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Segundo testigo
Título: Segundo testigo
Categoría: Preparatoria
Género: Cuento
Seudónimo: Ende
La lámpara del andén parpadea sobre un charco gris que no es agua, sino polvo pegado a la luz. El techo descascara pequeñas uñas blanquecinas; caen sin ruido. El letrero digital, rojo y cansado, cambia de número con un gesto frío. Un ventilador empuja aire metálico. Nadie habla. El silencio aquí no es vacío, es más como un metal ligero que se queda en la lengua.
Bajas la última escalera del metro con ese peso fino en el paladar. El barandal guarda un hilo pegajoso, como si la estación tuviera memoria y se quedara con lo que tocas. En el borde del andén hay una línea amarilla que no brilla, sólo está. Dos banquitos de plástico, uno manchado con un círculo de café seco. Un anuncio desteñido promete algo que ya pasó; otro avisa de obras en una estación que no conoces. A tu derecha, una cámara con un punto rojo fijo. No mira: registra. A tu izquierda, un reloj colgado que no coincide con el digital. Tomas nota sin querer de esa diferencia. Piensas que, en lugares así, lo único que se mueve sin dudar es la escritura – lo que se escribe avanza aunque el tren no llegue.
Lees. Eso es lo que haces ahora: leer. No un mapa ni un folleto, sino esto. Esta línea te coloca los pies, te lleva los ojos al borde exacto donde empieza la precaución. La palabra “andén” se vuelve superficie. La palabra “túnel” sopla en tu cara una corriente tibia. Piensas que estás respirando letras, y que el aire metálico sólo les da cuerpo.
Alrededor hay figuras sueltas: un hombre de gorra ve su zapato; una mujer con bolsa grande revisa una lista de súper y palpa los productos como si fueran fichas; un señor de limpieza empuja un carrito con una escoba y una cubeta, y la escoba dibuja un sonido breve sobre el piso. No hay voces. Sólo pasos, rodajes cortos, un vibrar grave que no termina de nacer. En el extremo del andén, entre dos columnas, una ranura de oscuridad hace la forma del futuro inmediato: un vagón que todavía no. Los rieles no tienen brillo; tienen uso.
Volteas al letrero otra vez y calculas mentalmente la espera. El cálculo no te sirve para nada, pero te ancla. Aquí todo se mide: minutos, metros, anuncios, distancias con desconocidos. También se mide lo que no dices. Esta lectura, por ejemplo, te está midiendo: cuenta cuánto tardas en mover los ojos, dónde te detienes, qué comparas con qué. No es magia. Es costumbre. Es práctica. Es el modo en que, sin notarlo, conviertes en relato cada cosa que miras. Un banquito, dos anuncios, una línea amarilla. Con eso alcanza para sostener un mundo pequeño.
En el borde, las losas con puntos en relieve marcan un límite firme. Pones el peso en la pierna izquierda, lo cambias a la derecha, vuelves al centro. Sabes que nadie te ve en particular, y sin embargo la cámara está ahí como una firma sin nombre. Si pensaras en la cámara como en un ojo, te daría pena. Es un ojo que nunca parpadea. Registra. No interpreta. Tú sí. Tú traduces el zumbido en pensamiento, el polvo en motivo, el parpadeo en aviso.
Sin darte cuenta, la prosa te da instrucciones mínimas que no se notan. No son órdenes. Son ajustes. Cuando lee “respiras”, respiras. Cuando lee “miras”, miras. Cuando lee “esperas”, esperas. Este cuento te pone en fila con los objetos: lámpara, banquito, línea, tú. No hay héroes aquí. Hay relojes que no se ponen de acuerdo. Hay un punto rojo que insiste.
El ventilador cambia de ritmo. Una corriente más fresca te roza el cuello. Alguien baja corriendo y se detiene antes de la línea. No lo sabes, pero tu cuerpo copia ese gesto y se inclina apenas hacia atrás. La mujer de la bolsa guarda la lista. El hombre de la gorra se arregla el cordón. El señor apoya la escoba. Un anuncio nuevo entra y sale: letras blancas, fondo azul, una flecha sencilla que promete un lugar sin especificar. En el techo, los tubos de luz vibran como insectos contenidos.
Piensas —o más bien la frase te hace pensar— que las estaciones son lugares hechos para no quedarse, y sin embargo siempre hay gente que queda: gente que se vuelve parte del mobiliario, sombras que conocen el ruido exacto de cada tren. Te preguntas si tú, ahora mismo, eres parte del lugar o parte del texto que lo dibuja. La duda no molesta. Es liviana. Hace juego con el aire.
