La mitad del pan que nunca comĂ­

TĂ­tulo: La mitad del pan que nunca comĂ­
CategorĂ­a: Preparatoria
PseudĂłnimo: Panadero

Nunca quise recordar, pero los recuerdos se esconden detrås de mis ojos cada noche. Soy David, y era un niño cuando me lo arrebataron todo. Algunos dicen que con el tiempo las heridas se cierran; yo aprendí que no es verdad. Las mías siguen abiertas, sangrando en silencio, porque hay cosas que no cicatrizan jamås.

TodavĂ­a escucho el crujido de las botas contra la nieve, los ladridos de los perros, los gritos en un idioma que no entendĂ­a. Recuerdo el humo saliendo de las chimeneas, cubriendo el cielo como si alguien lo hubiera manchado con carbĂłn. Y recuerdo sobre todo la mirada de mi padre, rota y valiente al mismo tiempo, dĂĄndome migas de pan para mantenerme vivo mientras Ă©l se apagaba. Muchos sobrevivieron para callar. Yo sobrevivo para contar, aunque cada palabra me queme la garganta. Porque lo que pasĂł no fue un sueño, ni una pesadilla inventada, fue real. Y en medio de ese infierno yo aprendĂ­ lo que ningĂșn niño deberĂ­a aprender jamĂĄs
 que a veces amar significa hacer lo mĂĄs cruel.

No es el humo de una chimenea de casa ni el olor del pan recién hecho. Es un humo pesado, negro, que se pegaba a la piel y que todos sabíamos de dónde venía. Auschwitz. Ese era el nombre del lugar donde los días y las noches se confundían, donde la realidad se perdió para siempre. Llegué allí en un vagón lleno de gritos y silencio al mismo tiempo. Mamå me sostenía de la mano, pero en la rampa nos separaron. A ella y a mi hermanita Rivka se las llevaron lejos, y yo ni siquiera tuve tiempo de gritar. Fue como si me arrancaran el aire de golpe. Solo me quedó papå, con los ojos vacíos y una sonrisa que intentaba no romperse.

El campo era hambre disfrazada de rutina. Un pedazo de pan, una sopa gris, y nada mĂĄs. Pero papĂĄ, aunque estaba cada vez mĂĄs dĂ©bil, siempre partĂ­a su pan en dos y me daba la mitad. “TĂș tienes que sobrevivir, David —me decĂ­a—. Yo ya vivĂ­ mi vida”. Yo tragaba ese pan con lĂĄgrimas. SentĂ­a que cada bocado era carne robada a su cuerpo. Me odiaba por aceptarlo, pero si no lo hacĂ­a, Ă©l me obligaba. Y entonces comprendĂ­: papĂĄ estaba muriendo poco a poco para que yo siguiera vivo. Las noches eran peores que los dĂ­as. El frĂ­o me calaba hasta los huesos, los gritos de los guardias retumbaban como martillos y el humo de las chimeneas nos recordaba que no habĂ­a futuro. Yo me abrazaba a papĂĄ como si sus brazos fueran el Ășltimo as de libertad. Pero un invierno su cuerpo empezĂł a temblar demasiado.

Tosía, deliraba, confundía mi nombre con el de mamá. A veces me despertaba en mitad de la noche porque lo veía con los ojos abiertos, mirando el techo, murmurando “Que no me lleven
 que no me lleven
”

Una mañana los guardias se llevaron a los enfermos. PapĂĄ caminaba como una sombra, doblado, apenas respirando. Yo intentĂ© seguirlo, pero me apartaron con un golpe. Él me mirĂł una Ășltima vez y me sonriĂł, la sonrisa mĂĄs triste que he visto jamĂĄs, como si ya supiera que ese era el fin. Esa noche escapĂ© de la barraca, porque no podĂ­a quedarme quieto. Lo encontrĂ© cerca de la alambrada, tirado en la nieve. Su cuerpo temblaba entero, y cuando me vio, sus labios resecos se movieron apenas.

—David
 hazlo.

Me quedé helado. No entendía. ¿Qué quería que hiciera? Entonces me tomó la mano con una fuerza inesperada y me susurró:

—No dejes que me lleven. No dejes que me conviertan en algo que no soy. LibĂ©rame.

Yo sentĂ­ que se me partĂ­a el alma. TenĂ­a doce años, y mi propio padre me pedĂ­a que lo matara. LlorĂ©, gritĂ© en silencio, le supliquĂ© que no me lo pidiera. Pero sus ojos estaban llenos de sĂșplica, no de miedo. Me estaba entregando su Ășltima decisiĂłn, la Ășnica que le quedaba. Su pan ya me lo habĂ­a dado; ahora me entregaba su vida.

En sus Ășltimos momentos papĂĄ apoyĂł su cabeza en mi hombro y murmurĂł:

—Hijo, yo me voy
 pero tĂș debes vivir. VIVE.

Las lĂĄgrimas me nublaron los ojos. Mi corazĂłn gritaba que lo dejara, que no lo hiciera, que todavĂ­a podĂ­amos esperar un milagro. Al mismo tiempo sabĂ­a que los milagros no entraban en Auschwitz. AllĂ­ solo habĂ­a sangre y cenizas. Lo abracĂ© con todas mis fuerzas, como si quisiera unirme con Ă©l para nunca soltarlo. Y entonces, con el corazĂłn desgarrado, cumplĂ­ su Ășltima voluntad. No sĂ© cĂłmo lo hice. Solo recuerdo su suspiro apagĂĄndose en mi oĂ­do, como una vela que se extingue, y mis sollozos cortando la noche. Cuando todo terminĂł, me quedĂ© allĂ­, con su cuerpo entre mis brazos. El silencio fue insoportable. SentĂ­ que ya no quedaba nada de mĂ­, que tambiĂ©n habĂ­a muerto junto a Ă©l. DĂ­as despuĂ©s llegaron los soldados que decĂ­an que Ă©ramos libres. Pero yo no entendĂ­a quĂ© significaba “libertad”. ÂżDe quĂ© servĂ­a estar libre si mi padre ya no estaba? CaminĂ© fuera del campo con el corazĂłn hecho pedazos, con las manos todavĂ­a temblando por lo que habĂ­a hecho.

Hoy escribo esto porque no quiero que el mundo olvide. Auschwitz no solo mataba cuerpos. TambiĂ©n obligaba a los hijos a matar a sus padres, a arrancarse el alma con sus propias manos. Yo sigo aquĂ­, pero nunca volvĂ­ a ser un niño. Y cada vez que como pan, siento el sabor de la mitad que nunca debĂ­ comer
 y el peso de la Ășltima mirada de papĂĄ.