El “llamado”

Abierta: Cuento
Pseudónimo: Hineni

A diferencia de muchas personas, mi vocación no nació de un “llamado” interior, casi místico, ni de una pasión irrefrenable por dedicar mi vida a ella. Permítame explicarle.

De niña, tuve una fase en la que habría podido asegurar que yo había nacido para convertirme en una celebridad del mundo de la música. Imitaba a Maziel, Angélica María, Rocío Durcal y María Victoria, entre otras cantantes famosas de aquella época. Mis conciertos tenían lugar durante las reuniones familiares, por lo que mis escenarios eran mi casa, las de mis abuelos y tíos; mi vestuario consistía en el pantalón de una pijama de franela, que transformaba en la entallada falda de mi vestido metiendo ambas piernas en una de sus perneras, mientras dejaba la otra colgando a mis espaldas para crear la elegante cola que le daba su glamur.

Como me debía a mi “público”, bastaba con una pequeña muestra de entusiasmo o la solicitud de alguna imitación en particular para que yo tomara un micrófono, o sea, cualquier objeto cilíndrico, y comenzara mi show, que solo “interesaba” a los adultos, pues los otros niños, mis primos, proseguían con sus juegos, sin prestarme la menor atención.

Mi tía Mirl era presidenta, única integrante de mi club de fans y, al parecer, tenía la aspiración de convertirse en mi manager, pues siempre me repetía, con su marcado acento idish: «Cuando seas grande, te voy a llevar a Holivut», palabra que convirtió en mi nombre artístico. Aunque solo ella me llamaba así, el simple sonido de aquellas sílabas me emocionaba. ¡Ah, Hollywood!, el lugar que yo imaginaba como un enorme teatro, donde, acompañada por una gran orquesta, daría mis conciertos ante numerosos públicos que me aplaudirían de pie, lanzándome rosas y exclamaciones de admiración: «¡Bravo, Holivut!», a lo que yo inclinaría suavemente la cabeza y abriría mis brazos con delicadeza en señal de mi entrega y agradecimiento.

No crea que mis sueños vocacionales infantiles se reducían a la farándula, también probé ser maestra. Al principio, mis alumnas fueron unas muñecas, frente a las que colocaba un pequeño pizarrón verde, cuya lustrosa superficie perdió su brillo tras las primeras borradas, lo cual me desilusionó, pero no disminuyó en lo más mínimo la satisfacción que experimentaba al escribir sobre él ni el placer de sentirme “escuchada”. Después, en las reuniones familiares, traté de ejercitar mis dotes pedagógicas con mis primas, pero no eran alumnas tan calladitas ni tan bien portadas como las muñecas y no me dejaban darles clase.

Usted sabe que la edad hace lo suyo. Por un lado, la vida como estrella de Holivut puede ser muy corta; en mi caso, mi desaparición de los escenarios tuvo lugar con la llegada a la familia de talentos frescos y mi entrada en la pubertad: ya no era tan extrovertida ni tenía la misma gracia y simpatía que durante mis años en el estrellato, por lo que decidí retirarme y ceder a las nuevas generaciones los reflectores. En cuanto a mis aspiraciones docentes, estas simplemente se esfumaron como el gis bajo el movimiento del borrador.

En la adolescencia, mis intereses, como se podrá imaginar, ya habían cambiado por completo. Quería estudiar Historia, por lo que, al terminar la preparatoria, presenté mi examen de admisión en la Universidad Iberoamericana. Me sentí muy orgullosa de mí misma al enterarme de que lo había aprobado, pero la alegría me duró poco, pues al decírselo a mi papá, me respondió como muchos otros padres de aquella época: «Una idish meidele[1] no va a la universidad. Si quieres estudiar una carrera, métete al Seminar de la comunidad» y yo, precisamente como buena idish meidele, obedecí.

Cuando nos sentimos obligados a seguir un camino diferente al que queremos, difícilmente podemos disfrutarlo y eso fue lo que me pasó a mí cuando entré al Seminar, donde a la frustración que llevaba cargando junto con mis libros y cuadernos se sumó mi falta de motivación para socializar de manera cercana con mis nuevas compañeras; yo no conocía a la mayoría, pero los maestros sí, pues habían sido sus alumnas en la secundaria o la preparatoria, por lo que mantenían con ellas relaciones de familiaridad, lo cual me hacía sentir excluida. Además, escuchar a mis amigas platicarme sobre sus experiencias en el ancho mundo universitario, me hacía sentir todavía más frustrada. En un círculo y en el otro, me sentía fuera de lugar.

Conforme pasaron los meses, comencé a sentirme en casa, a apreciar a mis compañeras y, en especial, a mis maestros, emigrantes europeos que, en sus países de origen, eran destacados intelectuales, ideólogos, pedagogos y activistas políticos y sociales, quienes, en México, se dedicaron a compartir tanto sus conocimientos en sus disciplinas específicas, como sus experiencias en la Europa y el mundo judío desaparecidos tras la Segunda Guerra Mundial.

