Olor a café

Género: Cuento
Categoría: Abierta
Pseudónimo: Pedro

El olor a café me enloquece. Es un aroma que despierta mis sentidos, me enfoca y a la vez me da calma y que, en mi cocina, se ha vuelto la antesala de un milagro cotidiano. Cada mañana, cuando el reloj marca las once, ese aroma anuncia la llegada de Marcos, él, tiene 29 años y vive con síndrome de Down y está dentro del espectro autista. No habla mucho, pero cuando lo hace, lo hace muy claramente, muy directo, con palabras del alma.

Marcos toca el timbre; Noé, su chofer y ángel de la guarda personal, lo acompaña, y yo sé que está ahí, le pregunto antes de abrir la puerta: “¿Quién llegó?” y él me contesta con una voz dulce y orgullosa:” Marcos”. Entra despacio, con timidez y confianza, y sin falta, busca su chocolate dentro del refrigerador o en la bombonera, siguiendo patrones como si de un ballet se tratara; si no está su premio, se frustra y me ve con desconcierto. Es cuando pregunta: “¿Me das mi chocolate por favor?” lo dice claro. Sabe cómo mover mis límites, por ejemplo: “Sólo tendrás chocolate si pintas bonito”. Eso no funciona con Marcos,  sabe que él es el jefe y literalmente se adueña de los espacios y de las personas.

Si no le gusta mi apariencia, me manda a maquillar. Sabe leerme como un libro abierto, si me ve triste o molesta me dice: “Te quiero mucho” y con eso me liberó de todas mis “tragedias”.

Mi cocina es nuestro taller; el silencio se convierte en color. He aprendido a preparar el espacio como quien prepara un altar, nada de ruido, nada que altere la paz que él necesita. Solo el sonido del pincel al mezclar las pinturas, trazo sobre lienzo, y el murmullo del mundo exterior. Hay excepciones: Disney y su música favorita, son bienvenidos.

Al principio me esforzaba por enseñarle técnicas: cómo diluir el color, limpiar el trazo, difuminar y cargar el pincel. Pero pronto entendí que yo era la alumna. Marcos no necesitaba aprender a pintar; necesitaba ser escuchado. Su lenguaje no está hecho de palabras, sino de tonos, de intensidades. Sus trazos no son perfectos, pero si honestos. Líneas, manchas y trazos son las letras de nuestro lenguaje, entre su mundo y el mío. He tratado de simular un efecto que el hizo de un brochazo y me lleva horas y no lo logro.

 Enojado elige los colores directos y trazos fuertes, agresivos. Pero si está tranquilo, los azules y verdes inundan la hoja, selva acuática. Y conmovido, ilumina el papel de amarillos con círculos y figuras geométricas que lo tranquilizan. A veces sus obras se parecen mucho entre sí y es como que continúa el dialogo. Otras veces, sus obras se vuelven llenas de límites y gruesas líneas que lo limitan es la prisión le da contención y seguridad. En otras ocasiones los temas son como paisajes estelares, llenos de nubes cósmicas, con vórtex, con colores vibrantes.

Sin razón aparente, golpea su cabeza con las manos y grita. Evoca momentos dolorosos y de mucha impotencia y nada, de lo que diga puede aliviarlo. Solo me acerco despacio, para que sienta que no está solo. A veces acepta, otras no. Pero siempre, después de un rato me ve con una mirada de arrepentimiento auténtico y me dice: “Perdón” y regresa a esta realidad y cae en conciencia de la crisis que acaba de tener. En ocasiones, toma un pincel y vuelve al papel. Y cuando eso pasa, siento que el arte, nos salva a los dos. A veces no logro esconder las obras que dejó inconclusas y el simplemente les vacía un chorro de pintura y las cubre por completo, iniciando otro mensaje.

