//Becky Rubinstein

La muerte es un tema sempiterno en todas las artes, inspira a los literatos, a los artistas plásticos, a los cronistas para quien la vida es temporal y por ende materia  que eternizar a través del papel.

El grandioso I. L. Péretz trae a colación a un klezmer, oficio que remonta al Templo de  Jerusalem, a David, el salmista en Israel, y a los levitas cantores y músicos por tradición.

Entre paréntesis, la palabra klezmer proviene de kli zemer, de instrumento; apalabra de raíz hebrea acompañó y se adaptó al idioma idish y a infinitas lenguas.

El autor judío –dado a la escena- a la tragedia como género, trae a colación la agonía de un músico de fiestas judías: bodas, sobre todo. Una boda sin música era  inconcebible: pobres y ricos – a su nivel – festejaban al ritmo de instrumentos  tradicionales violín, violonchelo, trombón… En una palabra: se trataba de una Kapeli, de una orquesta hecha y derecha – banda o grupo de musicantes siempre  dispuestos al jolgorio, pasara lo que pasara en su vida personal. ¿Qué concluimos  de esta deliciosa e intrincada historia, poliédrica y compleja? El agonizante fue  socorrido por el galeno, por Rubén, el de la sinagoga, y por los del Jebre Kadishe, de la Sociedad de enterradores, quienes brindarían los sudarios acostumbrados.

Nada había qué hacer, tan solo esperar a la visita de la guadaña que a todos  iguala: a ricos y a pobres. En este caso arrebataría la vida a un músico, no muy  buen ejemplo para sus hijos, músicos también. O sea, los músicos – muy  frecuentemente – provenían de familias musicales, así como los joyeros aprendían el  arte de la joyería de su padre, aprendices al fin de cuentas, formarían parte de un  eslabón de artistas.

Péretz afirma con justeza: “La orquesta estaba por perder su corona”, al padre y  maestro. La mujer, la madre culpaba la muerte de su pareja a la falta de idishkait de  los hijos, alejados del judaísmo… ¿Un drama más entre los judíos modernos?  La  madre de familia recuerda a su tío matarife quien habrá de interceder en las alturas  para que su marido sea tratado con misericordia. Y la culpa es la impiedad de los  hijos, ¿acaso del moribundo? Sale a colación una llaga sin sanar: los amoríos del  klezmer – del músico – con Peshe “la negra”…

A la postre, confiesa sus amoríos con otras Peshes de diferente cabellera. Y sin embargo  confiesa – su apega eterno por su mujer, con la que ha procreado a sus  hijos, todos klezmers. ¿Acaso los klezmers estaban hechos de otra madera? ¿Acaso se comportaban como gentes de la legua, no siempre con una ética aceptable?  Porque, además de amores clandestinos, le daba por el alcohol, costumbre no muy  judía. ¿Qué ejemplo les darían a sus descendientes?  Y lo peor – confiesa el agonizante – no se comportó a la altura con su padre, de ahí que perdonara a sus  hijos. De pronto, se soltaron a llorar, a lamentarse, a sollozar sin freno. El  agonizante se siente aliviado… satisfecho.  De pronto, el klezmer saca fuerzas de  flaqueza y convoca a sus hijos por su nombre: todos y cada uno son convocados. 

Ninguno falta… Está Jaim, Berl, Yoine. Todos… Les ordena tomar los respectivos  instrumentos, acercarse a su lecho de enfermo. Tres violines, un clarinete, un bajo,  una trompeta: una orquesta hecha y derecha. Le pide a su mujer que vaya por su vecino, miembro de la Sociedad de Enterradores.   

Entra y propone traigan un minyen – diez orantes mayores de 13 años, aptos  para el rezo. Ellos se encargarán de rezar a la salud del doliente. ¿Para qué oraciones y rezanderos si tengo lo necesario?  Tengo mi propio minyén, conformado por mis hijos. El padre invitó a sus hijos a tocar, como si estuvieran en una fiesta. Sus últimas palabras fueron de misericordia: “Chicos – les dijo. No hagan diferencias entre pobres y ricos, consideren a los menesterosos… Protejan a su madre, y ahora toquen: su música será el viduy – la confesión de antes  de partir del mundo de los vivos. Y el hogar se inundó de notas, de música… de  armonía.

Los klezmer en el alter heim – en las aldeas del shtetl. Del terruño en suelo europeo – alegraron por generaciones las almas de los judíos crispados por la  necesidad, atosigados en calidad de extranjeros, de ciudadanos de segunda.

La música cumplió con su cometido en la diáspora… Hoy día destacan directores de música, compositores, ejecutantes de primera. En lugar de kinot, de cantos  fúnebres, elegías o lamentos en casa del klezmer, los cantos de despedida fueron  de fiesta, una manera propicia.

Entre paréntesis, Péretz – como muchos autores — hablan de la muerte, como en  Halt s’moil, algo así como ‘cuida la boca’: se refiere a una rosa – símbolo de fragilidad, de muerte prematura. 

En esta historia el juicio gobierna, así como el clima hostil que lo mismo  congela las rosas, como el corazón del hombre. La rosa inconforma con su suerte, implora misericordia, juventud y vida. Una voz superior la recrimina y la silencia: no  le resta más que aceptar el sino que comparte con los humanos.

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