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Inercia/Soleá
Título: Inercia/Soleá
Categoría: Preparatoria Cuento
Seudónimo: Tiferet
La niña baila soleá, cambia el tempo y mete un paseíllo de por medio. Florea sin dedos, solo sigue el movimiento instintivo de la mano. La vuelta quebrada no se inclina como a tus diecisiete. Al girar, sigue al reloj en la pared con la mirada, pero se siente entre olas al terminar en el mismo lugar. Los tobillos le rascan al sentir la falda rozar su piel, mas no de forma incómoda, sino como un cosquilleo; una energía, que solo puede indicarle la inspiración que da el viento al girar.
Estrella Morente marca palmas, mientras el fondo trata del mismo espejo de agua en el que te estás mirando. Del otro lado no están los zarzales, no, estás tú. Una flor en la cabeza y un compás por bulerías. Después de tantos años en el mismo arte, es difícil no voltear hacia atrás. Ver cómo y cuánto has progresado. Pero percibes tu mirada actual como perdida. Se hace borrosa, pierde su nitidez. Te estremeces, y al hacerlo, recuperas el enfoque y apartas la mirada a otro lado para no hundirte en tus propios ojos. Sabes que esta es tu última clase, cada pasé, cada pirouette te recuerdan a tiempos mejores. Cuando las carretillas eran más lentas, y las clases se pasaban más rápido.
Rememoras que los buenos tiempos no sucedieron en tu infancia, sino a tus catorce, quince años. Aunque ahora, en el ocaso de tu adolescencia, todo te provoca un dejo de nostalgia. Como en un trance, entre una sensación de pérdida por lo que se va, pero esperando lo que sigue. Con esa sensación de inminencia dormida. Sabes que lo que viene es inevitable, pero se toma su tiempo en llegar. Así que solo queda esperar. Y mientras esperas, el dolor se apodera de ti y todo se tiñe color melancolía.
Las únicas veces que te ves sonreír a tus diecisiete es a través del espejo del salón de flamenco. Y es una sonrisa genuina, no es parte del vestuario, tal falda polka o tacones, no, tú no sonríes al bailar. En el flamenco existen dos tipos de bailaoras, las que sonríen por el mero amor al arte, y las que sufren a partir del desahogo que buscan en el mismo. Tú, por otro lado, nunca has sonreído en un baile, ni siquiera estás segura de saber hacerlo. En el momento en el que te aproximas al escenario, tu semblante cambia para reflejar un estado de desasosiego que solo una bailaora puede expresar. Aquel dolor en el alma que te obliga a bailar desesperadamente, a tomar medidas extremas, a requerir una danza furiosa.
Así que cuando hablo de una sonrisa genuina, hablo de que se da en momentos verdaderos, cuando tus amigas te hacen sonreír durante la clase. No sonríes al bailar, sino en los silencios que lo rodean: los breves momentos entre canciones, el ardor que corre en la sangre, en tus músculos, en tu espíritu. Cuando el ritmo de tu respirar se sincroniza con el compás de la canción, y todo lo que te rodea es etéreo.
Mientras, del otro lado del espejo, se ve una niña más compasiva, más empática. Más bajita, también. Una chiquitina con leotardo color celeste, falda blanca con polka azul y unas zapatillas negras, más grandes que sus propios pies. Exhala un poco de su cálido aliento al espejo y dibuja una carita feliz sobre él. Pronto, la sonrisita se desdibuja a medida que el cristal se desempaña. Ya no queda rastro de la ilustración en el espejo, pero la atención de la pequeña sigue igual de dispersa, al concentrarse más en su reflejo que en lo que sucede en la clase. Siempre fuiste una nena distraída, así que estabas más que acostumbrada a tener llamadas de atención.
En cambio, en tu último año de flamenco, ya no te llaman la atención por otra cosa que no sea reír de más con tus amigas. Aun así, saben cuándo guardar silencio: reservan las confidencias para el ritual de las escaleras, porque no hay rincones donde adentrarse a las profundidades del espíritu, sentadas en el tapanco, apenas caben. Las escaleras son angostas, las rodillas tocan tu pecho, sintiendo el mismo latido. Aquel lugar que hicieron suyo.
