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El recuerdo y el olvido del Holocausto

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Daniela Gleizer

Mientras que la máxima bíblica “Zajor” (¡Recuerda!) se mantiene incólume frente a la necesidad de no olvidar el Holocausto, la memoria colectiva de cada comunidad judía ha atravesado distintos procesos de conformación, para adoptar formas diversas. En el caso de la Comunidad Judía mexicana llama la atención una paradoja importante: el Holocausto es recordado como un evento exclusivamente europeo, disociado de la historia mexicana y de la posición que asumió México frente a los refugiados que, buscando escapar del infierno europeo, solicitaron asilo en el país. El tema del rescate y del salvamento no parece formar parte de aquello que se debe recordar.1 

En realidad la paradoja es aún mayor, porque no se trata sólo de olvido: se trata de un fuerte contraste entre la historia y la memoria. Mientras que el gobierno mexicano prácticamente cerró sus puertas frente a los refugiados judíos, rechazando uno tras otro todos los proyectos de inmigración judía durante la época, la memoria de la comunidad judía ha reconfigurado este episodio para ofrecernos, justamente, su cara contraria: la del “recuerdo” de las puertas abiertas y la generosidad del gobierno mexicano hacia los perseguidos, generosidad que nos ha conducido a un reiterado agradecimiento por tan cálida recibida. 

La historia nos muestra, sin embargo, que la realidad fue más compleja, contradictoria y dolorosa. Son muchas las variables que se conjuntaron para dar como resultado una política de “puertas cerradas” frente a los refugiados judíos. Más allá de las leyes, las consideraciones políticas, y la defensa del mestizaje nacional, que implicaba la prohibición de la entrada de los grupos considerados “no asimilables” a la nacionalidad mexicana, sobresale la indiferencia y la ausencia de voluntad política en los distintos sectores del gobierno y en buena parte de los de la sociedad civil para acudir al llamado de auxilio de una población que estaba siendo perseguida y más adelante sería aniquilada. La extendida desconfianza y el recelo ante los extranjeros en general; la distancia cultural y geográfica que separaba a mexicanos y judíos; y la automática clasificación de los judíos en el rubro de “extranjeros indeseables” (según las leyes vigentes, que incluso habían prohibido la inmigración judía en 1934)2 se constituyó como un fuerte impedimento para verlos como personas en peligro y ofrecerles refugio. De allí que hubiera una enorme dificultad para darles incluso la categoría de “refugiados” y que, en la práctica, su entrada fuera regulada por la política de inmigración –sumamente restrictiva en la época—y no por la política de asilo que enarbolaba el presidente Lázaro Cárdenas. De allí que en las discusiones sobre el tema prácticamente no surgieran argumentos humanitarios. Éstos no eran ajenos a la época, se escucharon cuando se trató de otros grupos perseguidos, como los republicanos de la Guerra Civil Española.

Aunque hubo excepciones, las cifras son significativas: de un universo de más de medio millón de individuos que huyeron del Tercer Reich y buscaron lugares de reasentamiento, se estima que México recibió durante el cardenismo cerca de 1,000 y durante todo el periodo del nazismo alemán entre 1,850 y 2,250.3 Estas cifras contrastan con las de otros países latinoamericanos que también tuvieron políticas inmigratorias restrictivas (Argentina recibió cerca de 45,000 personas; Brasil 25,000; Chile 14,000; Bolivia 12,000; Uruguay 7,000, etc.)4 y también resultan muy inferiores comparadas con los cerca de 25,000 refugiados españoles que el país recibió en la misma época.

