Recorrer los espacios judíos en Amsterdam, es sumergirse en la inquietante
sensación de experimentar la pasada pujanza de la vida judía, la muerte nazi, y el revivir actual.
Se trata de una historia que comenzó en el siglo XVII, cuando la liberal Holanda recibió con brazos abiertos a la comunidad sefaradí, fundamentalmente portugueses, que escapaban de la Inquisición desatada por los reyes españoles. En su nuevo país, los judíos no solo tuvieron la posibilidad de continuar con sus credos, sino también de experimentar la libertad para su vida cotidiana. Al cabo de los años, llegaron incluso a transformarse en el diez por ciento de la población, integrándose perfectamente a la sociedad, y contribuyendo de modo decisivo en la prosperidad económica de los Países Bajos.
De alguna forma ese fue el caso, cuatro siglos después, de Ana Frank, que abandonó junto a su familia su Alemania natal para, al igual que los primeros residentes judíos que llegaron a Holanda, encontrar un refugio para sus vidas, en este caso de la barbarie nazi. De hecho, la abierta y receptiva Holanda les dio el espacio para continuar con sus tradiciones y desarrollar paralelamente la fábrica de jaleas para mermeladas con las que su padre Otto, logró sostener a todos los Frank. Ni siquiera la invasión nazi cambió radicalmente esta situación, pues los holandeses exhibieron su reparo a que se persiga a sus compatriotas y amigos judíos, al punto de que cuando los alemanes comenzaron a hacerlo, se organizó una huelga y movilización general, que fue violentamente reprimida.
Lo que siguió fue la historia conocida, La casa de atrás, el escondite de las familias Frank y van Pels por más de dos largos años, hasta la delación por parte de un anónimo, poco tiempo antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. Ese escondite fue nuestro comienzo en este viaje hacia la vida y la muerte. Y es que las marcas que Otto Frank realizaba en la pared para medir el crecimiento de sus dos hijas, las figuras de artistas y países con que Ana decoró las paredes de su cuarto, su propio diario íntimo y los cuadernos que allí se exhiben, muestran la fuerte vida que existió en esas reducidas habitaciones. Vida que contrasta con el vacío de la casa, con el sórdido sonido de la campana de la vecina iglesia Westerkerk que Ana reseñaba en su diario, con el silencio de los visitantes, con la ausencia de los van Pels y los Frank, de Ana.
Pero nuestro segundo destino judío volvió a exhibir la vida comunitaria. En el Museo Judío se pueden observar las historias de Shabtai Tzvi, el “falso mesías”, que una vez que se convirtió al credo musulmán, demostró a los judíos holandeses que la llegada a la tierra de Israel aún estaba lejos, y que era necesario recrear en Amsterdam aquella tierra prometida, intensificando la construcción de sinagogas y escuelas; la de los grandes filántropos, que a un mismo tiempo hicieron crecer a la vida institucional judía y a Holanda toda; a los pensadores, como Baruj Spinoza, que con su judaísmo liberal fue expulsado por los mismos judíos dogmáticos que pueblan nuestros tiempos, aquellos para quienes una interpretación del judaísmo diferente a la enarbolada por el establishment religioso y económico, merece la segregación.
Pero nuevamente, volvió a aparecer la muerte sembrada por los genocidas nazis. En una espacio contiguo, se pueden ver los carteles que prohibían la entrada a judíos en los espacios públicos, los Maguén David amarillos con la inscripción Jood (judío), las valijas de las deportaciones, los escombros de las pertenencias de familias enteras masacradas. Vida y muerte se exhiben en esta antigua sinagoga, cuyo pasaje a museo da cuenta también de la muerte que lograron instalar los nazis. Y es que allí, donde se respiraba la vida del Shabat, de los casamientos, y de las diversas celebraciones, los alemanes crearon un profundo vacío que se mantuvo hasta 1987, cuando los objetos del museo devolvieron algo de la vida judía perdida, aun cuando de ningún modo pudieron reemplazarla.
Sin embargo, a una sola cuadra de allí, en el mismo barrio judío, se encuentra el mayor templo del mundo, la Sinagoga portuguesa de Amsterdam, construida por el arquitecto Elias Bouwman en base a planos elaborados sobre las referencias bíblicas del Beit Hamikdash, el Templo de Salomón en Jerusalem. Con excepción de la entrada, todo en esa sinagoga permanece como en sus comienzos, que datan del 1675. No hay vestigio del paso de la muerte, del paso del nazismo. Por eso, la vida judía volvió a latir en la que fue nuestra última visita a los espacios comunitarios. Un templo en actividad, cuya carencia de luz eléctrica permite que los Shabatot, iluminados por cientos de velas, recreen el feliz mundo comunitario que supo habitar este plural y tolerante país.
Fuente: www.aurora-israel.co.il