El reloj de tristeza

Título: El reloj de tristeza
Categoría: Preparatoria
Género: Cuento
Seudónimo: Le coeur du conte          

 Nací el jueves 6 de marzo del 2002. Era un día nublado y apagado. Desde ese primer momento se fabricó mi reloj, sin duda no era un reloj numérico de los que indican la hora. Ese reloj era diferente, tenía forma de reloj de arena y era inquebrantable, pero permanecía vacío, como si esperara por un secreto que aún no conocía.

-¡Feliz cumpleaños, querida hija! -exclamó mamá. Soplé las velas del pastel. Mamá me tomó de la mano y me llevó a mi cuarto, cerró la puerta cuidadosamente y de un momento a otro su cara de emoción se tornó en una cara afligida que parecía como si tuviera pena por mí por lo que estaba apunto de decir y me preguntó:

-¿Hija recuerdas que siempre me hacías preguntas acerca del reloj que se encuentra vacío en tu mesa de noche?, pues hoy ha llegado el día de hablar de él. Ese reloj no es un reloj común que cuenta el tiempo, sino que mide la tristeza, cada persona tiene su propio reloj de tristeza, unas personas lo inauguran desde pequeños y otros cuando son más mayores. No creí que fuera necesario hablar de tu reloj porque tuviste una infancia muy feliz, por lo que está completamente vacío y no se ha inaugurado, pero hoy, es tu doceavo cumpleaños ya te estas convirtiendo ya en una señorita, empiezas a ver la vida de forma diferente y te encuentras con experiencias que nunca antes habías experimentado, por eso consideré que es importante hablar de él. El reloj de la tristeza se llena con cada penuria profunda, una vez que una gota entra no hay vuelta atrás, nunca se va. Y si alguna vez se rebasa el límite, bueno… hija, hay quienes dicen que nadie vuelve de ahí.

Al entrar a la preparatoria yo tenía 15 años, y mi reloj de tristeza afortunadamente seguía vacío. No fue hasta ese día que mi madre envuelta en llanto me dijo que mi bisabuela había fallecido. Al oír a mi madre pronunciar esas palabras, sentí como  mi corazón se detuvo por unos segundos y el dolor me recorrió hasta llegar a mis entrañas. Se escuchó un “plump”,  de la primera gota entrando en contacto con el cristal del reloj, y se llenó durante esos proximos dias hasta llegar a los cien mililitros. Ese día algo murió dentro de mí.

            Un par de días después entré a la preparatoria, en donde no conocía a nadie, el ambiente se sentía poco acogedor. Una niña de pelo castaño y ojos marrones con una sonrisa cálida se acercó a mí y se presentó, su nombre era Brianna, se ofreció a acompañarme a mis clases y más tarde en el descanso me invitó a almorzar con ella y sus tres amigos: Gustavo un niño encantador y simpático; Valentina, una niña introvertida; y Ricardo que parecía ser muy amigable. Al cabo de un par de semanas Brianna, Valentina, Ricardo y Gustavo se habían convertido en mis mejores amigos, pasamos todas las tardes juntos en una pequeña casita de madera ubicada en medio del bosque, nos sentamos solos los cinco a platicar y a reir de las tonterías que Gustavo decía. Un dia mientras almorzabamos en la casita, Brianna derramó sin querer su jugo de naranja en la libreta de dibujos de Gustavo, cualquiera hubiera reclamado, sin embargo Gustavo solo se rió, tomó su libreta, la olió y nos dijo:

-No te preocupes, ahora mis dibujos huelen a jugo de naranja, eso es arte moderno -todos nos soltamos a reír. 

Ir a la casita de madera ya se había convertido en parte de nuestra rutina diaria, incluso cuando llovía, siempre nos dirigimos hacía allá. Recuerdo que un día llovió por un tiempo prolongado, y cuando llegamos al bosque, estaba tan inundado y lodoso que no había forma de pasar. Estábamos decepcionados de que no logramos llegar a nuestro escondite, pero Gustavo no dejó que eso nos arruinara el día, sin pensarlo se lanzó directo a un charco diciendo:

-Perfecto jacuzzi, natural y gratis.

 Todos terminamos llenos de lodo, pero también llorando de la risa y sobre todo nos llevamos una experiencia que sabíamos que sería inolvidable.

