El último movimiento

Título: El último movimiento
Categoría: Secundaria
Seudónimo: Faida

Dicen que algunos crímenes nunca se resuelven porque no están hechos para ser resueltos. Son como un eco que se repite una y otra vez, cambiando de escenario, de víctimas, incluso de verdugos, pero conservando siempre la misma esencia. El tablero está dispuesto, las piezas se colocan y el juego comienza. Lo que pocos saben es que, a veces, uno ya está dentro de la partida antes de darse cuenta. Eso fue lo que le ocurrió a Julián Ortega, un joven detective que creyó enfrentar un caso más de homicidios en serie, pero que terminó convertido en el objetivo final de un plan escrito mucho antes de que él siquiera vistiera un uniforme.

Todo comenzó una mañana de junio de 1994, cuando bajo la puerta de su despacho apareció un sobre. No tenía remitente, ni sello, ni indicio de procedencia. El papel estaba amarillento, áspero, como si alguien lo hubiera guardado durante años en un cajón húmedo. Julián lo recogió con cuidado y lo abrió. Dentro había una hoja doblada con una caligrafía temblorosa, como la de un niño que escribe con miedo. El mensaje era breve y directo: el político Héctor Ledesma morirá mañana a las diez de la noche. Clara Álvarez. El nombre lo heló. Clara Álvarez era la niña que había sido su amiga en el orfanato de San Bartolomé veinte años atrás. Julián cerró los ojos y de inmediato fue transportado a un recuerdo vívido: un patio lleno de risas, el olor a pan recién horneado que traían las monjas y el calor del sol sobre los muros de ladrillo. Clara le mostraba con orgullo un dibujo que había hecho, mientras Julián le prometía: “No importa lo que pase, Clara… algún día te protegeré. Nunca dejaré que te pase nada malo”. El corazón de Julián se apretó al recordar la inocencia, la alegría de aquellos días antes del incendio que los separó a ambos y cambió sus vidas para siempre.

Durante toda la noche, Julián revisó las noticias, las agendas del político y cualquier detalle que pudiera salvarlo, pero nada logró cambiar el destino. A las diez en punto, Ledesma cayó en las escaleras del teatro, con un disparo en la frente exactamente donde la carta lo había indicado. Julián apenas pudo contener un grito de incredulidad. La carta había acertado. Esa misma noche, su teléfono fijo sonó. Julián lo atendió con el corazón latiendo a mil. La voz que escuchó era distorsionada, metálica, y no parecía pertenecer a nadie vivo. No hubo presentación ni advertencia, solo una frase que se arrastraba con calma desde otra dimensión: la sangre correrá en las escaleras del teatro. Minutos después, la policía confirmó la muerte de Ledesma. La voz había predicho todo con exactitud aterradora.

Al día siguiente, sobre su escritorio apareció algo aún más inquietante: una pieza de ajedrez, un peón negro. Sobre ella, un trozo de papel decía, con la misma caligrafía de la carta, Primer movimiento. Julián sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Alguien no solo sabía lo que iba a ocurrir, sino que disfrutaba jugar con él como si fuera parte de un tablero invisible.

Ese mismo día llegó Vanessa Mena. Tenía veintiocho años, cabello oscuro recogido en una coleta, y unos ojos grises que parecían leerlo todo sin esfuerzo. Su andar seguro, su voz tranquila y su mirada penetrante daban la sensación de que todo estaba bajo control. Julián no podía negar que sentirse acompañado le daba un respiro, pero había algo en ella, una sombra en la sonrisa, que le provocaba un cosquilleo de desconfianza. Vanessa se ofreció a colaborar en el caso, estudiando las cartas y los informes con meticulosidad.