El túnel lanza un viento reconocible. No se oye el tren, pero el viento está primero. Tu suéter se pega a tu camisa. Hueles algo aceitado. Vuelves la cara hacia la oscuridad por pura costumbre; aquí las cosas llegan por ese lado. El reloj digital hace un cambio. No lo oyes. Lo ves en la esquina del ojo. También ves tu reflejo pálido en el cristal del anuncio. Te ves leyendo. Esa es la escena: una persona leyendo mientras espera. No hace falta más para que exista una historia.
Podrías pensar que quien escribe esto inventa datos. No sería correcto. Aquí nada se inventa. Se ordena. Se registra. Se elige qué va adelante y qué se deja afuera. Como cuando haces memoria. Eso es escribir: memoria con voluntad. Por eso, esta segunda persona —tú— no es un truco. Es un espejo limpio. Te mira sin adornos. Te cuenta lo que haces porque, en un lugar tan sencillo, todo gesto pesa.
El zumbido sube uno o dos tonos. Ahora sí, el ruido del tren se vuelve figura. Sientes el pequeño temblor bajo las suelas. Tus dedos, sin querer, aprietan el teléfono. La pantalla baja un poco el brillo para guardar energía. En el cristal del túnel aparece un punto blanco, luego dos. No hay prisa. No hay drama. Sólo una máquina que se acerca por su carril de costumbre. Piensas que la rutina salva. Piensas que la costumbre también puede mentir.
La prosa también se acerca. Lo hace como el tren: con señales chicas. Repite una lámpara, un banquito, una línea. Vuelve a nombrar la cámara. La subraya: punto rojo, fijo. Brilla más que antes, o lo miras tú con más fijación. El tren entra y, por un momento breve, el vidrio de la primera puerta es el lugar más oscuro de la ciudad. Te reconoces ahí. No hay magia. Es física: el contraste, el movimiento, la sombra.
No das un paso. No te mueves. Te quedas leyendo. Esa quietud no es ni cobardía ni torpeza. Es el centro mismo del relato: el instante inmóvil en que todo lo demás avanza. El viento gira, el papel del anuncio vibra, el hombre de la gorra alza la cabeza, la mujer de la bolsa la cambia de brazo, la escoba se apoya más fuerte, la cámara sigue roja. El tren frena. Los frenos hacen un sonido largo que no molesta tanto como debería. Piensas que cada frenada es una frase que se acaba.
Las puertas se abren. El aire cambia de sabor, menos metálico, más usado. Un puñado de personas baja. Traen cara de pasillo, esa cara que uno usa en los lugares de tránsito, ni alegre ni dura. Te abres un poco para que pasen. No hay empujones. Todo sucede con un orden tímido. Miras adentro: asientos de plástico, tubos, anuncios, más luz. Ves tus manos. Ves la página que todavía nombras “esto”.
Podrías subir. Podrías quedarte. La prosa no te pide ninguno de los dos. Sólo te acompasa. Y sin embargo, algo en el borde de las palabras aprieta. No es extraño. Es el efecto normal de un texto que te pone en el centro y te hace preguntas sin signos. ¿Qué te trajo hasta aquí? ¿Qué llevas que no se ve? ¿Qué estás tratando de recordar organizando lámparas, banquitos, líneas y relojes?
Anotas mentalmente una respuesta incompleta: viniste porque sí, porque te quedaba de paso, porque es más fácil moverse bajo tierra cuando arriba todo es demasiado claro. Piensas en una frase que alguien podría escribir sobre ti: “Esperó un tren y, para no pensar, leyó un cuento.” La frase no te molesta. Es útil. Ordena.
Y entonces, como cuando la cabina del conductor asoma y notas que también es un cuarto con papeles, te das cuenta de que este texto tiene una mesa sencilla al final. Una mesa con un formulario impreso y un espacio en blanco. No hay sello mágico ni palabra secreta. Hay casillas: fecha, hora, línea, estación. Hay renglones para “hechos observados” y “observaciones adicionales”. Hay un recuadro pequeño donde alguien escribió a mano “segundo testigo”.
Lees otra vez los objetos que te han acompañado: lámpara, banquito, línea, cámara, reloj. No eran detalles literarios: eran pruebas. El orden igual al de un formulario. El silencio gris no era adorno: era el tono habitual de las declaraciones. La segunda persona, ese “tú” con el que fuiste avanzando, no era un juego: era la forma en que a ti te hablan para que fijes lo que viste. Ahora entiendes por qué el cuento evitó voces: la tuya tenía que llegar limpia, sin ecos.
Ves la hoja. Es clara, dice lo que tiene que decir. Dispone el andén en columnas. Rescata lo visible. Deja fuera lo que no sirve. No hay misterio fuera de éste: estabas leyendo para ordenar la escena. Estabas leyendo para poder dejarla ir. En el margen inferior, junto a un cuadrito mínimo que marca “conforme”, hay una línea larga.
Firmas.
