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¿En qué lengua escribir sobre Auschwitz?

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Linda Bucay

En una conferencia llevada a cabo recientemente en uno de los centros de la Comunidad Judía de México, el Sr. Bedrich Steiner, sobreviviente del Holocausto Judío, recordando las palabras de Elie Wiesel, mencionó que quienes entraron en un campo de exterminio nunca podrán salir, y quienes no entraron, nunca podrán hacerlo.

Sin embargo, uno de los temas quizá más recurridos y recurrentes en la literatura judía moderna, en su cine, en su arte y en su pensar, es el Holocausto. Cuando intento comenzar a escribir sobre esto, después de darle muchas vueltas, me pregunto antes que otra cosa ¿Cómo hablar de Auschwitz? Y al mismo tiempo, el eco de mi propia voz me devuelve la siguiente pregunta: ¿Cómo no hacerlo?

Desde que comenzamos a estudiar la historia del Pueblo Judío, nos enseñaron imágenes del Holocausto, aunque no pudiéramos entender lo que significaban. Recuerdo el miedo que me provocaban, y que me siguen provocando. Desde pequeños nos enseñaron que ese dolor era nuestro, aunque no pudiéramos sentirlo; el Pueblo Judío recuerda. Quizá recordar es el intento más puro de mantener presente la voz de los que no pudieron hablar. Pero ¿En qué idioma pronunciar sus palabras? 

Y es que hablar es lo único que podemos hacer, pues la lengua es lo que nos hace humanos, lo que nos inserta en una cultura; es lo que nos permite voltear el rostro y explicarnos la historia y lo que en ella ha acontecido. Pero cuando la línea del tiempo se detiene en aquellos años siniestros, uno puede sentir claramente el espacio de la grieta; lo que denota la ruptura, y si uno se asoma, el vacío. Lo que nos provoca tanta angustia, es quizá la profundidad del hueco que nos separa de Auschwitz. Eso debe ser. Lo que nos impide entender su existencia, clasificar el movimiento y ritmo de esa pequeña ciudad industrial donde se producía masivamente la muerte. Auschwitz nos arroja al exilio, nos deja incapaces de ligar los puntos que le componen: su cercanía en el tiempo, su contexto, su crueldad y su argumento: el aniquilamiento masivo y sistemático de una parte de la humanidad. Lo que tanto sorprende es su forma, tan primitivamente sofisticada. Un abismo nos separa de Auschwitz, pero Auschwitz no es un abismo. Es un fenómeno perfectamente documentado y localizable en el tiempo; lo que más asusta es su extraña cercanía. Ya nos dice Kertész que “Auschwitz no se produjo en el vacío, sino en un marco de la cultura occidental, de una civilización que es superviviente de Auschwitz, igual que esas pocas o centenares de personas que aún olieron el humo de carne humana en los campos”.

¿Cómo podía ser esa la misma sociedad que había engendrado a Goethe, a Beethoven, a Freud o a Einstein? Esa es una de tantas preguntas que generan ansiedad y para las que quizá nunca haya respuestas coherentes.

En este punto podemos decir que nuestra incomprensión, en términos lingüísticos, debe ser porque quienes no hemos vivido un régimen de terror, no podemos tampoco pronunciar esa lengua extraña. Nos resulta tan lejana como el noruego que se hablaba en una región todavía más alta que el fiordo Sognefjordy, escondido en la nieve, y cuyos habitantes de costumbres únicas, desaparecieron sorpresivamente hace un par de siglos. Indiscutiblemente y de la misma manera, a lo único a lo que podemos apelar al intentar aproximarnos a una lengua tan lejana como es la del nazismo, es a leer las voces de aquellos escritores que a medias frases, quebradas y escondidas, mutiladas, intentaron traducirlo al idioma de quienes habitamos otro territorio, otro universo. En la Europa conquistada por Hitler, tenemos entre muchos, el caso de Sandor Márai, escritor húngaro de origen sajón, considerado por muchos el más importante de ese país. Márai fue también un exiliado, pero no por su condición racial, sino por su condición intelectual. Porque su libertad de palabra y pensamiento se vio aprisionada, su racionamiento también perseguido, enmudecido, lo que le llevó a marcharse de ese lugar del que aunque era hijo, ya no le correspondía. En su obra ¡Tierra, tierra!, compuesta por sus memorias (dice Kertész, que es quizá ese tipo de registro, el diario personal, “la huella espiritual más pura, más amplia y más importante de aquella época”) escribió lo vivido dentro de las convulsiones de la guerra:

