El acorde de un contrabajo

Categoría: Cuento
Seudónimo: Stefany Zweig

Cuando era niña, íbamos algunos fines de semana a Cuernavaca a la casa que los abuelos tenían en la calle de Pericón, muy cerca del hotel Casino de la Selva.

En el trayecto, no había más que ir por la libre. Con la impaciencia de quien cuenta las curvas del camino, se nos agotaban las canciones: “ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tra la la…”; los juegos: la koba shelí shalosh pinot…, las adivinanzas: “tito, tito, capotito…” Eran la botana que servía para distraer la vista del estático velocímetro. Lo tedioso del asfalto se aquietaba tan pronto como pasábamos el letrero de la eterna primavera. Asomaban las primeras buganvillas con su colorido dama de novia adornando el pasillo. Una recta más y cruzaríamos la zona militar Domingo Diez, uniformada verde-olivo. Para mí –hija de un México en aparente calma- eso también era parte del paisaje, como los murales que Siqueiros pintaba mientras yo ingenuamente pasaba horas meciéndome al compás del rechinar del columpio, sin percatarme de que a unos cuanto metros, a puerta cerrada, la aparente calma ebullía. A ojos cerrados podía adivinar el momento de la llegada, por el sonoro serruchar de la maderería que colindaba con la parte trasera de nuestro terreno y nos recibía siempre con el mismo acorde: el ríspido, rasposo, desgarrado desliz de un contrabajo. Antes de que yo lo escuchara, Hashiko mi collie, aceleraba el ritmo de los coletazos, anticipando que pronto llegaría a restregarse con el grueso pasto del jardín.

            Desde siempre su deseo de estar echado junto a mí, su mirada suplicante ávida por sentir la metamorfosis de mi mano abierta peinando su tupido pelaje, hicieron honor a su nombre, como el del perro de la historia japonesa que cada tarde iba al encuentro de su dueño a la estación del tren y que incluso siguió haciéndolo a pesar de la muerte del amo. Relatos como ése hacían que algunas noches me deslizara por las escaleras de servicio desde mi recámara hasta el patio, para irme a acurrucar con él. En las tardes que regresaba del colegio, Lupe le abría la reja; al verme bajar del camión escolar, me arrebataba la lonchera sujetando la correa con su hocico pez vela, y triunfante retornaba como si fuera un corcel, presumiendo su hazaña ante la mirada envidiosa de los niños que se resentían por no tener una mascota como él. Para hacerlo soltar la presa, tenía que frotar mi mejilla contra su mandíbula de acero, darle una firme palmada y decirle al oído: shá, shiko, shá. Era tan admirado como temido. Se supo del percance que había sufrido Mona, una compañera de juguetones caireles, cuando una tarde que vino a casa, el perro dio uno de sus brincos demenciales y casualmente al presionar la manija de la puerta de aluminio, ésta se abrió y él, como abanico su torso, la tumbó con sus patas delanteras, hizo trizas su blusa de encaje, le estropeó los caireles y la pisoteó, dejándola como mariposa estampada en un parabrisas: impávida, sin atreverse a pestañear, como geisha desliñada. Atrapada en frenético horror. Ese era mi Hashiko, main liber hunt.

Llegar al siempre vivo jardín de Cuernavaca era un destello de recuerdos matizados en color naranja; la teja cubierta de monederitos, mitad flor mitad aretes, nutriéndose con el beso de las abejas custodiando su miel. Aprendí a quitarles el pistilo y plancharlas  presionando mis dedos índice y pulgar para succionar la gota transparente: mi primera lección de erotismo. Las mañanas eran blancas como el disfraz que me cubría con todo y velo, para ser novia y llegar a la tierra prometida. Con las primas improvisábamos una jupá: ani le dodi, ve dodi li. “Me consagro como tu esposa bajo la Ley de Moisés y de Israel”. Todo dispuesto: una argolla en el dedo índice para sellar el pacto; la copa para pisarse y conmemorar la destrucción del templo; el vino para el lejaim, servido; el pan del shabat, trenzado. Nada que no hubiera en casa.

