La terapia

Género: Cuento
Categoría: Abierta
Pseudónimo: El terapeuta

Me enteré de que no fui deseado. Fui producto de un engaño: mi padre biológico manipuló a mi madre, quien, con apenas 17 años, me dio a luz hace 51 años. Él quería que abortara; ella, firme, se negó. Hoy me cuenta cómo comenzó mi vida, y eso me ayuda a entender muchas de mis conductas y rasgos de personalidad.

Mi infancia fue difícil. Mi madre tuvo que trabajar toda su vida para sostenernos, y aún lo hace a sus 68 años. Mi abuela, que hoy tiene 98, fue quien se encargó de mi educación. Pero al haber tenido 11 hijos, la atención que podía darme era mínima. Desde muy pequeño, aprendí a valerme por mí mismo.

Recuerdo que a los cinco años caminaba solo desde la escuela hasta casa, ya entrada la noche, por un camino lleno de perros callejeros que me ladraban ferozmente. No había otra opción: tenía que sacar valor desde lo más profundo de mí. Nadie me esperaba en casa, nadie se preocupaba por si llegaba bien.

Mi infancia fue traumática. Un tío, de apenas 18 años, abusó sexualmente de mí durante tres años, hasta que se fugó de casa. Ese trauma sigue presente: se manifiesta en explosiones emocionales y en conductas repetitivas propias del TOC.

Siempre he tenido que luchar solo. Desde niño enfrenté el miedo a la oscuridad, a la soledad, a la agresión, y a la indiferencia de quienes me rodeaban. Eso me volvió explosivo y obsesivo. También me llevó a probar excesos desde muy joven: drogas, sexo, alcohol. Llegué a tener hasta cuatro novias al mismo tiempo.

A los 18 años, un amigo de la escuela montó un negocio de computación muy exitoso. Él tenía una gran solvencia económica, y yo, como su confidente, me beneficié de ello. Hoy lo recuerdo con remordimiento: ambos consumíamos cocaína, pero mientras yo logré dejarla, él murió por su abuso.

Afortunadamente, cada vez que me he propuesto dejar un exceso, lo he logrado con pura fuerza de voluntad. Dejé el cigarro, las drogas, reduje el sexo, y aunque aún lucho con el alcohol, he formado una familia con mi esposa y dos hijos varones. Trabajo en una empresa de computación desde hace más de 17 años. He tenido muchos empleos, y el que menos duró fue de cuatro años. Eso me demuestra que, a pesar de todo, he sido constante en lo laboral, gracias a mi personalidad obsesiva.

Conocí a Verónica, mi esposa, en una fiesta en casa de mi amigo Gumaro. Desde la primera conversación supe que era mi media naranja. Yo, introvertido y callado; ella, risueña, parlanchina, alegre y extrovertida. Su energía compensaba mis carencias y me ayudaba a enfrentar mis miedos. Sin embargo, con el tiempo descubrí que ambos somos explosivos: yo, más agresivo y hiriente; ella, con explosiones más suaves pero frecuentes.

Nuestro hijo Federico, de 14 años, ha heredado o aprendido esa explosividad. Además, es manipulador y muy inteligente, y ha sabido usar esas cualidades. Andrés, nuestro hijo menor de seis años, es todo lo contrario: dulce, risueño, cariñoso. Trata de mantenernos contentos a los tres y nunca se enoja.

Toda esta agresión acumulada me llevó a buscar ayuda profesional. La gota que derramó el vaso fue hace tres meses, cuando exploté y empujé a mi esposa y a mi hijo. Toqué fondo. Por sugerencia de ellos y de mis amigos, acudí a un psiquiatra.

Le conté mis traumas, paranoias, obsesiones y explosiones. También le dije que no podía dormir más de unas pocas horas seguidas. Sin mucho interés, me recetó una pastilla para la ansiedad. Y otra para poder dormir. La tomé, y al día siguiente me sentía como un zombi: lento, torpe, pero con menos ansiedad y 12 horas de sueño.

Mi amigo Chucho me dijo: “Eso no es normal. Ve con otro psiquiatra que te medique mejor.” Le hice caso, aunque me costaba por lo caro que son estos profesionales. Esta vez fui con una psiquiatra. Se disculpó por tener a su bebé en la sesión —la nana se había enfermado—, pero me atendió con atención. Revisó la receta anterior, ajustó la dosis del ansiolítico y me cambió el medicamento para dormir. Me dijo que me vería en tres meses, pero que era urgente que comenzara terapia con un psicólogo.

El nuevo medicamento para la ansiedad cambió mi vida. Ya no me siento tan perseguido, agresivo ni explosivo. Duermo de 7 a 8 horas seguidas, y eso ha transformado mi energía. No les voy a mentir: sigo teniendo explosiones y ansiedad, pero han disminuido mucho. Hoy avanzo poco a poco, resolviendo los problemas familiares.

Fui con un psicólogo. Desde la primera sesión me sentí escuchado, comprendido y apoyado. Nunca mostró miedo ante mis relatos de locura, paranoias y obsesiones: revisar diez veces al día que la estufa esté apagada, verificar que el piloto del boiler esté encendido, cerrar puertas y ventanas y checarlas cinco veces cada noche.

Llevo diez sesiones con él. Lo llamo “mi terapeuta” porque lo he adoptado psicológicamente: siento que me ha ayudado mucho. Como él dice: “La terapia es como una dieta. Tardaste meses o años en engordar; ahora necesitas tiempo para adelgazar. Lo mismo pasa con tus conductas: necesitas tiempo, ganas y paciencia para acomodarlas.”

Me preocupaba depender de medicamentos para estar bien, pero mi psicólogo me explicó: “Si te duele la cabeza, tomas un paracetamol. Lo mismo con tus medicamentos: quizás los necesites de por vida, pero si te hacen sentir bien, ¿qué importa?”

 

En la terapia he descubierto muchas cosas sobre mí. He hecho consciente que necesito tiempo y esfuerzo para alcanzar un equilibrio emocional. Hoy disfruto más de mí, de mi familia y de mi vida.

Ahora después de meses de terapia  he logrado mantener con mi esposa e hijos conversaciones sinceras hemos reconocido nuestras heridas y hemos logrado construir  una nueva dinámica familiar basada en el respeto y la empatía. No sé si alguna vez seremos una familia perfecta pero ahora nos escuchamos.  Y agradezco al universo por todo esto.

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