“Si me quedo [...] empezará para mí también esa técnica misteriosa del lavado de cerebro, más peligrosa que la destrucción de la conciencia practicada por medios químicos y físicos en las cárceles y cámaras de tortura; me obligarán a destruir conscientemente al “yo” que protesta dentro de mí [...] fue para mí el momento en que debía marcharme de Hungría: marcharme fuese como fuese, sin regateos y sin la esperanza de volver”.

Pero ¿qué pasó con quienes no tuvieron la posibilidad de huir por voluntad propia, quienes se quedaron encarcelados en su ‘raza’: en los rasgos de sus rostros y en los nombres de sus padres?

Aquellos que tuvieron que permanecer en un gobierno fascista, se vieron obligados a desaprender su propia lengua y adecuarse a esa, que se convirtió en el idioma absoluto, el único. Kertész, escritor judío, también húngaro, que años después de sobrevivir los campos de muerte ganaría un premio Nobel, menciona en “La lengua exiliada”, discurso pronunciado en Berlín, cómo un hombre se ve obligado a aprender ese idioma. Aunque hacerlo signifique aceptar identificarse con la imagen que se le impone; asumir su rol, que aunque inferior, es el único que le deja sobrevivir. Asumir un papel dentro de una realidad que apele a la destrucción de su persona, y tarde o temprano, a su aniquilamiento total. Este tipo de estructuras de poder, nos dice, operan a través de un mecanismo de violencia y terror que se dosifican de tal manera, que hace que esas imágenes penetren hasta el fondo, de una manera para todos nosotros desconocida; hasta que se introduzcan sin oposición en la conciencia del individuo. “Y lo expulsa poco a poco ahí, de su propia vida interior [...] sin embargo, es también el modo de la destrucción total de la personalidad. Y si realmente consigue sobrevivir, desde luego tardará mucho, si es que lo logra, en reconquistar para sí un lenguaje personal, el único fiable, en el que pueda contar su tragedia; y es posible que entonces, tome conciencia de que esa tragedia no puede contarse”.

Ese es el único lenguaje que nos queda a medias; el que sobrevivió, a pedazos, en los sobrevivientes. En las palabras de autores que nos legaron las auténticas experiencias del Holocausto y que intentan traducirlas a un lenguaje posterior a Auschwitz, pero ¿qué lengua es esa?

Ese idioma atonal, ese acuerdo generalizado, ese que fue impuesto por las circunstancias y aprendido por quienes se vieron obligados a hacerlo, pero que en realidad es intransmisible e ilegible en su totalidad. Se pregunta Wiesel en la voz de Paul Celan: “¿Quién atestiguará a favor de los testigos? ¿Quién responderá a las preguntas cuyas respuestas los muertos se llevaron consigo? ¿Quién se sentirá lo suficientemente capaz y fuerte, lo suficientemente fiel como para confrontar su terrible legado?”

Los pocos que se dedicaron a dar testimonio del Holocausto sabían perfectamente que no podrían formular sus experiencias ni pensamientos recurriendo al lenguaje anterior a Auschwitz, dice Kertész: “Esos que sobrevivieron tuvieron que reconstruir a partir de experiencias acumuladas en los campos de exterminio, su personalidad exterminada en estos campos: se convirtieron en médiums de Auschwitz [...] El espíritu de Auschwitz se filtró en ellos como un veneno, así como la siempre dispuesta indiferencia de la sociedad, las muchas puertas abiertas por las que no se podía ni merecía la pena entrar, volvían a abrir, cual si fuese una herida nunca curada, la sentencia que les había sido grabada a fuego”.