Ese lugar que hicieron tan suyo que ahí siempre podrán encontrarlas. Aquel lugar que, a falta de espacio, los corazones se aprietan y las almas se fusionan. Donde ir al flamenco deja de ser parte de la rutina y se caracteriza por la conexión humana, por una conversación verdadera. Donde se separan de la monotonía diaria y crean una atmósfera única en la que lo único seguro es estar, así, sin prisas.
Desde lo alto de aquellas escaleras, les gusta ver al mundo. Observar cómo se mueven las cosas fuera de los salones de baile. Ve pasar a las instructoras, como ráfagas de perfume y prisa, ven una madre que cruza el umbral con su hijo, pequeño guerrero camino al dojo, ven a un anciano que regresa del mercado, con el rumor de las frutas aún fresco entre las manos.
Ven a Alicia, la costurera de la academia. Mujer de unos sesenta años, el cabello rubio que insiste en brillar pese al tiempo, con un gesto que rara vez se abre en sonrisa. Su pasatiempo favorito es refunfuñar contra la vida, mientras sus manos, tan pacientes como sabias, dan forma a las batas de cola que cose con amor. No es la más simpática, pero bajo su ceño adusto, habita una bondad discreta y una maestría indiscutible de creatividad. Por razones que nadie recuerda, ustedes la convirtieron en un chiste interno, una leyenda doméstica.
Alicia, esa mujer elegante, malhumorada y creativa, es, sin duda, un personaje. Por eso, cada vez que la ven, escapan una risita cómplice. La forma en la que entra por las puertas de cristal, con sus nuevas piezas de costura colgando por el brazo, y su ejército de costureras detrás de ella. Listas para la batalla, van los últimos días del año a tomar medidas de cada alumna para hacerles un vestuario justo a su medida. Hay ciertos chistes que simplemente no envejecen.
Desde pequeñitas, lo que las une son sus ocurrencias: chistes, fotos icónicas y el epítome de su humor siempre será el baile que hicieron a los 7 años. Juntaron entre pasos de Just Dance y sus propias torpezas de la clase de Miss Xime para crear una mezcolanza precisa sobre el humor de una bailarina. Mostraron que la simpatía de una bailaora siempre la mostrará haciendo lo que más le gusta, que es danzar.
Al terminar la clase, te quitas tus tacones y la falda con un pesar en el pecho. Ya terminaron tus últimos minutos de tregua. A partir de ahora, el flamenco nada más será una historia que le contarás a los amigos que conozcas en la universidad. Verás tus videos divirtiéndote con tus amigas con añoranza. Continuarás el resto de tu vida rememorando los saltos al practicar llamadas, y el mareo al hacer vueltas en diagonales. Sabrás que, aunque te vayas de la academia, de la prepa y hasta del país, siempre habrá una parte tuya bailando en el salón con las luces apagadas, con las puertas cerradas y sin nadie dentro.
Hay personas que se mudan de país para encontrar su lugar en el mundo. Otras, escalan montañas para sentirse en su elemento. Existen muchas más que van a la iglesia o a la sinagoga como forma de contención. Tienes una amiga que se refugia en bibliotecas, y lee a John Green hasta el cansancio. Pero tú, tú no te vas muy lejos. Tu lugar seguro son los salones de aquella academia de danza que reconoces con los ojos cerrados. Ahí, donde el alma olvida lo que los músculos recuerdan, ahí existe un universo entero, llamado flamenco.
- Te equivocas en una parte – te dice Miss Martho – el alma recuerda lo que es realmente importante. Tus músculos bien se acordarán de las hojas de té o las sevillanas, pero no sabrán lo feliz que fuiste aquí. Tu alma, por otra parte, sabe que sin importar a donde vayas, éste es tu lugar.