Continuamos reuniéndonos allí por varios meses, hasta que un día Valentina y Ricardo nerviosos nos confesaron que ya no vendrían más, porque les parecía ya muy “ñoño” que a los quince años hiciéramos esas cosas de ir a una casita de madera a platicar y que preferirían hacer cosas “más maduras”. Así fue, nunca regresaron. De hecho nadie regresó, ni siquiera Gustavo o Brianna. Pero la casita ya era mi lugar feliz, a pesar del frío y la soledad por la falta de presencia, a mí me gustaba ir sola a meditar.

En una ocasión, escuché cómo la puerta de la casita se abría, no le presté mucha atención porque supuse que era el viento, pero al mirar un poco más cerca pude percibir la sombra de un hombre que se acercaba poco a poco, me sentí atemorizada porque me encontraba yo sóla en medio del bosque. Entonces tomé como arma una lámpara situada al lado mío, el hombre llevaba una mochila que parecía bastante pesada, entró a la casita sin ningún tipo de autorización azotando la puerta y empecé a sentir que mi corazón latía miles de veces por segundo, el hombre se destapó la capucha y volteó a verme a los ojos, en ese momento sentí un alivio inmediato al reconocer que no era un desconocido, era Gustavo. Como usualmente solía hacerlo me dedicó una sonrisa genuina pero que a la vez parecía cansada y se disculpó por haberme asustado. Hablamos por un par de horas y le conté que siempre iba a meditar a este lugar. Él me respondió que él también había recurrido últimamente a la casita a dibujar, porque le brindaba paz.

Le pregunté acerca de sus dibujos, y si me podía mostrar alguno, con gran extrañeza se negó y desvió su mirada como si estuviera escondiendo algo, no obstante, se ofreció a retratarme y yo acepté. El comenzó a sacar de su mochila su juego de lápices de dibujo para retratarme, pero noté que dentro de su mochila había algo más, un reloj, un reloj de tristeza, exactamente igual al mio, solo que el agua de su reloj rebosaba al límite, parecía que en cualquier momento iba a desbordarse. Sentí cómo se me cortó la respiración y fui incapaz de apartar la vista del reloj, cuando Gustavo se percató que lo veía no huyo ni intentó esconderlo, se quedó callado y se generó un silencio doloroso. Unos segundos después me atreví a decirle:

-Me asusta el agua de tu reloj, siempre pensé que eras el sol del grupo, eres la persona que siempre le sonríe a la vida sin importar las circunstancias, pero ahora entiendo que hasta el mismo sol esconde sus tormentas. Gustavo levantó la mirada con una sonrisa rota y murmuró: mi reloj se llenó demasiado pronto con cosas que preferiría que jamás hubieran pasado. Cada gota es una herida que nadie ve, unas son de cuando era niño y otras más recientes. Nunca quise que nadie lo supiera, creí que si hacía reír a los demás, tal vez olvidaría la oscuridad que anida en mi interior. No sé cómo vaciar tu reloj de la tristeza, pero si te puedo prometer que yo voy a estar a tu lado para que nunca se desborde. Al llegar a casa esa noche, cerré la puerta de mi cuarto y me senté a contemplar por unos momentos mi reloj de tristeza, que se encontraba casi vacío, pero algo había cambiado dentro de mí ese día.

Con el paso de los meses, Gustavo y yo nos unimos cada vez más y la casita se había convertido en nuestro refugio, no solo para reír, si no también para hablar sobre las cosas que nos dolían. Nuestra conexión se volvió tan fuerte que incluso podíamos descifrar mutuamente nuestros pensamientos con una sola mirada. Una tarde mientras miraba la puesta del sol Gustavo y yo nos sentamos frente a frente con su reloj de la tristeza que aún parecía a punto de desbordarse, Gustavo me miró con una cara de vulnerabilidad y ternura, fue una mirada que sin palabras   decía “confío en ti”. Logré contemplar cómo la luz dorada del sol iluminaba los ojos de Gustavo. No dije nada, solo me acerqué y lo envolví en un abrazo cálido y sincero, de esos que no prometen un final perfecto, pero si una compañía verdadera. En ese instante se escuchó un burbujeo, el agua de su reloj comenzó a evaporarse, no se desvaneció por completo, pero algo cambió, se sintió como el dolor por fin dejaba tomar un respiro. Permanecimos allí, en silencio viendo como el agua que estaba siendo evaporada se elevaba al cielo y se combinaba con los rayos del sol, el esplendor era mágico. La sonrisa de Gustavo volvió a iluminar el lugar, pero su sonrisa fue diferente, honesta y profunda. Ahí fue cuando entendí que, a veces la amistad verdadera no borra las tristezas, pero abre un camino nuevo de esperanza.