Mi horario de clases era por la tarde, de modo que, en las mañanas, empecé a trabajar en el kínder de la Yavne, mi alma máter, como asistente de la lererque[2] de preprimaria, se llamaba Blume. Aprendí mucho de ella, sobre todo, porque me orientaba y me involucraba en todas las tareas y actividades… Créame que cuando digo “todas”, no estoy exagerando.

Imagínese, un día, los niños estaban muy entretenidos escuchándola narrar un cuento y mirándola actuarlo, cuando vi que una pequeñita pujaba. Me acerqué para llevarla al baño, pero, como no quería perderse el resto de la historia, tajante me dijo:

—No tengo ganas de ir.

Por supuesto, la niña no logró aguantarse y, para el final de la narración, ya se había hecho popo.

La lererque, sin dudarlo, inmediatamente me mandó a limpiarla y cambiarla.

Confundida y, la verdad, hasta cierto punto indignada, pensé: «¿Por qué tengo que hacerlo yo? Yo estoy estudiando para ser maestra, ¿qué “eso” no le toca a la niñera?».

Yo tenía apenas 19 años, aún era muy ingenua y en ningún momento me había pasado por la cabeza que, si bien no era parte de las funciones “formales” de mi puesto ni en el Seminar tuviera la materia de Manejo de accidentes fisiológicos infantiles, a veces, también me tocaría hacer el “trabajo sucio”.

Aunque un tanto molesta, obedecí, pero resulta que la nenita no tenía muda de ropa, por lo que la vestí con un disfraz de bailarina persa que encontré en un clóset.

Usted me preguntó cómo inició mi trayectoria en la docencia, ahora ya sabe que comenzó así: limpiando caca.

No lo sabía, pero aquel encuentro con la pequeña bailarina era el principio de una expedición que me llevó a adentrarme en los diferentes hábitats que forman parte del ecosistema escolar; claro, en ese momento, no podía imaginármelo, pues en el Seminar tampoco me impartían la materia de Instrucción a la expedición y convertirme en exploradora no estaba incluido en la descripción de mi carrera.

Poco a poco, fui descubriendo que, cada ciclo escolar, el salón de clases volvía a presentarse a mis ojos como un terreno desconocido, por lo que debía internarme en él como una exploradora frente a un nuevo paraje con sus propias condiciones ambientales, escenas cotidianas y eventos extraordinarios, los cuales, igual que el incidente con la pequeña bailarina, no dejaban de asombrarme.

A las herramientas que ya cargaba en mi mochila, fui sumando otros instrumentos para, año tras año, reanudar mi expedición y reiniciar la aventura de enseñar y aprender a conocer tanto el ambiente natural de cada grupo y sus dinámicas, como a identificar los cambios climáticos, a fin de tratar de evitar las tormentas y sacar ventaja de las condiciones favorables para motivar a cada alumno a seguir escalando hacia su propia cima.

Durante las etapas en que di clases en kínder y en primaria, también descubrí que, gracias a los apoyos didácticos del canto y la actuación, la Holivut de la tía Mirl había retornado del retiro: las aulas eran mis escenarios y los alumnos, el público que, a pesar de no aplaudirme, lanzarme flores ni ovacionarme de pie, me llenaba de la inspiración para continuar diariamente con las presentaciones de mi gira, aunque nunca faltaban los pequeños críticos que no siempre me daban buenas reseñas de mis interpretaciones musicales.

No crea que la satisfacción, el disfrute y el crecimiento que encontré en la docencia me hicieron abandonar mi sueño universitario, de ninguna manera. A los 34 años, decidí cumplirlo. Para entonces, hacía tiempo que mi expedición por las paraderas tapizadas de tiernas flores había terminado y, ahora, exploraba los profundos y escarpados cañones ubicados en los salones de secundaria y prepa; además, ya tenía marido y tres hijos a quienes atender. No se lo comento para impresionarle, sino para explicarle por qué, durante los cuatro años de la carrera —Publicidad, por cierto—, me quedaba dormida en el carro, mientras esperaba a que mis hijos salieran de sus actividades extraescolares y en el bingo de Januká en el que usted me vio cabecear y saltar cada vez que alguien gritaba: «¡Bingo!».

Feliz y exhausta, recibí mi tan deseado título e, incluso, trabajé en dos campañas publicitarias, pero la mayor recompensa a todos mis esfuerzos fue, por fin, darme cuenta de que mi única y verdadera vocación era ser maestra… Tal vez, las muñecas trataron de decírmelo, pero como eran tan calladitas..

En fin, después de poco más de cuatro décadas, me retiré y, a la distancia, puedo observar nítidamente la forma en que mis experiencias, con alumnos, padres y compañeros, nutrieron esa vocación que yo me resistía a aceptar; vivencias de todos colores, sabores y texturas, cada una, un recuadro de la amplia manta que me abrigó durante la larga y gratificante expedición que emprendí haciéndole caso al “llamado”…, al llamado de la voz de mi papá…

Así es, tiene usted razón, la brújula de mi papá era más precisa que la mía.

[1]. Idish meidele. Idish (Id.), niña judía.

[2]. Lererque. Id. Maestra.