El valle de las luciérnagas 

Título: El valle de las luciérnagas
Categoría: Preparatoria
Género: Cuento
Pseudónimo: Estrella

Paseaba por el pueblo con mi espalda adolorida y mi bastón de roble. El silencio era mi acompañante por el prado, y el viento mi confort. Las flores amarillas rodeaban el campo, pero esa sensación pasada de dolor permanecía en mi corazón. Restos de los que no me podía deshacer y se volvían parte de mi cuerpo. Mientras estaba en el lugar favorito de mi difunta esposa a pesar de su tranquilidad, me pesaba y me quemaba internamente. 

La mañana de su muerte era tranquila, casi como la actualidad. Presencié su muerte cuando un ángel cayó del cielo y tomó su alma, así sin más. Sin avisar.

Por los campos, al atardecer, vi una luz diminuta y poderosa. Tintineante y móvil. Se dirigía hacia mí y su tamaño aumentaba, más no dejaba de ser pequeña. Una luciérnaga común. 

Al alejarme oí una voz débil, volteé a ver atrás pero no había nadie. Al ponerme en marcha antes de que anocheciera, regresó aquella voz. Volteé a ver frenéticamente. ¿Me estaré volviendo loco? Y de nuevo, aquella luciérnaga. Me hablaba, me llamaba.

Aquella irritante voz balbuceaba la palabra “alma” y “vida” sin cesar. Un ciclo de palabras insignificantes a mi edad. Mi corazón hervía lentamente del coraje hasta llegar al punto de ebullición.

Repentinamente, el insecto rompió aquel círculo

—alma, vida, alma, vida, alma… ayuda.

No pude evitar perder los estribos.

—¡Qué te sucede insecto inútil, déjame en paz!

La rabia controlaba mis pies mientras me dirigía a mi casa sin mirar atrás. Azoté la puerta esperando que no me hubiera seguido. El agua hirviendo se mantenía en mi interior. Resignado me acosté en la cama esperando nunca volver a ver aquella luz de nuevo.

En medio de la noche me desperté repentinamente; por la ventana vi una luz, y otra, y otra, y otra. Me acerqué a la ventana y miré el brillo de las estrellas. Una de esas estrellas era mucho más brillante que el resto. Aquella brillaba y volaba hasta que se metió por mi ventana. 

—ayuda, ayuda, ayuda. —de nuevo venía a molestar— ayuda, ayuda, ayuda. 

Respiré hondo y mi paciencia no se colmó esta vez. Intenté escuchar lo que decía. Tal vez era una señal, me intentaba decir algo importante. La curiosidad se apoderó de mí. Quería escucharla. ¿Qué  me estaba diciendo? Pero el bicho se alejaba. Me intentaba llevar a algún lugar desconocido. ¿Tal vez un guía? Su voz se iba haciendo cada vez más tenue al alejarse e iba perdiendo su luz. No tuve más remedio que seguir a la estrella. Mi espalda me dolía mientras bajaba las escaleras cuando el silencio abrumador desalineaba mis sentidos. Al salir de mi casa con premura tropecé con el último escalón y caí sobre mi brazo. El dolor era punzante. Esa ira inevitable volvió, más fuerte que nunca. Seguí la luz ya no curioso, ahora determinado a destruirla. El fuego en mi interior crecía hasta formar una llamarada destructiva. La luciérnaga escapaba de mí. Iba lento para burlarse de mí. Me llevaba por las casas del pueblo, por el campo y por el monte. Al darme cuenta de dónde estaba ya era tarde. Las tumbas rodeaban mis pies y la noche mi piel. Aquel insecto se había posado en la tumba de mi esposa. El fuego se apagó. No, no podía estar furioso frente a ella. Empecé a percibir el olor a lodo y un frío profundo a mi alrededor. Me pregunté a mí mismo, ¿será que este insecto despreciable solo me quería ayudar? Después de unos segundos el nombre de mi esposa se iluminó, la luz era igual de cálida que la de la luciérnaga. La luz se expandió por el cielo nocturno despejado hasta formar un río en la noche. Cuando volví a mirar, el insecto había desaparecido de la tumba. Me sentí atraído por el gran sendero celeste, lo quería seguir. Pero el camino era muy largo y no se podía ver el final. Un anciano como yo no lo podría recorrer ni en un millón de años.

Volví a la cama esperando el nuevo día, lo que pasó no era real, nunca lo fue. 

Cuando desperté seguía siendo de noche, el río del cielo seguía existiendo y el dolor de mi brazo se había reducido a cenizas. Ese deseo inexplicable de seguir la luz, existía y crecía. Intenté resistirme pero no pude evitar pensar que ese sendero me llevaría a mi esposa. Su alma robada. Determinado pero aún escéptico, partí.

La euforia del viajero. Nunca la había comprendido hasta ese momento, estuve demasiado ocupado enojándome por eventos insignificantes y odiando a quien me contradijera. Aquella felicidad. Era cálida, compleja y mi dolor de espalda se había reducido a un susurro. Todo salía bien.

Caminé día y noche por las flores y por los árboles. Encendiendo fuego por el frío y sintiendo como mi juventud regresaba a mi alma. 

Al atardecer después de varios días llegué finalmente a un valle. Mi juventud había vuelto. Era un valle impresionante. Lleno de luces tintineantes. En el centro del lago somero, había un árbol. Majestuoso y gigante. Con las hojas rosas que caían con el viento, llenando el lugar con un aroma floral. Alrededor de aquel árbol tan grande como una ballena, se encontraban luciérnagas. La vista era colorida y viva. Mi esperanza de encontrar a aquella alma que me fue arrebatada volvía. Las luces rodeaban el árbol como abejas a su colmena. La serenidad era inexplicable. Después de muchos años sentí verdadera paz. Era plena y no pasajera como el resto.

Comencé a buscar a mi esposa. Llamaba su nombre y el eco rebotaba por el agua iluminada. Llamé su nombre una y otra vez pero no encontraba respuesta. La desesperación era pura. “¿Dónde estás? Vine a verte”. Me repetía en mi mente. 

El sol se ocultaba lentamente y tras recorrer todo el lago buscando a mi amada pero sin encontrarla, los pies me pesaban y el dolor volvía. Repentinamente sentí un vértigo que se abalanzaba sobre mi. Ví negro, me quedé inconsciente.

Cuando desperté aún estaba mareado. Observé y el gigantesco árbol parecía aún más grande que antes. Mi cuerpo brillaba como nunca.

 Miré mis manos. Ya no tenía: En vez tenía seis patas diminutas y alas. Me había convertido en una luciérnaga. Entonces comprendí que aquella luz nunca quiso ayudarme… solo necesitaba a alguien que ocupara su lugar. Comprendí mi destino: brillar en la oscuridad sólo para atraer a otros hacia la misma luz que me condenó.

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