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Yom Hashoá: ¿por qué conmemoramos el Holocausto?

Centro Deportivo Israelita, A.C.

Una y otra vez miramos las fotografías, escudriñando sus caras para ver qué aspecto tiene el mal, pero no terminamos de encontrar los rasgos que delatan la presencia de ese mal absoluto, cósmico, sin fisuras, que esos dos hombres representaban.

Cuando más sabemos sobre el Holocausto, cuando más nos aproximamos a él, menos lo entendemos. Nos pasa lo que relataban los guardianes que vigilaban a Eichman mientras esperaban para sacarlo de Argentina, donde lo habían secuestrado: que se quedaban paralizados en su presencia, incapaces de entender que la personificación del mal absoluto, responsable de la exterminación de millones de personas estuviera delante, fuera de carne y hueso y tomara un autobús para ir a trabajar todas las mañanas, como haría cualquier otra persona. Tanto la película que se hizo sobre su secuestro (Eichman), como las reflexiones de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal (Eichman en Jerusalem), parten de esa perplejidad y la utilizan como desasosegante hilo conductor.

Una inquietud similar se apodera de uno cuando se adentra en las memorias de Rudolf Höss, Kommandant de Auschwitz, un documento impresionante de principio a fin que concluye con una carta escrita a su mujer e hijos el 11 de abril de 1947, poco antes de ser ejecutado por el gobierno polaco. Se trata de una carta profundamente perturbadora: son las últimas palabras dirigidas a su familia por un asesino en masa sin parangón. A su mujer le confiesa:

“Aunque soy por naturaleza buena persona, amable y cordial, me convertí en el más grande destructor de vidas humanas [...] Mi fanático patriotismo y mi exagerado sentido del deber fueron los prerrequisitos de esas acciones [...] mi desperdiciada vida te deja a ti ahora la tarea de educar a nuestros hijos [...] son bondadosos por naturaleza [...] edúcalos en la sensibilidad a todo tipo de sufrimiento humano [...] lo que la humanidad es solo lo he aprendido en las prisiones polacas [...] donde a pesar de todo lo ocurrido todavía me han tratado como un ser humano [...]

Y a su hijo mayor le aconseja:

“Aprende a pensar y juzgar por ti mismo, responsablemente. No aceptes todo de forma acrítica como absolutamente verdadero [...] Mi gran error en este vida fue creer de buena en todo lo que se me presentaba desde arriba y nunca atreverme a albergar la mínima duda sobre la verdad de lo que se me presentaba [...] En todo lo que emprendas, no dejes solo que hable tu cabeza, escucha sobre todo la voz de tu corazón”.

Leyendo las últimas palabras de Höss, no sabemos qué nos inquieta más: que los que cometieron crímenes tan horrendos fueran sencilla y llanamente unos sádicos desequilibrados o que, peor aún, fueran personas normales, capaz de asesinar a miles de personas durante el día y luego, como hacía Höss, que vivía en un anexo del campamento con su mujer y sus cuatro hijos, volver a casa con su familia por la noche, tomar una sopa, charlar con su mujer y luego acostar a los niños. Las dos posibilidades nos espantan, pero la segunda nos aterra porque nos invita a estar alerta contra una verdad muy difícil de aceptar: que la excepcionalidad de los hechos que conmemoramos no los convierte en irrepetibles. Los inhumanos hechos que conmemoramos fueron, aunque nos pese, cometidos por humanos. Por eso debemos recordarlos.

Fuente: www.blogs.elpais.com