El problema de la inteligencia artificial

Título: El problema de la inteligencia artificial
Categoría: Secundaria
Pseudónimo: Percy

Estaba yo en el recreo, hablando con mi amigo Jacobo sobre lo que haríamos cuando termináramos los estudios. Le dije que quería seguir aprendiendo, porque estudiar era lo que más me gustaba. Jacobo, en cambio, me dijo que la escuela no era para él. No se sentía bueno en los estudios y prefería ayudar a su papá en el negocio de la familia.

Cuando salimos de la escuela, cada uno tomó su camino. Yo entré a la universidad, y Jacobo empezó a trabajar en el comercio. Con el tiempo, los dos crecimos en lo que hacíamos. Yo terminé tres carreras: arquitectura, educación y psicología. Y todavía seguía estudiando física y matemáticas. Jacobo, por su parte, se volvió un gran empresario. Abrió varios negocios y ganó mucho dinero.

Pero mientras nuestras vidas avanzaban, algo más estaba pasando: la inteligencia artificial empezó a aparecer en todos lados. Autos que se manejaban solos, robots muy avanzados, casas inteligentes, teléfonos que aprendían de sus dueños… Era solo el comienzo, pero yo sabía que el mundo iba a cambiar muchísimo.

Cinco años después, la inteligencia artificial ya era parte de la vida diaria. Las casas inteligentes eran normales, los drones reemplazaron a los policías, y el gobierno empezó a ser manejado más por computadoras que por personas. Los trabajos sencillos fueron tomados por máquinas, y aunque yo seguía estudiando, hasta una IA me ayudaba a aprender.

Pasaron otros cinco años. Todo cambió por completo. Las máquinas hacían casi todos los trabajos. La gente, sin empleo, dependía de un sistema donde el gobierno les daba dinero a todos por igual. Era como un comunismo tecnológico. Pero la gente empezó a sentirse vacía. El aburrimiento era muy fuerte. Muchos no sabían qué hacer con sus vidas. Los casos de suicidio aumentaron. La sociedad se estaba rompiendo poco a poco. Los niños ya no iban a la escuela y olvidaban cosas básicas como matemáticas, geografía, historia y física.

Yo seguía en mi rincón de estudio, viendo cómo el mundo se volvía cada vez más automático y silencioso. Las máquinas hacían todo, y la gente se acostumbraba a no pensar. Pero yo no. Yo seguía aprendiendo, no porque tuviera que hacerlo, sino porque me gustaba. Aunque la inteligencia artificial pudiera hacer todo mejor que yo, no podía sentir lo que yo sentía al descubrir algo nuevo.

Jacobo, en cambio, ya no podía más. Toda su vida había sido trabajar en negocios, pero ahora las máquinas hacían todo mejor que él. Se sentía triste, aburrido y sin sentido. Su mente empezó a fallar. Su psiquiatra, que también era una IA, le recetó 17 pastillas para mantenerse estable y le dio un consejo: hablar conmigo dos veces por semana. Eso nos volvió más unidos.

Y entonces, pasó algo que nadie esperaba.

El 25 de agosto de 2045, hubo un apagón mundial. Las luces se apagaron, los satélites dejaron de funcionar, y con ellos, toda la inteligencia artificial. Las casas inteligentes se quedaron en silencio, los drones cayeron del cielo, y las máquinas dejaron de responder. El mundo, que ya no sabía vivir sin tecnología, se quedó paralizado.

Todo fue un desastre. Nadie sabía cómo cocinar sin una cocina automática, cómo hablar sin sus teléfonos, ni siquiera cómo encender una lámpara. La gente caminaba confundida, como si se hubiera despertado de un sueño muy largo sin saber quiénes eran.

En minutos, todo se detuvo. Las luces se fueron, las pantallas se apagaron, y el silencio se volvió aterrador. La gente empezó a gritar, a correr, a llorar. Nadie sabía qué hacer. Sin inteligencia artificial, sin instrucciones, sin ayuda, el mundo se volvió un caos.

Las calles se llenaron de personas desesperadas. Algunos lloraban, otros gritaban, y muchos se quedaban quietos, sin moverse. Familias enteras salieron de sus casas sin saber a dónde ir. Era como si todos hubieran olvidado cómo vivir, cómo pensar, cómo tomar decisiones.

El miedo creció. Como ya no había líderes ni sistemas que dijeran qué hacer, la gente empezó a pedir ayuda. Se reunieron en plazas, parques y calles para hablar. Querían a alguien que los guiara, que les diera esperanza. Así que decidieron hacer votaciones.

No buscaban a alguien con poder, sino a alguien con ideas, con conocimiento, con ganas de ayudar. Alguien que no dependiera de las máquinas para pensar. Y entre todos los nombres, dos empezaron a sonar fuerte: Jacobo y yo.

Jacobo tenía experiencia organizando personas y negocios. Yo tenía conocimiento, amor por el estudio y muchas ganas de enseñar. Nos eligieron no por lo que teníamos, sino por lo que sabíamos hacer sin tecnología.

Ese día, bajo un cielo sin satélites, sin drones, sin pantallas, la gente confió en nosotros. Y nosotros, con humildad y ganas de ayudar, aceptamos. No éramos héroes, pero sí éramos humanos. Y eso, en ese momento, era lo más importante.

La elección fue solo el comienzo.

La gente necesitaba más que palabras: necesitaba ayuda, dirección, esperanza. Jacobo y yo nos pusimos a trabajar. No teníamos tecnología, pero teníamos algo más fuerte: conocimiento, experiencia y ganas de ayudar.

Jacobo organizó grupos de trabajo. Usó su habilidad para juntar personas, repartir tareas y reconstruir el intercambio de cosas. Al mismo tiempo, yo enseñaba a ser agricultores, artesanos, mecánicos, cocineros… y los reuní. Juntos, empezamos a crear mercados comunitarios, cocinas compartidas y talleres para reparar cosas.

Yo me dediqué a la educación. Reuní a los niños en plazas, a los adultos en patios, y empecé a enseñar desde lo más básico: cómo leer mapas, cómo sumar sin calculadora, cómo entender el mundo sin depender de una pantalla. Redescubrimos juntos la historia, la ciencia, la filosofía. Cada clase era una chispa que encendía la mente de alguien más.

La gente empezó a cambiar. El miedo se volvió curiosidad. La desesperación se convirtió en trabajo en equipo. Las comunidades se organizaron, compartieron lo que tenían, aprendieron unas de otras. Las plazas se llenaron de voces, ideas y sueños. El mundo, que había estado dormido por culpa de las máquinas, empezaba a despertar.

Jacobo, que antes pensaba que no era bueno para estudiar, se volvió un gran líder. Yo, que siempre había amado aprender, descubrí que enseñar era aún más poderoso. Juntos, no solo ayudamos a la gente: les devolvimos el poder de pensar, de decidir, de construir.

Y así, sin algoritmos, sin inteligencia artificial, sin máquinas que hicieran todo por nosotros, la humanidad volvió a empezar. No éramos los mismos de antes, pero ahora éramos más conscientes, más unidos, más vivos. El apagón no fue el fin. Fue el momento en que recordamos quiénes éramos de verdad.

Yo nunca dejé de estudiar, y eso me ayudó a recordar cómo funcionaban las cosas, cómo resolver problemas sin ayuda de máquinas, cómo enseñar, cómo construir, cómo pensar. En medio de la oscuridad, encendí una vela —de verdad y en sentido figurado— y seguí enseñando y aprendiendo.

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