Comúnmente, las revoluciones triunfantes en cualquier país celebran los aniversarios de sus inicios históricos con bombo y platillo. Es una forma de consolidar su vigencia y reforzar los proyectos de los regímenes encumbrados por ellas. No ha sido extraño así que la República Islámica de Irán haya realizado la semana pasada el esperable ejercicio del elogio desmesurado de los presuntos logros alcanzados durante los 36 años de vida del régimen instaurado por los Ayatolas. Para el discurso oficial, Irán, bajo el liderazgo de su “Guía Supremo” constituye hoy el más perfecto sistema político y económico que ha existido desde el nacimiento de la civilización islámica hace quince siglos. 

En ese contexto de auto-adulación para el cual la figura del Ayatola Khomeini funge como el iluminado artífice de las más excelsas glorias conseguidas por la revolución islámica, no hay por supuesto lugar para ninguna revisión crítica que haga sombra al cuadro idílico que se pretende transmitir. Sin embargo, no solo entre los rivales externos del régimen existe una versión distinta de las cosas, sino que para una gran cantidad de iraníes la historia de lo ocurrido en las últimas tres décadas y media es muy otra.

Y es que el registro de datos duros sobre lo ocurrido en esos 36 años revela una realidad más bien trágica: a lo largo de ese lapso, cerca de seis millones de iraníes se han exiliado a causa de la hostilidad y represión del régimen; la guerra entre Irán e Irak de 1980 a 1988 cobró un millón de muertos entre los dos bandos; durante los primeros cuatro años del régimen del Ayatola Khomeini y según reportes de Amnistía Internacional, cerca de 22 mil personas fueron ejecutadas, llegando la cifra en la actualidad a 80 mil; más de cinco millones de personas han pasado algún tiempo encarceladas por motivos políticos, mientras que en cuanto a bienestar económico, el iraní promedio de hoy es más pobre que lo que era antes de la revolución.

Es por boca de algunos de los asociados en un tiempo con el poder del Ayatola Khomeini y su sucesor Khamenei, entre ellos los expresidentes Banisadr y Rafsanjani, lo mismo que el premier Bazargán, que sabemos que Khomeini personalmente fue responsable de muchos de los peores excesos. Al máximo líder de la revolución le atribuyen el haber desbandado al ejército nacional, la represión del clero chiíta tradicional que no se ajustaba a su programa radical, y la creación de una atmósfera de terror que incluía asesinatos selectivos dentro y fuera de Irán, lo mismo que una campaña de exportación de terrorismo en sociedad con sus aliados del Hezbolá libanés. La voladura del edificio de la AMIA en Argentina en 1994, hoy objeto de renovada atención debido al escándalo por el asesinato del fiscal Nisman que investigaba el caso, fue presuntamente obra de agentes bajo las órdenes de Teherán.

Es cierto que el actual presidente iraní Hassán Rohani ha dado un golpe de timón respecto a la tradicional política iraní de total intransigencia al haber entrado en negociaciones con la comunidad internacional representada por el G5+1 interesado en neutralizar el desarrollo nuclear bélico de Teherán. El aislamiento y las sanciones impuestas contra la República Islámica fueron sin duda clave para este cambio cuyos frutos son aún inciertos ya que no se ha llegado a los acuerdos pretendidos. Los fuertes sectores conservadores dentro de Irán (buena parte del cuerpo de los ayatolas y de los Guardias Revolucionarios), lo mismo que la mayoría de los congresistas republicanos en Washington, le apuestan al fracaso de dichas negociaciones en las que en principio no creen. El problema es que si ello sucede, el panorama previsible de ruptura y radicalización significará un agravamiento extremadamente peligroso de las condiciones de por sí turbulentas y caóticas en que se encuentran hoy el Medio Oriente y sus alrededores.

Fuente: Excélsior, 8 de febrero, 2015.

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