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Sanando nuestra relación con el pasado histórico

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Alex Slucki

Los seres humanos tendemos a permanecer anclados a un circuito de memorias que tienen un orden porque así lo hemos decidido colectivamente, incitándonos unos a otros a la idea de que son éstos, y no otros, los recuerdos que debemos compartir. Sin importar acaso, si estos recuerdos provienen del linaje o de una experiencia directa, buscamos el vínculo con este circuito en pos de una pertenencia que hemos construido, como un castillo cuyas murallas tanto nos defienden como aprisionan, creando una noción de estar seguros dentro de los confines de lo que el colectivo (siempre invisible y generacional) considera aceptable.

Mi memoria de infancia ya no es, ciertamente, lo que era. Lejos de resurgir con fuerza, los fantasmas del pasado caminan otros mundos, se hospedan en dimensiones ajenas a mi realidad actual, tan llena de estímulos tanto físicos como virtuales, que resulta complejo el buscar una entrada particular en el laberinto de esos recuerdos que despiertan la nostalgia.

Sin embargo, hay cosas que se quedan: sombras y luces del ayer con las que uno tropieza a menudo, las inesquivables imágenes que se repiten como un hábito, que despiertan al menor roce con un algo palpable en la atmósfera, llámese nombre, fecha, sitio, origen, tradición.

Para el Pueblo Judío, el circuito de las memorias está claramente definido. Mis recuerdos de infancia repiten una y otra vez eso que es imborrable, porque transcurrido el año nos hemos detenido en las fechas de siempre, con el fin de conmemorar deseos, angustias, pérdidas y libertades. Nuestra identidad grupal nos indica la costumbre que se ha sumado a esta historia milenaria y gracias a ella nos reunimos, encendemos luces, bendecimos el pan o recordamos a la gente que luchó por una causa justa.

¿Quién no habrá escuchado entonces el mandato de jamás olvidar, con el fin de evitar repeticiones históricas, sobre todo al recordar el Holocausto? Y, sin embargo, ¿cómo puede recordarse una experiencia que jamás se ha vivido en carne propia, si no es a través del dolor de los demás?

Durante mis años escolares, nadie me dijo que quizá era preferible perdonar al prójimo con el fin de vivir tranquilamente. En realidad no; la memoria histórica era una llaga abierta, que jamás debía cerrarse, habría de transmitirse a la descendencia, así justificando por ejemplo los prejuicios contra un país que actualmente defendería como pocos el derecho de los judíos de vivir. ¿Podemos el Pueblo Judío mirar a la Alemania del siglo XXI y expresarnos positivamente de su evolución y conciencia? Es una pregunta abierta y directa; no para juzgar moralmente a aquella nación sino para mirar dentro de nuestros propios corazones y lograr un diagnóstico preciso. Perdonar sin olvidar ¿es posible?

¿Cómo puede el alma ser inducida a un estado de quietud, cuando se le nutre de memorias colectivas llenas de sufrimiento, guerra y muerte? ¿No será acaso necesario encontrar herramientas que nos lleven a una mayor quietud, una que incremente nuestra serenidad personal y también social, así alejándonos del riesgo a la paranoia provocada por situaciones que podrían no suceder? Desde el corazón de los campos de concentración surgieron ideas, amores que cambiaron al mundo. Entre ellos los inspirados libros de un Elie Wiesel y la logoterapia de Víktor Frankl son ejemplos palpables de lo que es posible cuando descubrimos al alquimista que llevamos dentro y transformamos el más denso de los plomos (llámese tragedia humana) en oro puro para la conciencia. Si además de recordar pudiésemos entonces aprovechar las herramientas que han surgido: luces de la ciencia moderna, la filosofía contemporánea, las avanzadas psicologías capaces de recalibrar el alma e incluso cerrar las heridas del pasado para mirar al mundo de forma renovada, entonces el recordar cobraría mayor sentido que nunca y el deseo de olvido no sería necesario, porque habríamos perdonado y seguido adelante como individuos, familias y sociedad.

Utilizar el circuito de las memorias de un pueblo para recuperar la esencia, eso sería, posiblemente, la propuesta evolutiva más elevada y el potencial al cual desearía que aspirásemos con el fin de evitar el sufrimiento por el sufrimiento o el recordar simplemente por no olvidar, cosa que suena a miedo, que huele a resentimiento y que perpetúa las dudas del por qué al Pueblo Judío no se le aprecia enteramente a pesar de su enorme creatividad y su inacabable capacidad de generar recursos y propuestas en prácticamente todas las áreas del quehacer humano.

Este ciclo sin fin de convalecencia histórica, lejos de contribuir a fortalecer nuestra identidad, genera un claro riesgo de caer, todos juntos, en las mismas trampas que el pasado sugiere, al hacer extensiva la carta de la víctima, podríamos confundir hasta la más inocente crítica con un comentario antisemita y encerrar nuestra humanidad entre murallas, en un intento de salvaguardar el sentido de pertenencia y arduamente lograda cultura, pero olvidando –aquí sí- el hecho más fundamental: antes del judaísmo viene el humanismo. Al remarcar la diferencia de un pueblo con respecto a los demás, se puede estar insinuando un muy velado sentido de superioridad; y esta actitud es una clara invitación a escenificar, en alguna de sus múltiples formas, la mayor tragedia humana. Si algo hemos de recordar, más allá de lo que nos han hecho, es que la diferenciación de las razas, el clasismo, el rencor y la soberbia son males universales que todos por igual debemos evitar; en nombre de un planeta que, como una auténtica nave orgánica, nos está conduciendo a todos a través del mismo espacio, al mismo tiempo y donde todos estamos sujetos a las mismas leyes sin importar la sangre, el credo o el origen.

Si acaso somos conscientes de este sólo hecho, es posible que logremos sanar nuestra relación con el aspecto más sombrío de nuestra historia, a fin de resurgir más conscientes en el mundo actual, lejos de las memorias fantasmales y más cerca que nunca de nuestro propio potencial, tal vez judaico, pero innegablemente humano. 

Suplemento especial de la Shoá