Éramos fulminantes. Cualquier  recoveco podía colmarse con destellos lúdicos, como varitas de bengala que una vez encendidas no dejan de brillar. Así llegaban las ocurrencias en las que –por ejemplo- había que adoptar a la mamá ideal; yo pedía ser tía Tita, la de la piel avellanada, mi morenita, que con su vocación de comerciante nos llevaba al mercado central a comprar frutas artesanales, figuritas hechas de mazapán, para que pusiéramos nuestro puesto en la calle y, jugando a la marchanta, revenderlas. Su magia me envolvía con muestras de cariño. Me intrigaba la fuerza con que mantenía apretada la mandíbula y al mismo tiempo dejaba escapar palabras amorosas, lunas crecientes en mi horizonte ávido de emociones.

            _¡ Ándale niña!, como un eco me arriaba su voz. Y yo necia, resistía hasta apartarme, escondiéndome, siempre escondiéndome. ¿Por qué no podía ser como las otras? Nada. Que fueran a buscarme. Paralizada. Como si la polio me hubiera atacado a mí y no a mi hermano. Por más ¡ales! Animosos y convite de alegrías, las piernas no obedecían. Mi itacate contenía plomo. ¡Cómo cargar con él a mis nueve años. Lo único que deseaba era echarme bajo la sombra del limonero como Hashiko.

-¡Ándale niña!, otra vez el eco. Qué dulce penitencia ésa de sentir lo amargo del limón en mi lengua escaldada, como si en ella se diluyera la pesantez de haber nacido en esa familia y no en otra. En mí quedó tatuado lo crudo de ciertos olores que jamás me abandonarán. Como el pelaje mojado de Hashiko y lo sensual de la gota salpicante al desgajar una mandarina. Escupía lejos los huesitos como hacen los niños y me creía libre.

            Por las mañanas la diversión era ondulada, igual que la piscina; las arrugas de mis dedos mojados delataban las horas. Sabía nadar gracias a Serafín, el profe, quien además era locutor vespertino de radio Morelos; si cruzaba con estilo la alberca de un lado al otro, me dedicaba alguna canción de moda: “ay amor, divino, pronto tienes que volveeeer a míiii…”

Una tarde, después de repasar con mi dedo el plato de las enchiladas de mole, no esperé el tiempo reglamentario para hacer la digestión y al regresar al agua, no sé si fue la adrenalina o por lo sugestionable que soy, pero me acalambré. Tan fuerte que ni la medalla que recién había obtenido por el aleteo estilo mariposa, me ayudó a patalear lo suficiente para alcanzar el borde. Mi torpe manoteo y atraganto de agua, alertó a Hashiko. Un despliegue de acorde sus costillas. Se aventó para salvarme. Guardo en ese cajón de aromas el olor de su pelaje mojado. Olor vivo. Olor añejo. Olor jengibre. Memoria en ocre, el pelaje de Hashiko. Mi “Lassie” era como el héroe del programa; tenía un toque burgués; su hocico alargado y el triángulo de sus orejas, conformaban una bella geometría; sin embargo su carácter era salvaje. No nació así. Mientras yo estaba en la escuela, mi madre mandaba encerrarlo en el patio trasero y cuando alguien movía la manija, embestía con furia. Yo amaba su salvajismo; su encierro me dolía, pero más me dolió enterarme de que mi madre lo había regalado. Hubiera soportado mejor su muerte; así no tendría que repetir a la inversa la leyenda de aquel perro que buscaba a su amo; su hueco quedó tatuado en mí en forma de ovillo. En orfandad plena yo no tenía ni donde buscar a Hashiko. Los dos a la deriva. El limonero sin sombra. ¿Cómo seguir sin él? Despojada no sólo del simple animal, como decía mi madre, sino de aquella alma que colmaba mis carencias amorosas, suplía con sus desplantes la ceguera de mi madre hacia mí. Para ella sólo existía, mi hermano, su discapacidad lacerante y su mirada infinitamente azul. Inmersa en un abismo, aquel acorde ensordeció; el aroma quedó disecado; la hamaca, suspendida; la flor, marchita. Árida, arisca, estéril, arriando desde entonces amores insípidos sin la fidelidad de aquellos coletazos; ya no hubo camino, ni canción, ni adivinanza resonando en hakoba shelí que hiciera renacer una alianza plena sin que se desmorone como sucede con otros amores. Aún así, de cuando en cuando, cierro los ojos y me parece escuchar a lo lejos el acorde de un contrabajo.

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