La llegada del Mesías es cosa seria. Habrá de arribar cuando el mal prevalezca por completo, o cuando el bien rija las acciones de los hijos de Adán.
La llegada del Mesías es cosa seria. Habrá de arribar cuando el mal prevalezca por completo, o cuando el bien rija las acciones de los hijos de Adán. Shajne, el maestro del Beit Medreh – de la escuela talmúdica – teme un nuevo diluvio: cuándo habrán de desgajarse las puertas del cielo y la llovizna se convierta en tormenta y la tormenta en diluvio, sin Noé y sin una barca salvadora. De acuerdo con la leyenda, en cada generación afloran 36 santos – gente común y corriente, gente del pueblo sobre cuyas espaldas descansa el mundo. En el maestro de Jélem, dicha selecta concurrencia – temerosa de su suerte – se reunió en asamblea en la aldea de Bratkev. Siete noches y sus días cambiaron impresiones. Concluyeron, al fin de cuentas, atraer al Mesías a través del pecado, y no a través de la virtud, a ver si lograban la gueulá, la redención.
Un pobre hombre, un aguatero se opuso. Una voz celestial, la del ángel Gabriel se manifestó. “Es la voluntad del Altísimo, y así deberá de ser”. Finalmente se concluyó atraer el instinto del mal y combatirlo. Los 36 justos eran gente común y corriente: leñadores, pedreros, zapateros, quienes que con dificultad mantenían a su prole; salvo uno, heredero de una importante fortuna de una pariente de Alejandría en lejanas tierras de Egipto. Se decide traer un hombre de aquellas tierras – con el dinero del judío pudiente – y lo transformaron en un judío hecho y derecho con barba, aladares y un caftán de judío observante. El instinto del mal – el Yetzeir ha Rá – observa al dizque judío y le parece pan comido tentarlo. Para nada se le ocurrió que se trataba de un impostor. El maloso intenta sacarle conversación, le cuenta chistes soeces, chismarajos, le enseña malas palabras…
El saris no entiende nada de nada. Por vez primera en su larga carrera no logra su cometido. De pronto silba y, como por arte de magia, arriban mujeres de todo tipo: poderosas, del pueblo, elegantes con crinolina, jóvenes y ancianas, semidesnudas; algunas lloran, algunas maldicen su suerte, otras se desgañitan. Llega en resulta, víctima de lo acaecido: sudoroso y cansado pareciera haber cortado un bosque entero. Parejas como bestias bíblicas de tiempos del Diluvio y de Noé. El instinto del mal suda a mares, como si una semana entera hubiera estado acabando de talar un bosque. Se le ocurre entonces atraer a una mujer notable en páginas de la Biblia: a Rajab, la prostituta, aliada de los judíos durante la conquista de Josúe de Canán. Y nada que logra tentar al hombre. Se le ocurre algo inusitado: el masaje. Zarandeo, fricción, fricción, zarandeo. Y nada de nada… Bueno, el hombre aquel empezó a roncar como ganso. Casi se desmaya por el inútil esfuerzo.
Los 36 justos no lo perdieron de vista. Finalmente, optaron con acabar con él: lo ataron treinta nudos kafúl shmone, o sea por ocho tzitzis o flecos del talit. Corrió por un cuchillo de mohel – de circuncidar – y lo metió en un horno ardiente; se llevó consigo las cenizas y aprovechando un ventarrón de aquellos, los esparció por todos los confines del universo.
En las Alturas se armó tremendo jolgorio, en la Tierra, se festejó hasta decir basta. La paz desterró la guerra; las parejas dejaron de pelear y las palas fueron destinadas a hornear jalot; los reyes abandonaron sus huestes, las armas fueron regaladas a niños de escuela para la fiesta de Lag Baomer, los cañones fueron arremetidos en las aldeas y expuestos a la manera de espantapájaros; los palios ceremoniales estaban arrumbados; los varones semejaban santos en estudio permanente, las hembras, santas y recatadas para nada volteaban a ver a su contraparte masculina con fines de matrimonio y procreación. Rabinos, bedeles de la sinagoga, cantores, casamenteros y hasta músicos estaban desempleados: nada de compromisos, nada de bodas, nada de preparar el ajuar de una joven prometida. En conclusión, estudio y más estudio y nada de pensar en las futuras generaciones, tan solo, en enterrar a los cada vez más viejos. En una nueva asamblea, el rabino de Jélem manifestó su enojo contra el Yetzer ha Rá – el instinto del mal – que no paraba de atosigarlo. Lo acompañaba a la casa de estudio, al baño ritual… ¿Qué tal si perdía su trabajo? Decidió aislarse en el bosque: se alimentaba de raíces, dormía al descampado embebido en los Salmos y en el Zohar.
Adelgazó tanto, tantísimo que podría caber en un anillo. Se transformó en roe ve einó niré, se volvió invisible. Por fin – pensó – se había liberado del malvado y de las urgencias de la carne. No le quedó más que volver a casa. De repente, se soltó una tremenda tormenta, un remolino de aquellos, como cuando las cenizas del Yetzer ha Rá se diseminaron por el orbe entero. Parte de aquellas cenizas se introdujeron en el ojo izquierdo y de ahí al derecho y de ahí al cerebro y de ahí al corazón… ¡Una verdadera calamidad! El maestro de Jélem – quien se liberó aparentemente del instinto del mal —volvió a las andadas. Y lo más terrible: contagió de maldad al mundo entero. Sin excepción…
Esta historia – cuenta el narrador – fue relatada por su abuelo: se trata de una historia antigua, relatada una y mil veces, generación tras generación, como todos los cuentos de Jélem, supuestamente de tontos, o de tontos que se sentían los más sabios del universo. De acuerdo con el abuelo – afirma el narrador — de no ser por el jelemer melamed, quien devolvió el instinto del mal – que promueve la reproducción y la eternización del género humano sobre la Tierra-, se habría interrumpido el ciclo de la vida. De no ser por él, no habría casamientos, circuncisión de los varones recién nacidos, pidión ha-ben o redención del primogénito. El anciano solía decir – de acuerdo con el abuelo del narrador: “Esta es la obra del jelemer melamed, en cada uno de los seres humanos mora una pizca de maldad. No hay bien sin mal, y lo aparentemente ‘malo’ no es más que el bien bajo otro disfraz. En cuanto al diluvio, no habría que temer, a pesar de la inclinación del hombre…”
Esta historia – atiborrada de imágenes y de símbolos – podría haber sido contada por I.I. Trunk – autor de cuentos sobre Jélem – o por el Premio Nobel de Literatura 1978, Isaac Bashevis Singer, autor de cuentos sobre jelemitas, tesoro del folclore judío.
//Becky Rubinstein