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ALMAVIVA
Título: La habitación blanca
Categoría: Preparatoria
Seudónimo: Azucena Cerúlea
La habitación era blanca como un hueso; solo había dos sillas, un diván con una almohada aplastada y el sonido de mi respiración. Estoy sentada, no quiero que entre la especialista. Cada parte de mi cuerpo se niega a necesitarla. El silencio me protege.
Hace cuatro meses, mis padres fueron asesinados en nuestra casa. Un grupo de hombres armados entró y se fue sin tocar nada más. Su único objetivo era acabar con ellos.
Desde entonces, no he parado de llorar, aun si me duelen los ojos, dejé de comer, dejé la escuela. Vivir se volvió un estado, una rutina conformada por despertar, llorar y volver a dormir. El olor de mi casa ese día se quedó grabado en la memoria, mezcla de sus cuerpos, sus perfumes y el miedo. Cada rincón de aquella casa y de las calles parecía un recordatorio de lo que ya no estaba.
La doctora Blanca abrió la puerta con su bata hasta la rodilla, una pluma de tinta negra y unas hojas que parecían contener la respuesta a todos mis silencios.
—Dulce, cuéntame, ¿qué pasó hace cuatro meses?
—No es tan fácil —dije—. ¿De verdad me llamas “Dulce”? Hace meses que nadie me nombra.
—Lo sé. Empezaremos por cómo te sientes.
La cita duró una hora y se alargó en silencio. Decir lo que sentía era como intentar atrapar humo: las palabras se escapaban entre mis emociones. Ella no insistía con palabras reconfortantes ni con tratos tiernos; sostenía la pluma y miraba mis manos, como si en ellas hubiera un mapa del dolor que me habitaba. Sus ojos eran tranquilos, pero no indiferentes; como si pudieran ver lo que no me atrevía a reconocer.
Poco tiempo después de empezar el acompañamiento psicológico, me mudé con mi tía Rosa. Es una persona de más de sesenta, es buena, pero su casa me parecía una prisión. Los cuartos de su departamento olían a recuerdos que no eran míos. La vida que alguien más había planeado para mí me estaba esperando.
Un día, en plena crisis de dolor y de ansiedad, desesperada, me tomé todo el medicamento que encontré en el baño de mi tía. Sentía fuego en el estómago, y, sin embargo, me repetía: “Aguanta, pronto dejará de doler”.
Me desperté en una sala de hospital supervisada, con guardias de carácter suave, pero reglas firmes. No quería quedarme ni en su casa ni en la camilla: elegir entre vigilancia de mi cuarto o la prisión que me brindaba mi tía Rosa era escoger entre distintos silencios, ambos igual de dolorosos.
No era opcional, mi tía me obligó a continuar con la terapia. Una semana después de haber sido dada de alta, volví al consultorio de Blanca. Al principio pensé que rendirme sería más fácil, no obstante, Blanca me enseñó a nombrar la rabia, la culpa y el miedo, que se instala como frío en la garganta. Le dije una sola vez:
—Voy a acabar con esto de la forma correcta.
Ella no lo celebró; solo trazó una línea en el papel: progreso lento.
Y así, entre citas, ejercicios y noches interminables, la vida me fue devolviendo pequeños permisos: salir sola, abrir la persiana, responder a un mensaje. Cada paso era una victoria diminuta, como si aprendiera a respirar tras ser aplastada por una roca colosal.
Recordaba a mis padres en fragmentos: el olor del café de mi madre, las bromas torpes de mi padre, su risa que parecía llenar toda la casa. Esos recuerdos se mezclaban con el miedo, y Blanca me enseñó a sostenerlos sin que me aplastaran.
Ocho meses después, Blanca me miró con firmeza y dijo:
—Dulce, lo que pensaste que te destruiría, se convierte hoy en tu fuerza. Hoy sabes que puedes atravesar el dolor y el miedo y seguir. La oscuridad que te acompañó deja de gobernarte. Ya has empezado tu vida. Ve y reclama lo que es tuyo.
Salí de esa consulta con la sensación de un cuerpo nuevo: más ligero, no ileso, pero con manos que volvieron a tocar la realidad.
Dos semanas más tarde, esperaba en el correo la respuesta de la Universidad de Psicología Visión. Cuando abrí el sobre y leí “aceptada”, el sobresalto fue puro: felicidad y alivio mezclados. Lloré, sí, pero esta vez de emoción y de un tipo de esperanza que antes no conocía.
Cinco años después, corro un consultorio pequeño. Las paredes no son blancas; hay fotografías, una planta que sobrevivió a mi cuidado irregular y una silla donde me siento frente a una niña que sostiene un silencio parecido al mío.
La miro y veo en sus ojos el mismo temor, la misma torpeza para hablar del dolor.
—¿Cómo te llamas? —pregunto.
—Dulce —responde ella, y en su voz hay el mismo rencor que yo tuve. La miro y por un segundo veo mis manos, mis miedos, mi ventana que no se abría. Comprendo que mi camino no fue olvidar, sino aprender a escuchar lo que no se dice.
La niña me mira como si esperara que yo la salve. Yo, que una vez quise acabar con mi propia historia, le ofrezco una taza de agua y le digo una frase que aún me sorprende:
—No estás sola.
Ella parpadea, y en esa mirada reconozco a la niña que yo fui. Entonces sé qué hacer. Siento que mi vida ya no es solo mía, sino toda una red que puedo tender hacia alguien más, una luz que puedo encender para otros.
“La habitación blanca”, pensé, “solo fue el principio”.