Dos días después llegó la segunda carta. Anunciaba la muerte del padre Esteban, un sacerdote vinculado al orfanato. Cuando Julián y Vanessa lo encontraron en el confesionario, ya estaba muerto, con la garganta cortada y una pieza de ajedrez colocada junto a su cuerpo. Esta vez era un alfil. Julián comenzó a sentir que todo respondía a un patrón, que alguien estaba moviendo cada pieza con precisión. Esa noche, revisando un cajón de su despacho, encontró un diario negro, encuadernado en cuero y gastado por los años, estaba lleno de nombres y fechas futuras, cada uno acompañado por un dibujo de una pieza de ajedrez. Algunos ya estaban tachados con tinta roja: Héctor Ledesma, padre Esteban. Otros aún esperaban su turno. La siguiente víctima era Elisa Muñoz, vinculada también al antiguo orfanato. Cuando murió, Julián no pudo evitar sentir un vacío creciente. El tablero parecía completo y él solo era otra pieza en la partida. Pronto llegaron más cartas y llamadas. Una carta anunciaba la muerte de la directora del orfanato, otra de un abogado que había trabajado en casos de negligencia infantil. Cada carta venía con una pieza de ajedrez diferente, indicando el orden de los movimientos. Cada llamada a medianoche describía con detalles escalofriantes cómo y dónde se produciría la próxima muerte. Julián sentía que estaba atrapado en un laberinto sin salida, que cada calle, cada edificio, era parte de un tablero inmenso que Clara controlaba desde algún lugar desconocido. Vanessa hojeó el diario con aparente asombro. Parece un registro de muertes, dijo. Alguien está jugando con nosotros, Ortega. Julián asintió, pero no podía quitarse la sensación de que ella sabía más de lo que mostraba. Los días se convirtieron en un ciclo de cartas, llamadas y piezas que aparecían en lugares imposibles, siempre con la misma exactitud. Cada intento de salvar a una víctima terminaba en fracaso. La tensión le pesaba en los hombros, y las noches sin dormir comenzaron a dejar huellas en su rostro. Julián comenzó a revisar cada carta y cada pieza, anotando patrones en un cuaderno aparte, intentando descubrir alguna conexión entre las víctimas, el diario y la ubicación de los crímenes. Visitaba las calles de la ciudad con la sensación de que alguien lo observaba, que cada sombra podía esconder un asesino. La ciudad se convirtió en un tablero gigante, cada calle un movimiento posible, y cada esquina una trampa.

Las noches eran más difíciles que los días. Caminaba solo por callejones vacíos, revisaba parques, plazas y edificios abandonados. Cada farol podía esconder una amenaza, cada puerta cerrada era un misterio. Los recuerdos del incendio del orfanato lo atormentaban: el olor a humo, los gritos que todavía escuchaba en su mente y el sonido del fuego devorando todo. Cada crimen que leía en el diario lo acercaba a ese mismo horror, pero ahora era él quien estaba en peligro. Hasta que llegó la página más dolorosa. En la penúltima hoja del diario, escrita con la misma caligrafía temblorosa, leyó el nombre de su hermana menor: Reina – Lucía Ortega – 24/06. Julián corrió hacia su apartamento, pero era demasiado tarde. Lucía estaba muerta, con la reina blanca apretada entre los dedos. El corazón de Julián se rompió en mil pedazos. Solo quedaba una página sin tachar, su propia página: Rey – Julián Ortega – 26/06. La llamada llegó puntual, como siempre, a medianoche. El próximo eres tú. La partida termina donde empezó: en el fuego.

Julián sabía adónde debía ir. Condujo hasta el orfanato en ruinas, con Vanessa a su lado. El aire olía a ceniza y madera quemada, a fantasmas de un pasado que parecía seguir vivo. Con la linterna iluminó las paredes agrietadas hasta que vio un pupitre calcinado, y sobre él, el diario abierto en la última página. Allí estaba su nombre. Se giró hacia Vanessa buscando respuestas, pero la expresión en su rostro había cambiado. Su voz era grave, íntima, cargada de rencor. ¿Todavía no lo entiendes, Julián? Yo soy Clara Álvarez.

El aire se volvió pesado. La niña que había muerto en aquel incendio estaba viva, y había estado a su lado todo el tiempo. Julián parpadeó, incrédulo, mientras las palabras se asentaban en su mente. De repente, todo se desvaneció a su alrededor y fue transportado a un recuerdo vívido: él y Clara jugando en el patio del orfanato, compartiendo sonrisas, promesas y secretos. Julián le había dicho: “Clara, te prometo que te protegeré, siempre… pase lo que pase”. La claridad del recuerdo se mezclaba con el dolor del presente: esa promesa que nunca había podido cumplir.

