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Sorpresas y valores de familia

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Diana Kuba

Para el día que este artículo se publique, mi mamá llevará casi dos meses de fallecida. Como todos aquellos que se han visto en esta pérdida irreparable, me vi en el triste reto de penetrar “con o sin su consentimiento” a lo más íntimo de su ser al desmontar su casa y hurgar hasta el último rincón de sus secretos, emociones, sentimientos y de aquellas vivencias, tal vez expresadas o insinuadas, pero menospreciadas por el egoísmo propio de cada uno, cuando cree que los seres queridos son eternos y solo se preocupa por sus dilemas cotidianos en el quehacer de su vida. Bien dice el dicho: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”.

Independientemente que no es fácil deshacerse de las pertenencias y enseres representativos de un ser querido se siente como si uno atentara, agraviara y desestimara todo aquello que esa persona usó, consiguió con tanto esfuerzo y cuidó con esmero y lo desechara en cuestiones de segundos más difícil es cuando uno, inesperadamente abre cofres y portafolios cerrados y encuentra los recuerdos más significativos que aquella persona amada atesoró, para que un día posiblemente fueran hallados por sus descendientes en este caso, solo soy yo y los conociéramos bajo otra dimensión. Hallé poemas de amor, cartas del Consejo Mexicano de Mujeres Israelitas, títulos, reconocimientos, fotografías antiguas de la familia, apuntes de mi mamá y abuela, y una carta del idealizado abuelo Efraín Comarofsky que nunca conocí, pero famoso en la familia por su preparación profesional, su ideología comunista y sus relaciones sociales con la intelectualidad de los años treinta y cuarenta.

La carta me tocó el corazón, por un lado, por lo que mi abuelo les trató de manifestar a sus hijas: Maña y Esther Comarofsky, y por el otro, por una experiencia chusca que le impresionó de la “moda moderna” estadounidense, que en otra ocasión relataré.

Empecemos por el primer aspecto, pero antes tengo que contextualizar al lector, en qué circunstancia vivía mi abuelo. Este estaba en un curso de especialización de Química en la Northwestern University of Chicago, aproximadamente entre 1938 y 1940, porque no habla de la Segunda Guerra Mundial y él murió en 1944. Hay que imaginarse que está solo, alejado de su familia y con una fuerte nostalgia. De hecho la expresa de la siguiente manera: “Yo creo que cada una de las gentes necesita una temporada de aislamiento por cierto tiempo en el curso del cual puede hacer varias consideraciones de orden moral, económico y social. Es como diría yo, una manera especial de hacer cuentas consigo mismo. Actualmente yo lo estoy haciendo”.

En esa soledad les manifestó a sus hijas que “solo cuando hayan crecido ustedes y tuviesen hijos, puede ser, que se den cuenta de la magnitud de extrañeza y añoranza que puede tener un padre y comprenderán mi situación actual”. Me pregunto cuántos de nosotros que somos padres y madres, no les quisiéramos comunicar a nuestros hijos lo mucho que los amamos y que los extrañamos y añoramos cuando estamos lejos de ellos, cuestión que no comprenderán hasta que ellos vivan la misma experiencia de ser padres.

Hoy comprendo más que nunca estas palabras y cuando mi madre me decía antes de que yo saliera de viaje con toda la familia: “¡Qué tengas buen viaje! No sabes cómo los extraño cuando se van”. Si se quedaban en México mis hijos, o alguno de ellos, me decía: “Diles que me hablen, que yo sepa de ellos y de ustedes, los extraño”. Palabras que en esos momentos me entraban en un oído y me salían por el otro, pero que al leer esta carta me estremezco, porque efectivamente mi madre sintió en algún momento aquello que su padre le dijo que comprendería de él, cuando ella fuera madre y sintiera a su hija y nietos alejados de su ser. Mismo sentimiento que yo siento cuando me voy de viaje y me alejo de mis hijos y mis nietos. ¿Quién de nosotros no se identifica en su naturaleza de padre y madre con estas palabras?

En su soledad obligada y deseada en Estados Unidos, mi abuelo de procedencia rusa y naturalizado mexicano, empezó a valorar los beneficios que le ofrecía este país, sobre todo la amplitud de los cuartos de la casa donde vivía en la Ciudad de México, como un hombre de familia de clase media, en comparación a los pequeños cuartos donde habitaban las familias estadounidenses del mismo estrato social. Les platica a sus hijas que “las condiciones en que yo vivo son imposibles. Esa sociedad que yo aborrezco es imposible de expresar con palabras. Cuando yo pienso en qué cuarto duerme mi cuñada y la hija de su tía o su hijo, yo me doy cuenta que he sido feliz, y no he podido valorar en su justo precio la vida en México”. Lo interesante de esta reflexión es que muestra cómo cuando nos enfrentamos a una situación distinta, es decir, a la otredad o la alteridad, es cuando nos podemos percatar de las diferencias y valorar lo que tenemos en nuestra propia circunstancia.

En ese proceso de diferenciación que mi abuelo estaba viviendo en contacto con su familia política, es decir, su cuñada la hermana de mi abuela y su esposo (que provenían del mismo lugar de Rusia donde él nació, pero que ya estaban interiorizando la cultura estadounidense), lo que más le sorprendió y menos le gustó fue la forma en que los estadounidenses educaban a sus hijos, expresado en las siguientes palabras: “Cuando yo veo de qué manera se ocupan los padres aquí de sus hijos y recuerdo las enseñanzas mías o de su madre, el continuo indicar cómo y cuál debe ser el sentido de la vida, yo pongo en alto las capacidades nuestras como padres. Quisiera que por intuición (véase la palabra) o por convicción hayan ustedes compenetrado del profundo sentir de esa [esta] carta para que se iluminen en el curso de la trayectoria (camino) que tengan que recorrer y que ya están recorriendo. […] Quiero para ustedes una vida mejor, mucho mejor. A estudiar pues, yo no [lo] he podido hacer a su tiempo, aun el Inglés no es a su tiempo”.

Lo que me impactó de este mensaje es la preocupación del padre por su descendencia de “indicar cómo y cuál debe ser el sentido de la vida” y que sus hijas se hayan compenetrado por intuición o convicción de su profundo sentir de la carta. ¿Acaso como padres y madres no quisiéramos compartir estas palabras a nuestros hijos? Me cuestionó: ¿Cuál era para mi abuelo el “sentido de la vida”? ¿Será el mismo que mi madre me quiso transmitir y el que yo quise comunicar a mis hijos? El sentido de la vida para mis hijos y mis nietos ¿será el mismo que mi abuelo concebía en el pasado? ¡Quién sabe!

Por lo que el texto dice después, su sentido de la vida estaba basado en el estudio y la preparación, que veía como un medio para lograr una mejor vida. Lo que sí puedo afirmar es que sus hijas captaron el mensaje, pese a que quedaron huérfanas muy jóvenes. Ambas transmitieron ese valor a toda la familia y yo traté de proyectarlo a mis hijos, pero no estoy segura si ellos tengan fe en esa premisa, como yo la tuve. ¡Ojalá así sea!

(1) La hermana de mi abuela “su cuñada” vivía en Chicago. Mi abuelo se quejó en su carta que su marido y ella no lo dejaban disfrutar de su soledad y de tener la tranquilidad que él requería en esos momentos. ¿cuántas veces nosotros deseamos estar solos y sin querer nuestros allegados no nos lo permiten e invaden inconscientemente nuestro deseo de privacidad?

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