Jean Améry, Tadeusz Borowski, Paul Celan y Primo Levi se suicidaron, al igual que muchos otros de los cuales no sabemos el nombre.

El lenguaje y el sobreviviente: los “médiums de Auschwitz”

Detengámonos un momento en esta expresión estremecedora: “médiums de Auschwitz”, Walter Benjamín dijo ya que el lenguaje es el médium de la comunicación. Para él, no se dice algo a través del lenguaje, sino en el lenguaje.

Con todo el esoterismo que conlleva este término, el médium es la exterioridad que expresa en sí misma, la interioridad del espíritu al que atiende. Es lo que pasa con el lenguaje; el discurso es la expresión inmediata del alma de quien lo dice, es decir, su alma misma vertida hacia afuera. Diría Benjamín que el lenguaje es justamente lo que la esencia espiritual tiene de comunicable.

Este mismo autor habla también de la concepción burguesa del lenguaje, en donde éste cumple una función, a manera de instrumento; el lenguaje es un medio, un para algo, y nada más. En esa concepción, la poesía, por ejemplo, no tiene lugar. Cuando Kertész dice que nuestro idioma funciona con indiferencia, quizá se refiere a que es el mecanicismo utilitario con el que concebimos la función idiomática, el verbo comunicar, lo que hace tan difícil hablar del Holocausto en nuestra lengua. Porque no entendemos que el lenguaje del sobreviviente es un médium de su experiencia espiritual. Sus vivencias se sitúan en otro registro, sí -dice Kertész- un lenguaje que es el de los otros, un lenguaje que es el mundo de la conciencia de una sociedad que continúa funcionando con indiferencia, un lenguaje en el que el expulsado sigue siempre siendo un caso especial [...] considero que éste es el verdadero problema de todos aquellos que hoy quieren hablar aún -o de nuevo- sobre el Holocausto. Éste es el motivo por el que cuanto más hablen, menos comprensibles resultarán. Es el motivo por el que, cuantos más monumentos del Holocausto se levanten, más se alejará o se volverá histórico el propio Holocausto.

Quienes sobrevivieron y decidieron seguir resistiendo la vida después de Auschwitz, se enfrentaron al exilio. Exilio del único y verdadero hogar que nunca existió. Pues si existiera, no sería una imposibilidad hablar sobre el Holocausto, porque en tal caso el Holocausto tendría su lengua -como mencionamos anteriormente- y el escritor del Holocausto se insertaría en una cultura existente [...] y si existiría un lenguaje propio y exclusivo del Holocausto, ¿no sería tan terrible y tan luctuoso que acabaría destruyendo a quienes lo hablaran?.

Cuando en 2002 recibió el premio Nobel de literatura, Kertész mencionó en su discurso, “cómo con horror, diez años después de haber sido liberado del campo, me di cuenta de que todo lo que me quedaba de aquella experiencia eran algunas impresiones, unas cuantas anécdotas”, y se preguntaba: “¿Para qué nos sirve aún la literatura? Me parece claro que una línea imposible de traspasar me separaba de la literatura y los ideales, del espíritu asociado al concepto de literatura. El nombre de esta línea de demarcación es Auschwitz [...] Cuando escribimos sobre Auschwitz, debemos saber que, en un cierto sentido, Auschwitz suspendió la literatura”.

¿Con recordar alcanza?

Pero hoy ¿qué hacer nosotros que solamente tenemos la literatura?

