El saco de Áurea

TÍTULO: El saco de Áurea
CATEGORÍA: Preparatoria
GÉNERO: Cuento
SEUDÓNIMO: M. C. Noir

La seda nace suave, impecable. Un hilo tras otro. Pasa por un proceso donde se entrelazan hasta formar un saco elegante: brillo el primer día, ojos que lo admiran, pero con el tiempo aparecen arrugas, manchas, desgaste.

Un saco de seda, por más fino que parezca, está destinado a perder su perfección, y Maurice Weiss, al mirarse en el espejo cada mañana, ya no sabía si veía más arrugas en su saco azul o en su propio rostro. Siempre al subir por el elevador hasta el piso 45 notaba cada detalle. El ascensor de mármol blanco, botones negros y una luz blanca intensa, el espejo reluciente, se veía a detalle como un sastre exigente.

Mientras el ascensor parecía joven, el edificio que mantenía a Cassé, marca de ropa que le pertenecía a Maurice, se veía viejo con grietas, polvo y un hoyo en el techo. Era como un saco remendado demasiadas veces; se sostenía, pero un hilo salido amenazaba con deshacerse. El señor Weiss desde el último piso veía Central Park, esa alfombra verde que le recordaba lo viejo que lucía Cassé.

Los defectos de su empresa le causaban enojo lo cual aquella mañana provocó que golpeara el escritorio hasta derramar café sobre su saco. La mancha le pareció sentencia, un pequeño error que logró arruinar toda la prenda. Bajó furioso a la tintorería del tercer piso.

—Señor Weiss, nunca creí verlo por aquí —dijo la gerente con una sonrisa que lució extraña desde el elevador

—Mi saco se manchó y esta noche ceno con mis hijas —respondió él, mordiéndose el labio.

—Lo siento señor, tendrá que esperar hasta mañana —replicó ella. Maurice gruñó y se marchó. El hilo de su paciencia se iba deshilachando.

Cassé había sido en los setentas seda en vitrinas: ministros, artistas, celebridades. Ahora era ropa asociada a gente de la tercera edad. Sucursales cerradas, ventas que apenas alcanzaban para pagar sueldos. No había dinero para arreglos ni lujos.

Esa noche fue viernes. Maurice cenó con sus dos hijas y media docena de nietos. Entre risas y platos, la mayor le soltó la verdad con calma:

—Papá, deberías retirarte. Ya trabajaste suficiente.

La menor añadió, suave:

—Con lo que tienes podrías descansar… irte a un buen lugar donde te cuiden. Un asilo de lujo si quisieras.

Maurice dejó el tenedor. Por dentro se sintió como una tela vieja a punto de rasgarse. Aquella noche no durmió. Dio vueltas, y en la madrugada alguien tocó la puerta. Era la 1:09. Sobre el escalón de la entrada había una larga caja sin remitente. Dentro estaba su saco, casi como nuevo, y una nota: “Las personas son como sacos, se desgastan. ¿Y si pudieran pasar por una tintorería y rejuvenecer?” La pregunta lo inquietó hasta el hueso.

El sábado, repitió la rutina: espejo del elevador, piso 35, revisar diseños que le parecían todos iguales. Pero esta vez notó un lector de tarjetas bajo los botones. No existía antes. El elevador se detuvo un piso antes y entró la gerente de la tintorería.

—Usted me entregó mi saco anoche —dijo él, con los ojos abiertos como botones.

—Un día antes de lo habitual. Usted es especial —respondió ella con una sonrisa aún más extraña—.  Sígame, tengo que mostrarle algo.

Ella metió una tarjeta, los botones se volvieron rojos y presionó Lobby. A mitad del descenso, las luces se apagaron. Cuando volvieron, Maurice estaba en el suelo de mármol. Se miró en el espejo: su versión era más joven: lunares desaparecidos, piel tersa, espalda desencorvada y un saco recién planchado. La gerente, ahora joven y distinta, lo llamó por su nombre. El viejo lobby, antes vacío, se abrió majestuoso: público joven, tiendas brillantes. Maurice entró en pánico, quiso huir.

Esa noche, de regreso en su oficina real, recogió la nota de la tintorería que había caído de su saco, servía como tarjeta para el lector. Dudó, la usó otra vez y volvió a aquel mundo extraño. Allí todo era lo que Cassé dejó de ser: prendas bordadas con hilos de luz, telas que parecían espuma. Sus tobillos no tronaron, su cuerpo entero parecía haber sido planchado, dientes blancos, cabello con pigmento nuevo, saco impecable. Y el nombre de la marca afuera ya no decía Cassé, ahora era: Áurea. El edificio lucía renovado. El señor Weiss conversó con dos jóvenes clientes, Bob y Billy. Al comprarle un par de sacos Áurea le preguntaron por su nombre, pensó en algo moderno: Maury, Maury Weiss les respondió y aceptó una invitación al bar. Jugó billar y rió como no lo hacía desde hacía años. Fue la primera vez en décadas que se sintió realmente vivo.

