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Soñando con el Futbol
Título: Soñando con el Futbol
Categoría: Infantil B
Seudónimo: Niso
Había una vez un niño llamado Jacobo. Desde chiquito le encantaba jugar fútbol. Su sueño era ser jugador profesional. Vivía con sus papás, María y Ernesto, en un pueblo donde casi todos se conocían, en una casa que su papá había construido con sus propias manos.
Jacobo era un niño feliz y valiente: no le daba miedo nada. Siempre sonreía, le gustaba ayudar y nunca se rendía.
Su papá, Ernesto, era fuerte y trabajador. A veces se asustaba fácilmente, pero cuando eso pasaba, siempre decía: “Si algo me da miedo, lo voy a hacer aún con miedo”. Le encantaba construir cosas, y con sus herramientas había levantado su propia casa.
Su mamá, María, era muy diferente: casi nada lograba asustarla. Le encantaba ver cómo su hijo jugaba fútbol y siempre lo apoyaba desde la orilla de la cancha. Era una mamá amorosa y un poco muy exigente, pero eso solo porque quería que su hijo creyera en sí mismo.
A los cinco años, Jacobo ya soñaba con entrenar en un equipo, aunque no podía ir a una academia porque no había ninguna cerca de su casa.
Un día, cuando tenía nueve años, caminando por su pueblo, escuchó gritos y risas. Siguió el sonido y descubrió una cancha vieja, con porterías oxidadas y pasto seco, pero llena de niños corriendo detrás de una pelota. Para él, esa cancha parecía un estadio enorme.
Se acercó y preguntó con pena:
—¿Puedo jugar con ustedes?
Los niños se miraron entre ellos y uno le dijo:
—Claro, ven.
Se llamaba Samuel. Era alto, simpático y muy penoso en el fut. O sea, aunque jugaba bien, a veces le daba miedo tirar a gol. Era de esos amigos que siempre te hacen reír y que, aunque te equivoques, te animan a seguir.
Al principio Jacobo se sintió nervioso, porque siempre había jugado solo con su papá. Pero poco a poco se fue soltando, y cada vez jugaba mejor.
Durante el juego, Jacobo se burló a todos los rivales y metió un gol. Todos se sorprendieron y lo felicitaron. Luego le ofrecieron entrenar con ellos. Jacobo preguntó:
—¿Cuesta dinero?
—No, es gratis —le respondieron.
Jacobo aceptó encantado. Le dijeron que los entrenamientos eran a las ocho de la mañana, en esa misma cancha. Corrió a su casa y les contó la noticia a sus papás. Ellos lo abrazaron y le dijeron que estaban muy orgullosos.
Al día siguiente, Jacobo conoció al entrenador, Roberto, un hombre que siempre llevaba una gorra roja y una sonrisa. También recibió su primer uniforme con su nombre. El equipo se llamaba Las Fieras, y aunque sus camisetas estaban un poco rotas, todos las usaban con orgullo.
Pasaron dos años jugando juntos, y llegó su primer gran partido en una liga muy especial. El equipo rival era el mejor de la liga. Samuel se convirtió en su mejor amigo.
El encuentro comenzó, y aunque jugaban muy bien, al principio les metieron un gol. Jacobo estaba triste, pero Samuel le pasó el balón y Jacobo metió el empate. La cancha se llenó de gritos y aplausos.
Las Fieras se pusieron contentos y empezaron a jugar como en los entrenamientos, más enfocados en disfrutar que en ganar. Hacían trucos como la vuelta al mundo y el sombrerito, dejando a todos impresionados.
Después del partido, Roberto lo llamó:
—Jacobo, ¿te gustaría ser jugador profesional?
—Sí —respondió él con una sonrisa.
—Si sigues así, seguro lo lograrás. Hoy vi a entrenadores de otros equipos observándote jugar en equipo.
Jacobo le contestó:
—Gracias, coach. La verdad estoy contento y quiero que nada me quite la concentración. Primero quiero ganar con este equipo, después veremos si puedo ser profesional.
Su entrenador sonrió y le dijo:
—Así se habla. Felicidades por tu gol.
Esa noche, sus papás lo felicitaron también. Jacobo le dijo a su papá que el gol se lo había dedicado a él.
—¿Por qué a mí? —preguntó Ernesto.
—Porque tú me enseñaste a jugar y a no rendirme.
Su papá le contó una gran noticia:
—Jacobo, mi amor, te habló un equipo profesional, quieren que vayas a probarte.
Jacobo se quedó callado y le respondió con lágrimas en los ojos:
—Pa, no quiero irme hasta que termine la liga. Este equipo me quiere mucho, y yo también los quiero.
Al día siguiente, el entrenador Roberto lo llamó:
—Jacobo, ¿te acuerdas que te dije que podrías ser profesional?
—Sí, claro.
—Bueno, hay un equipo que te quiere fichar.
Jacobo pensó un momento y respondió:
—Gracias, coach. Mi papá también me lo dijo ayer, pero estuve pensando y no me voy. Me quedo con este equipo, que para mí es el mejor del mundo.
Todos se emocionaron y decidieron concentrarse para el partido: la semifinal.
Jacobo calentaba cuando el árbitro silbó el inicio. El equipo rival era fuerte. En el minuto veinte, Jacobo recuperó la pelota, se burló a un jugador, pero un rival se barrió y lo golpeó en el pie.
Jacobo cayó gritando de dolor. Todos corrieron hacia él. El árbitro silbó falta, y los doctores entraron a la cancha. Lo llevaron en camilla.
El médico le dijo que no podría jugar ya nunca. Jacobo se puso triste, pero Roberto le dio una nueva oportunidad:
—Jacobo, nadie quiere más a este equipo que tú. Has estado con nosotros como jugador, pero ahora quiero invitarte a seguir ayudando al equipo, aunque no puedas jugar.
—Yo no quiero ser porrista, coach —dijo Jacobo, entre risas tristes.
—No, Jacobo, ¿cómo crees? Quiero que seas nuestro director técnico en la final.
Llegó el día de la gran final.
Jacobo animó a todos desde la banca. Dio instrucciones, gritó jugadas, y cuando uno de sus amigos metió el gol del triunfo, todos corrieron hacia Jacobo, lo levantaron entre risas y gritaron:
—¡Ganamos! ¡Ganamos!
Jacobo sonrió y sintió algo nuevo: que a veces no hace falta jugar en la cancha para ganar algo importante. Agradeció poder seguir siendo parte del equipo, aunque fuera desde otro lugar.
Y cuando levantaron juntos la copa, pensó:
“A veces las cosas no salen como esperas, pero siempre hay algo bueno que puedes ver en cada cosa.”