Los nietos generacionales de quienes fueron testigos directos o indirectos de un momento determinante de nuestra época. De aquellos que vieron y sufrieron en primera persona, quienes jugaron un papel con su carne y su nombre, en el acontecimiento que quebró los límites hasta entonces concebibles sobre lo que un ser humano puede hacer a otro. Quienes vivieron la locura del odio llevado a su extremo. El Holocausto no solamente le sucedió al Pueblo Judío; le sucedió a toda la humanidad como especie. Nos mostró en un escaparate lo que somos capaces de hacer, de hacernos. Nunca jamás, repetimos mientras marchamos por las ruinas de lo que alguna vez fueron máquinas de muerte. Nunca más, nos enseñaron a decir en el colegio mientras veíamos imágenes y escuchábamos poemas que se quedarían grabados con toda su crudeza y crueldad en nuestra memoria. “¿Pero con recordar alcanza?” se pregunta Elie Wiesel, ¿qué se puede hacer con el recuerdo de la agonía y el sufrimiento? El recuerdo tiene su propio idioma, su propia textura, su propia melodía secreta, su propia arqueología y sus propias limitaciones: también puede lastimarse, robarse y avergonzarse; pero depende de nosotros rescatarlo e impedir que se convierta en algo barato, trivial y estéril. Recordar significa dar una dimensión ética a todos los esfuerzos y las aspiraciones.

Vuelvo a la pregunta de Wiesel y Celan: ¿Quién se sentirá lo suficientemente capaz y fuerte, lo suficientemente fiel como para confrontar su terrible legado? Creo que nuestro reto está en asumir ese legado, pero sin lastimar el recuerdo de aquello que no podemos alcanzar con las manos ni atestiguar con la voz. Nuestro reto está en trascender el “voyeurismo del Holocausto” del que habla Kertész, elaborando ese trauma heredado dentro del lenguaje del mundo en el que vivimos hoy. El recuerdo debe sobrepasar la idea imposible de abarcar con nuestro entendimiento, la tragedia a la que no podemos acercarnos más que con fotografías y palabras; pero sí asumir su acontecer como una responsabilidad. Asumir la conciencia de reparar en la medida de nuestras posibilidades, las heridas del mundo; bajo la premisa del Tikun Olam, que pronuncia que aquel que salva una vida, salva un mundo entero.

En un texto llamado ¿Por qué recordar?, en donde se recorren los caminos de la memoria y el olvido1, encontré una referencia y reflexión muy hermosa al respecto. Se trata de un relato hasídico que narra la historia de un rey que leyó en las estrellas que todos los que comieran de la próxima cosecha, se volverían locos. El rey llamó a su consejero más sabio, y le pidió que coma de la buena mies. De esta forma, él sería el único cuerdo, y su labor sería ir gritando todas las mañanas, de ciudad en ciudad y de puerta en puerta: Buenas gentes, no se olviden de que están locos.

Eso es quizá lo que debemos atrevernos a gritarle al mundo que sabemos, ya fue capaz de crear una cámara de gas. Asumir nuestro legado, puede significar, si lo queremos, el deber de recordarle a una humanidad que ya una vez construyó Auschwitz: Buenas gentes, no se olviden de que es locura matar, que es locura transformar la fuerza creadora del hombre, su creatividad y desarrollo, en masacre y destrucción. Recuerden que es locura crear guerras y bombas nucleares. Es locura también, matar con indiferencia a pueblos enteros que sufren y mueren de hambre, padeciendo enfermedades que ya somos capaces de curar. Ustedes son todos hombres; es locura. 

BIBLIOGRAFÍA

Benjamín, W. (1998). Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos” (1916), en Sobre la violencia y otros ensayos. Madrid, España: Taurus.

Kertész, I. (2007). La lengua exiliada. Madrid, España: Santillana Ediciones Generales.

Barret-Ducrocq, F. Wiesel, E. (2002). ¿Por qué recordar? Barcelona, España: Ediciones Granica S.A.

1 A través de las voces de grandes pensadores como Elie Wiesel, Umberto Eco, Paul Ricoeur, Jorge Semprún  y otros presentes en el Fórum Internacional sobre Memoria e Historia celebrado  en marzo de 1998.

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