Cada visita tenía reglas: 24 horas, cada seis días. Margarita, la gerente de tintorería, se lo explicó la mañana que la encontró de nuevo en el elevador:

—El mundo Áurea aparece cada seis días. Podrás estar dentro 24 horas; respeta el balance o sufrirás las consecuencias.

En una madrugada, tras una larga noche con Bob y Billy, Maury abrió su espejo de bolsillo y vio en un parpadeo su rostro viejo filtrándose como una puntada torcida. El reloj marcó las cuatro. Tuvo prisa por irse, pero en el trayecto notó que de su dedo índice izquierdo salían tres hilos de seda, fina y roja. No dolía, pero era extraño, no le hizo mucho caso y continuó con su camino. Margarita, sin embargo, no lo tomó a broma cuando lo tocó en el Lobby:

—Hasta el más mínimo hilo puede arruinar la prenda completa —le dijo—. No se pase de sus 24 horas y no volverá a haber otro inconveniente.

Cada infracción empeoró la perfección del mundo perfecto: la piel de Maury comenzaba a hacerse de seda, pero no de la bonita, sino de la desgastada, opaca, como la de un saco olvidado. Primero un dedo, luego un trozo de pierna; pequeñas piezas de su versión joven se convertían en algo imperfecto. Para ocultarlo, usó guantes blancos.

Volvió a ser viernes. Para su familia las palabras que había soltado en la cena le habían abierto una grieta: discutió con su hija menor cuando ella le mostró un folleto de un asilo, y se alejó de ambas. Cassé sufrió: su poca atención a la empresa resaltó y las ventas empeoraron. Solo Áurea lo alimentaba. El éxito llegó: Áurea fue nominada al Fashion Awards. Maury se emocionó, planeó una fiesta y compartió el logro por toda la ciudad. Se olvidó del límite. En la euforia, su pie izquierdo, ya de seda opaca, le recordó la hora. Llegó al ascensor justo a tiempo. ¡Casi! Se le fueron unos minutos. Margarita lo felicitó, pero su voz tenía filo:

—Si sigues sin respetar el balance, tu tiempo se reduce —le dijo—. ¡Doce horas!

Maurice golpeaba su reflejo en el ascensor con furia cada vez que la grieta del espejo se mostraba más grande. Al pasar los seis días, la tarjeta no apareció en su bolsillo y desesperado fue a buscar a Margarita. La encontró en la tintorería. Ella no quería darle su tarjeta para que no regresara al mundo perfecto. Pelearon por el bolso, en un arrebato agarró un cuchillo de costura y la hirió terriblemente. La escena fue grave: sangre, un silencio que no esperaba, un toque de color a aquel ascensor en blanco y negro. Tomó la tarjeta y huyó al salón de fiestas. No se detuvo a pensar en las consecuencias. Nunca había cometido algo así. Áurea lo estaba cambiando.

Con la tarjeta, regresó a Áurea y arregló los últimos detalles para la ceremonia: invitados VIP, empleados impecables, mesas blancas y música clásica. Bob y Billy llegaron radiantes. Durante la cena, Maury quiso presentarse a su público. Al ponerse de pie, su brazo izquierdo se desprendió con un ruido de tela al desgarrarse; en el suelo quedó un pequeño montón de seda roja. Trató de ocultarlo, siguió hablando, pero la tela no perdona: el ojo derecho se deshizo en miles de hebras, su columna se convirtió en hilos que no lo sostenían. El salón percibió un olor a saco viejo; los invitados comenzaron a gritar.

La gente del mundo perfecto no tolera la imperfección. Arrojaron sillas, cubiertos, platos. Maury, desmadejado, se arrastró hacia el ascensor con lo último que le quedaba de piel. La multitud huyó. La seda fue devorando lo que quedaba de su cuerpo hasta que, en el último acto, lo único entero que quedó fue el saco de seda que siempre había querido mantener impecable.Cuando el ascensor cerró, dejó dentro los últimos hilos de Maury. En la caja de su oficina real, sobre el escritorio de Maurice, reposa ahora solo un saco rojo limpio: impecable, brillante, como si nada hubiera sucedido. Y en el espejo del elevador, una nota: “Todo lo que se plancha, tarde o temprano vuelve a arrugarse.”