Hay días en los que no quiere pintar. Se sienta frente a la hoja en blanco, la mira con impotencia, se levanta a buscar otras cosas, como comida, hojas de árboles o simplemente dar una vuelta a la sala para ver las pinturas colgadas. Yo preparo café y espero. No lo presiono. Sé, que, en su enojo, hay tormentas que no puedo comprender. Entonces después de un rato, comienza la negociación. “Si terminas tu proyecto salimos a caminar”. Ese es su máximo premio, porque implica ir hacia la tienda de abarrotes que se encuentra en la esquina, donde el vigilante, vecinos y personal de la tienda lo saludan como una celebridad; en casa, puedo tener todas las cocas del mundo, inútil, lo que a él le encanta es que saluda a sus amigos y regresa con su premio.

Últimamente ha estado más apagado. Sus trazos son cortos, contenidos y espera que le trace figuras para luego rellenarlas, me dice: “Juntos a trabajar” me encanta trabajar junto a él, pero a veces me da mucho miedo, bloquear su mensaje y contaminar con mis ideas su arte. Pero el insiste en que trabajemos juntos, por lo que ya no pinta como antes; ahora colorea. Lo hace con cuidado, con precisión, como si temiera equivocarse. Me duele verlo así, pero entiendo que su mundo interior está cambiando, sus hormonas, su madurez. Quizás siente que ya no puede expresar lo que quiere, o tal vez su fuego creativo está en pausa, no apagado, simplemente acumulando fuerza para que salga como una explosión de color.

El otro día, sin embargo, sucedió algo. Habíamos pasado casi una hora sin que pintara. Solo miraba sus colores, los abría, los acomodaba, se paraba, caminaba y regresaba. Yo, me mantenía en silencio, trayéndole materiales diversos, como acuarelas, plumones, pinturas metálicas. De pronto, sin aviso, tomó el rojo más intenso y lo esparció por todo el papel. Luego el amarillo, luego el azul. Se detuvo, respiró hondo, y con un gesto de cansancio dejó el pincel caer sobre la obra.

Cuando me acerqué, vi algo que me estremeció. En el centro de la hoja, entre manchas caóticas y vibrantes, había una forma que recordaba un corazón. No era perfecto, claro. Pero estaba ahí. Un corazón rojo, incompleto, abierto, palpitante. Lo miró, luego me miró a mí y señalando, habló: “Marquitos”

Me quedé sin aire. No supe si abrazarlo o llorar. Solo asentí, porque en ese momento supe que lo que él hacía cada día frente a ese papel no era pintar: era sentir. Era mostrarnos su mundo con la pureza de quien no teme ser vulnerable. Ese día entendí algo profundo: no todos los artistas pintan para mostrar. Algunos pintan para existir. Marcos pinta para recordarse vivo. Para no perderse en sus mundos paralelos, en sus crisis.

He aprendido que el arte no siempre se cuelga en galerías o grandes espacios culturales. A veces vive en la mirada de alguien que no puede explicarlo, pero lo siente todo. En cada clase, en cada silencio, en cada grito, en cada gesto, Marcos me enseña que la belleza no se entiende, se percibe.

Cuando termina la clase, que por cierto él sabe perfectamente que ya pasaron dos horas, se lava muy bien la cara y se pasa las manos húmedas sobre el cabello meticulosamente cortado. Me mira otra vez, con esa mezcla de inocencia y sabiduría que sólo él tiene. Noé lo espera afuera. A veces, antes de irse, me señala el cuadro que pintó ese día y me dice: “Taraaaannnn, qué precioso”. A veces son manchas, a veces formas, a veces un papalote o una flor, a veces solo color. Pero siempre hay algo vivo ahí, algo que respira e inspira.

Y regreso a mi cocina, entonces vuelve el aroma del café, que ya se ha enfriado. Lo huelo y sonrío. Porque sé que mañana volverá, y que mientras ese olor siga llenando nuestro espacio, también seguirá llenando el espacio de la enseñanza compartida, que le da tanto sentido a mi vida. Aunque el olor a café me enloquece, lo que realmente me encanta, es ver cómo, cada día, una persona que le cuesta tanto dialogar con el mundo, logra decir todo con un trazo, con colores, con imágenes que a veces no tienen forma. Pero que transmiten más que cualquier imagen real.