posible?
  • Por supuesto. Para eso, va a necesitar una cajita de kleenex, las que se encuentran a su derecha. Agarre una y llévesela. Si no los usa todos, se los puede llevar a casa. Los que use, deposítelos en las urnas que encontrará a la salida de cada sección, luego nos sirven para composta, son orgánicas.

El señor dejó un billetito y agarró los pañuelos. Se echó a andar a lo largo de una avenida bordada de ahuehuetes de alto tamaño. Tenía unos cincuenta años, de peinado corto y barba rasurada, venia vestido con ropa muy clásica, traje gris, zapatos grises, corbata gris sobre camisa blanca, sombrero de fieltre gris. Al acercarse se hubieran notado sus ojos grises también. Una tristeza infinita emanaba de su ser. Con paso lento, parecía que iba no solamente a llorar y a enterrar ilusiones y sueños perdidos, sino también amores desaparecidos, salud arruinada, dineros gastados, vida miserable.

A lo largo de la avenida, los árboles se iban achicando conforme se iba avanzando hacia el fondo del cementerio. Eso le daba, a ese hombre caminando a la mitad de calzada, la ilusión de crecer y acercarse al cielo. El camino desembocaba en un terreno baldío, un espacio vacío, sin sombra, un pasto raquítico y un pasillo de piedritas ondulando entre las secciones. El blanco predominaba.

Entrando en la sección X-1, el señor empezó a llorar, desesperado: “ay, ay, ay, ¡pobre de mí! ¿por qué me dejaste, papá querido?, ¿por qué abandonaste a mi madre antes siquiera de que yo naciera? Mi madre que tanto se desgastó y tú, desaparecido, ausente. Yo fui huérfano de nacimiento y para siempre”. Había un gran silencio en su entorno. Aun hurgando entre las piedras, no encontró la menor huella del padre desconocido, entonces decidió despedirse definitivamente de ese dolor. Envolvió, en un pañuelo de papel blanco, una mancuerna con piedra verde que guardaba desde siempre en el bolsillo, sola herencia de su genitor y la depositó en la urna de composta al final de la sección.

Pasó a la X-2. Al entrar, con otro pañuelo blanco, se secó las lágrimas amargas que escurrían sin control. Volteó la vista hacia el cielo y vio pasar un avión de Panam. Le surgieron a la mente, inmediatamente, mil destinos de viajes que tanto anhelaba y nunca realizó: Suiza, India, Rusia, China, Disneylandia, … y luego, también, mil destinos de viajes que hizo: París, Acapulco, Londres, Japón, Buenos Aires, … Y las imágenes de las fotos que tomó de monumentos, obras de arte, paisajes, gentes, imponiéndose poco a poco, borrando las imágenes de las revistas que tanto había ojeado. Se sintió más ligero. Agarró entonces en su bolsillo un pasaporte cancelado que siempre cargaba como recuerdo, lo envolvió en el pañuelo blanco mojado y lo depositó en la urna llena de tierra para la composta del final de la sección.

Al entrar a la  X-3, había un espejo de pie en el que se contempló con un dolor inmenso. Se veía viejo, encorvado, miserable, desganado. Pero el sol se puso justo detrás del espejo, forzándolo a cerrar los ojos. Se miró hacia dentro y encontró un corazón latiendo normalmente, un estómago sereno, un flujo sanguíneo constante, un miembro erguido, una mente clara. Miró también sus zapatos grises, limpios y relucientes, su traje Cavalier y su sombrero Tardan. Buscó una corbata rosa que traía en el bolsillo, se la ató y envolvió la corbata gris en uno de los pañuelos blancos, para depositarla en la urna. Pasó a la última sección.

De frente vio un muro blanco con una infinidad de nombres. Buscó a Gabriela y la encontró, justo entre Gabby y Gaby, y, recordando su sonrisa luminosa, su pelo sedoso y sus ojos negros, los suyos se llenaron de lágrimas. Sacó otro pañuelo de papel blanco para secarlos. Pero al hacer ese gesto tan trivial, el nombre de Gerardo sobresalió de la lista ante sus ojos mojados, tan cerca del de Gabriela. Buscó un listón morado que llevaba en el bolsillo desde la boda de su amante con su amigo traidor, lo envolvió en el pañuelo blanco y lo depositó en la urna de composta.

Ya estaba al final de las cuatro secciones especiales del panteón, no había nada delante de él, sino una flecha indicando la salida. No estaba muy seguro de haber terminado sus despedidas. Buscó en sus bolsillos y no encontró nada, estaban vacíos. Todos los recuerdos de sus penas profundas, que conservaba cuidadosamente desde siempre, habían sido envueltos en pañuelos de papel, enterrados en las urnas para la composta. Sólo le quedaba una sensación de tristeza más o menos presente. Más o menos, porque se iba disolviendo. Se paró y caminó hacia la salida, era un portón más chico que el de la entrada, piedra sobre piedra y letras doradas “Bienaventurado quién salga sin pesares”.

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