Julián volvió al presente, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Por qué yo? preguntó con voz temblorosa, buscando comprender lo incomprensible. Clara caminó lentamente hacia él, sosteniendo la pieza de ajedrez negra. Cada movimiento suyo era calculado, como si marcara el ritmo de un reloj que solo ella podía oír. Porque tú, Julián, dijiste que ibas a protegerme, pero nunca lo hiciste. Nunca buscaste entre las llamas, nunca miraste entre los escombros. Creí que había alguien que cuidaría de mí, y esperaba encontrar justicia en ti, en alguien como tú. Pero cuando crecí, entendí que nadie vendría a salvarme. Nadie. Entonces aprendí a jugar sola, a mover cada pieza, a controlar cada tablero. Y tú eras la pieza final que debía caer. Julián tragó saliva, sintiendo el peso de cada palabra. Cada caso que había investigado, cada carta, cada pieza, todo cobraba sentido. No era un juego al azar. Era su mundo, su tablero, y él había estado dentro desde el principio.

Clara alzó la pieza, mirándolo directamente a los ojos. La partida termina contigo. La linterna cayó de las manos de Julián y se apagó. El diario se cerró de golpe con el viento que soplaba entre las ruinas. El silencio fue absoluto. Solo quedó el sonido de un último movimiento que nadie más escuchó.

Cuando la mañana llegó, Julián Ortega había desaparecido. Nadie lo encontró. Solo se rumoraba que una mujer de ojos grises salió del lugar con un diario negro bajo el brazo, caminando con calma entre las ruinas del orfanato. Vanessa Mena nunca regresó a la comisaría. Su vida continuó con nuevas identidades, nuevos lugares, siempre con un tablero invisible frente a ella, preparada para la siguiente partida.

Semanas después, en un despacho lejano, un joven detective encontró sobre su escritorio un sobre amarillento con una sola frase escrita a mano: Primer movimiento. Dentro había una pieza de ajedrez negra. El corazón del joven se aceleró al leer la nota: estaba invitado a entrar en un juego que no podía comprender del todo, igual que Julián años atrás. La sensación de que alguien lo observaba era palpable: Clara, disfrazada nuevamente como Vanessa, caminaba por calles desconocidas, con la misma calma glacial que la había caracterizado durante todos esos años. En cafés, bibliotecas y hoteles dejaba pequeñas pistas: un sobre olvidado con un nombre, un mensaje críptico sobre el próximo movimiento, una pieza de ajedrez colocada con cuidado sobre un escritorio. Cada detalle era un recordatorio de que la partida nunca termina, que siempre hay un tablero esperando ser completado.

Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad, los familiares de las víctimas sentían que el pasado nunca desaparece, que los fantasmas del orfanato aún caminaban entre ellos. Los periódicos hablaban de desapariciones misteriosas, de crímenes que parecían inspirados por un juego macabro. Nadie sabía quién era la mente detrás de todo, pero la sensación de que alguien estaba moviendo las piezas desde las sombras llenaba de inquietud cada rincón.

Clara se detuvo frente a un edificio en construcción, observando cómo el sol iluminaba las vigas de acero y el concreto recién vertido. Cada construcción, cada calle, cada persona era un tablero potencial. Sus ojos grises brillaron con determinación. Una sonrisa ligera se dibujó en sus labios. La partida había terminado con Julián, sí, pero el juego continuaba. La ciudad era su tablero, y nadie podría detenerla mientras moviera sus piezas con la precisión que solo ella conocía.

Y así, entre sombras y secretos, Vanessa Mena dejó de existir para siempre. Solo Clara Álvarez permanecía, con el fuego del pasado ardiendo dentro de ella, lista para el siguiente movimiento, siempre un paso adelante de todos los que creían poder atraparla.

La ciudad dormía, ajena a la amenaza invisible que recorría sus calles. Cada puerta cerrada, cada ventana iluminada, cada farol era una posibilidad, un movimiento en el tablero que Clara controlaba. Y en algún despacho, alguien más estaba por recibir su primera carta, con un peón negro y una frase que helaría la sangre: Primer movimiento. La partida continuaba, implacable, infinita y solo Clara sabía cómo terminarla.