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Carta a Priscilla

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Aslan Cohen

Otoño, 2010.

Priscilla:  

Escribo por no hablarte; tengo miedo de mi propia boca desde el martes. Si has visto el fuego puedes imaginar mi boca: una llamarada incesante de palabras. Y así como la llama, mis palabras se levantan inesperadas, con una fuerza que yo mismo no les conocía, una fuerza que pensé haría que duren para siempre, y luego las palabras no duraron nada. Nada: la llama, una llama, no dura nada.

Sí, una acumulación de fuerza en la garganta y después nada. Eso explica la risa. La risa del martes fue una llamarada. Mi risa del martes, cuando dijiste que no tienes nada en contra de los nazis, no era una risa de gracia. Era un pedazo de miedo. Es una cosa extraña, pero fíjate Priscilla, a veces, cuando te ríes, es porque tienes miedo.

Es lo terrible de la risa. Es miedo y parece inocencia, estupidez. Por eso escribo, por no hablarte, porque no importa todo lo que intentara contenerme, me reiría como un idiota; y no soy un idiota. Soy un tipo indignado, con una ofensa que crece en mi pecho, que sube a mis labios como una brasa caliente y que los quema, con unos labios que tiemblan, Priscilla; que si te hablaran, temblarían como los de un tartamudo. Y por eso escribo, por no hablarte, por calmar de otra manera el incendio.

No sé qué es lo que sabes sobre los nazis. Supongo que nunca escuchaste o leíste la palabra de un sobreviviente del Holocausto, porque eso bastaría para hacerte desear nunca haber dicho lo que dijiste.

Porque he visto en ti, también, una persona enamorada de la belleza; es una cosa hermosa que tienes, Priscilla: te ocupan las cosas bellas. Y has sabido, y bien, que una mujer hermosa es entre lo hermoso, lo más. Estarás de acuerdo con Garcilaso, por ejemplo, cuando habla de una mujer de cabellos tan brillantes que oscurecen al mismo sol. O con el Cantar de cantares, que es un texto judío, y donde se habla de una mujer cuyos ojos son como palomas sobre corrientes de agua, sus labios son hilos carmesíes, su nombre perfume derramado, y cuyo cuerpo es una geografía de árboles de incienso, de ríos de miel y de azucenas. Y creerás que la piel morena es de cobre o de nardo marchito, como García Lorca. ¿Qué pensarías entonces, de una mujer a la que le han sido arrancados los cabellos y con el hambre, le ha sido tomado el cuerpo? “Considerad si es mujer / quien no tiene cabellos ni nombre”, dice Primo Levi. Ni nombre. Imagina una mujer sin nombre, Priscilla. Tú, que tienes uno tan magnífico, y que es tan perfume derramado como el de la amada del Cantar de cantares. A tu nombre, aunque sea latino, quisiera yo inventarle raíces hebreas: tu nombre podría significar, por ejemplo, fruto del prado (pri ha-sadé).

Considera lo que dice este hombre, Primo Levi, quien estuvo en Auschwitz en 1944, ese que veía salir de las chimeneas de Birkenau vapor de humano. Piensa en los que no tuvieron más tumba que el aire. Piensa en lo que cuenta Viktor Frankl: el hombre que dormía junto a él, una noche, tuvo pesadillas; Frankl lo notaba por sus movimientos, pensó en despertarlo, pero decidió no hacerlo, porque cualquier sueño envenenado, dice, era mejor que despertar a la realidad del campo de concentración. Cualquier cosa ¿sabes cómo se decía nunca, en el habla cotidiana del campo? Morgen früh: mañana por la mañana.

Piensa, luego, en un millón y medio de niños exterminados. Entre ellos una niña. Te cuento la historia: los nazis separaban a los hombres de las mujeres, así muchos padres pensaban que no volverían a ver a sus hijas. Había un padre que era músico, y los alemanes lo habían puesto a tocar a la puerta de una cámara de gas, porque los nazis engañaban hasta el último momento, metros antes de la muerte había música, como si las notas fueran las palas para excavar las tumbas. Pues ahí estaba el padre tocando, viendo las filas de los vivos marchar a su hora final, cuando vio que su hija estaba entre ellos, marchando. Si dejaba de tocar sería asesinado por los oficiales en turno; o puede ver a su hija acercarse a la muerte, y tocar.

