Lo que la lluvia dejó

V. del Agua
Cuento, abierta.

Una niña de unos diez años, de cabello oscuro y lacio, cortado al hombro con un fleco todavía ochentero. Está de pie, inmóvil, vestida de blanco, en un lugar donde no hay tiempo. La luz entra por una elipse en la tierra: un resplandor tibio, circular, que corta la oscuridad. El aire huele a humedad, a raíz recién herida.

Llueve. No sobre ella, sino alrededor. Las gotas caen y se estrellan en la nada, como si lloviera dentro del mundo. Ella no se moja: observa. Su cuerpo parece suspendido en el centro de una cueva, un útero de barro, un hueco que respira. Está ahí, sola, sabiendo —sin entender—que algo está por romperse. Siente tristeza, una punzada sorda, pero no tragedia. Hay una calma anterior al derrumbe. Espera: a que la lluvia se detenga, a que el sol vuelva, a que la tierra cierre la herida del suelo.

Así no ocurrieron los hechos. Es apenas una imagen: un intento del inconsciente por ordenarse.

Estoy acostada en un consultorio, escuchando Chopin in Thunderstorms a un volumen alto. Un antifaz cubre mis ojos. No sé si afuera es de día o de noche. El cuerpo se me disuelve. Solo puedo mirar hacia adentro: hacia el mundo que genera, que sacude y da sentido. El mundo inconsciente.

Estoy en medio de una sesión con psilocibina. Exploro los cimientos de mi historia, intento nombrar lo que nunca tuvo nombre. Las lágrimas corren por mi cara. Me empapan como aquella lluvia. Es una catarsis absoluta.

Y en medio de esa corriente emerge una imagen: la niña vestida de paz, de ingenuidad, de inocencia. Está a punto de perderlo todo. Lo neutro se volverá fuerza. La pureza, cicatriz. Mi vida está a punto de cambiar.

Poner palabras a lo que no las tiene es perder parte del alma, pero lo intento. El lenguaje es un puente frágil entre el grito y la forma. Cuando la sesión termina y regreso al mundo, lo entiendo: esa escena pertenece a un día concreto, uno que no viví, pero que llevo tatuado. Un día de julio. El día en que enterraron a mi padre.

No estuve ahí, pero lo supe. Llovió como llueve en julio: una lluvia obstinada, infinita, que se negaba a detenerse, como si el cielo llorara de verdad. El cielo lloraba por haber perdido a un gran hombre. Tenía treinta y seis años. Era noble, divertido, cariñoso. Adoraba a sus hijos y no quería irse.

La muerte de mi padre partió mi vida en dos. Moldeó mi mente, mis deseos, mi forma de mirar el mundo. Desde entonces, nada volvió a ser igual. Yo no tenía papá. Y aunque muchos me miraban con lástima, nunca permití que ese gesto gobernara mi destino.

Porque hay lluvia, sí, pero el agua no se estanca: se filtra, alimenta lo que viene. Las lágrimas limpian el rostro, pero no empañan la mirada. La niña que fui —la que vi en mi visión— no se hunde en el lodo. Permanece de pie, observando, testigo del cambio que ya empezó. No se hunde: germina.

Tuve el padre que debía tener. Fui la luz de sus ojos, su princesa, su alegría. Me mandaba hacer vestidos imposibles, rosas, amplios, que parecían salidos de un sueño. Eran vestidos de amor: telas que decían te veo, te adoro, te invento el mundo para ti. A través de su mirada aprendí a existir. Él me enseñó, sin saberlo, que podía brillar.

Y aunque el tiempo se interrumpió, ese reflejo sigue siendo mi faro. Fui lo más importante para él; lo supe, lo viví, lo sentí mil veces. Y esa certeza se volvió estructura. De ahí nace la autoestima: de haber sido mirada con amor antes de aprender a mirarse sola. Porque la primera mirada funda el alma.

La lluvia de julio, las lágrimas, el hueco y la oscuridad quedaron enterrados con él. Pero yo seguí creciendo. Mi familia cambió, la casa cambió, la vida se torció. Y, sin embargo, la tragedia se volvió cimiento.

Tener un padre muerto es una falta que no se llena, pero también un privilegio secreto. Cuando un padre muere mientras uno es niño, se queda suspendido en la perfección. No envejece, no decepciona, no se desgasta. Permanece heroico, como en los cuentos, invencible y tierno a la vez.

Mi padre murió joven, y por eso sigue siendo perfecto. Sigue siendo el padre que todo lo puede, el que me ama sin condiciones, el que pelearía con dragones invisibles para protegerme.

Su ausencia es su forma de estar. Y yo sigo sintiéndolo cerca, no como un fantasma, sino como una fuerza.

Quizá por eso soy intensamente feliz: porque en algún rincón de mi alma todavía existe esa niña bajo la lluvia de julio, mirando el mundo desde el centro del hueco, sabiendo que la pérdida no es el final, que el dolor también da vida, y que, a pesar de todo, en el fondo, todo está bien.