Olvidar la historia de la Comunidad Judía mexicana durante el Holocausto implica olvidar también la creación del Comité Central Israelita, en 1938, y los enormes esfuerzos que realizó este organismo para intentar que el gobierno flexibilizara su posición con respecto al exilio judío, así como los recursos desplegados para desembarcar gente en los puertos de llegada, sostener a los refugiados que lograban entrar al país hasta que pudieran ganarse la vida, y defenderlos jurídicamente cuando, con la entrada de México en la contienda, en 1942, se convirtieron, irónicamente, en “ciudadanos de una nación enemiga”. Es decir, a pesar de que el gobierno alemán había desnacionalizado a los judíos, convirtiéndolos en apátridas, el gobierno mexicano los seguía considerando alemanes. Es olvidar, asimismo, la solidaridad de muchas familias de la Comunidad Judía que estuvieron dispuestas a adoptar niños huérfanos europeos (no temporalmente, mientras terminara la guerra, sino en forma definitiva) y los esfuerzos conjuntos por boicotear las mercancías alemanas desde el temprano año de 1933. Intuyo que también implica, para muchos, olvidar parte de la historia familiar. Varios testimonios recuperados a través de la historia oral señalan que existen recuerdos individuales sobre la imposibilidad de conseguir la entrada de familiares, y que hubo quienes cargaron toda la vida con la culpa de no haber reunido a tiempo el dinero necesario para pagar los boletos de barco de los miembros más cercanos de la familia, que perecieron en el Holocausto. Así, muchos asumieron este fracaso colectivo como un fracaso personal. La cuestión del financiamiento del viaje trasatlántico no era el obstáculo principal para el salvamento de las personas, ya que las organizaciones judías pagaban los costos del transporte. El principal obstáculo era conseguir una visa.

Parte de esa historia es, sin duda, desgarradora. Otra parte es inspiradora. Es una historia que también tuvo sus excepciones, ya que hubo funcionarios sensibles que, viendo de cerca la tragedia europea, intentaron salvar personas, como el cónsul de México en Lisboa, Juan Manuel Álvarez del Castillo, y el cónsul de México en Marsella, Gilberto Bosques.

En conjunto, esta historia tiene mucho que contar para explicar nuestra presencia en el país y el proceso de integración al mismo, la relación que han mantenido los representantes de la Comunidad Judía con las autoridades gubernamentales, e incluso del tamaño de nuestra comunidad (que sería mucho mayor si las puertas del país se hubieran abierto francamente al refugio judío).

Es probable que una comunidad que busca integrarse a un nuevo país no pueda mantener una memoria particular que cuestione a la memoria “nacional”, en el sentido en el que la memoria sobre las puertas cerradas frente al exilio judío cuestiona el mito de México como país de puertas abiertas y, por tanto la solidaridad de los mexicanos. Pero me pregunto ¿no hemos ya madurado como comunidad y llegado al momento en que una completa integración nos ofrece la posibilidad, al igual que a muchos otros mexicanos, de cuestionar los mitos que ha creado la historia oficial y de ver el pasado con ojos críticos? En el año 2012, cuando cumplimos 100 años de vida institucional en México, yo pienso que sí. 

BIBLIOGRAFÍA

1 Estas reflexiones surgieron a raíz de mi libro El Exilio Incómodo. México y los refugiados judíos 1933-1945, México, El Colegio de México – UAM-C, 2011.

2 Circular n° 157. Estrictamente Confidencial, 27 de abril de 1934, Archivo Histórico del Instituto Nacional de Migración, México, exp. 4-350-2-1933-54.

3 Haim Avni, The  Role of Latin America in Immigration and Rescue during the Nazi Era (1933-1945). A General Approach and Mexico as a Case Study, Washington, Woodrow Wilson International Center for Scholars, 1986, (Colloquium Paper, Latin American Program), p. 62; y Gloria Carreño, Pasaporte a la esperanza, en Alice Gojman de Backal (coord.), Generaciones Judías en México. La Kehilá Ashkenazí (1922-1992), 7 vols., México, Comunidad Ashkenazí de México, 1993, vol. I, p. 98.

4 Según cifras proporcionadas por la Encyclopaedia Judaica, , “Refugees”, Jerusalén, Keter Publishing House, 1972, vol. XIV, p. 30. 

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