No sé qué es lo que sabes sobre los nazis. Pero sé que sabes una cosa: que cometieron un genocidio. Porque Jimena te preguntó si tienes algo en contra del genocidio. Dijiste que no. Sabes entonces que cometieron ese crimen; y que ese crimen consiste, sin más, en el exterminio sistemático de seres humanos a manos de seres humanos. Y que en el caso de los nazis exterminar estaba justificado, porque los judíos, para los nazis, no somos seres humanos, somos una raza que no tiene derecho a pisar la tierra. ¿Por qué? No por algo que hagamos los judíos, pues ¿qué crimen pudo haber cometido la hija del violinista? La respuesta de los nazis es clara: nacer. Para los nazis, el problema judío es el problema de una condición: simplemente el hecho de ser, nos hace inferiores. Y yo soy judío. ¿Cómo puedes decir entonces: no tengo nada en contra de los nazis, pero nada que ver contigo? Pues ya ves, mucho que ver conmigo. Porque mis abuelos tuvieron la suerte de nacer y vivir lejos de los nazis; ten cuidado entonces cuando le digas a un judío que no tienes nada en contra de los nazis, porque le podrías estar diciendo que no tienes nada en contra de los asesinos de su familia.

Pero todo esto en cuanto que me lo has dicho como judío, pero la indignación es más profunda, pues me lo has dicho como a un ser humano. Se lo has dicho a Jimena, que no es judía, y has visto su indignación. Porque Jimena piensa que las razones para aniquilar a un pueblo, por su condición, no son razones suficientes. Porque las razones en el caso de los nazis, suponen que los hombres estamos separados, desde el nacimiento, en superiores e inferiores. Y eso a Jimena le parece inaceptable. Ella cree, supongo, que un judío, un alemán, un gitano, un musulmán y un indio son todos hombres distintos, y que la diferencia, en lugar de ser un signo de su superioridad o inferioridad, es un signo de su humanidad. Porque habrás visto que los hombres somos todos distintos.

Pero a la vez, fíjate, somos todos tremendamente semejantes: esa es la imbecilidad de los nazis, que no quisieron ver que lo que mataban tenía exactamente el mismo rostro que el suyo, acaso variado en algunos rasgos de superficie, pero los mismos ojos, la misma frente y la misma garganta para gritar. Es su irrisoria voluntad de pendejos, decía Antelme, sobreviviente, que los nazis hayan pensado en mutar o perfeccionar la especie humana, porque ellos mismos estaban encerrados en esa especie que pretendían transformar, cautivos en la misma historia.

Aquí quiero aclarar que lo que digo no está motivado por un sentimiento de autocompasión, no pienso que el mundo debería ser bueno con los judíos porque los judíos hayan sufrido, y tampoco creo que aquel genocidio justifique el menor de los crímenes que cometa un judío. ¿Qué necesidad entonces, podrías tú reclamarme, de estarme recordando esos tiempos terribles, que si bien son terribles son también tiempo pasado? El Holocausto terminó en 1945, y no le veo importancia medio siglo después. Esto es, si estoy diciendo que no quiero compasión, por qué escribo entonces aquí los testimonios del dolor de los sobrevivientes.

La respuesta es muy clara: por una razón de resistencia; porque la memoria es lo único que resiste al olvido, a la muerte; y los judíos y los hombres hemos elegido vivir. Y es además una exigencia, porque recordar es hacerle justicia al pasado volviéndole presencia. Yo quiero hacerle justicia y volver presencia la voz ensordecida de aquellos que murieron y de los que no queda ni una tumba, ni un nombre, ni un amigo que los recuerde. Es imposible, sí, absolutamente imposible. Porque nadie habla por el testigo, dice Celan, y verdaderos testigos no han sobrevivido. Imposible entonces. Pero entre la imposibilidad y la masacre elijo la imposibilidad.

Porque, ya ves, los nazis han querido detener la historia, pero no pensaron que las cenizas son más fecundas que el exterminio. Y ya ves, he aquí que en esta carta, en medio de este mundo de injusticia, hago un esfuerzo imposible para que las voces de los muertos escalen a mi voz, y, aunque sea a medias y en pedazos, te digan, si acaso escuchas, su dolor. 

Suplemento especial de la Shoá