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Susurros de mi reflejo
Título: Susurros de mi reflejo
Categoría: Preparatoria
Género: Cuento
Seudónimo: Arviak
La primera vez que reparé en la peculiaridad de los espejos aún era joven. No recuerdo mi edad; tal vez nunca la supe. Solo sé que aquella candente mañana, o tarde o incluso medianoche, reconocí la extrañeza del laberinto. Los pasillos se prolongaban más allá de toda medida y en cada superficie, un espejo me mostraba un reflejo de mi aparente pasado, o presente, o tal vez futuro; un fragmento de vida que no había vivido, y que, sin embargo, me era inquietantemente familiar. Había uno que me mostraba durmiendo en un jardín envuelto en niebla; otro, recibiendo cartas que jamás existieron; uno frente a un río, acompañado de una mujer con una voz cálida. A partir de aquello, han pasado siglos, o segundos; el tiempo no fluye realmente en este lugar. Desde entonces, he aprendido a moverme con cautela en los pasillos interminables, preguntándome cada día quién me puso aquí.
Camino hasta un espejo más grande que todos los demás. Cada paso resulta en un eco ensordecedor. Mi reflejo es el de un joven soñoliento –con el cabello desordenado y las prendas arrugadas– abrazando a mi madre, cuya blusa de algodón está marcada por lavanda y el pelo recogido en un torcido moño. Ambos apreciamos la vista sentados en la pequeña banca sobre un montículo. Veo un paisaje hermoso, lleno de vegetación y flora por doquier; cómo desearía estar ahí. El césped esmeralda resplandece, formando un tapiz que abraza el paisaje. Un gran lago se extiende en la lejanía, cerca, un vasto campo de tulipanes roba mi atención. Es un atardecer placentero, marcado por el nítido aire de otoño. Un par de mariposas revolotean en las copas de los sauces a nuestro alrededor. Todo es tan bello, como extraño y aterrador. Es un instante que reconozco aun sin haberlo vivido. Puedo imaginar la cálida voz de mi madre, sentir la brisa en mi cuello y percibir los aromas a tulipán.
De pronto, el espejo se oscurece y la imagen se desvanece. Siento un vacío en mi pecho. No es la primera vez que ocurre, siempre que permanezco frente a un reflejo por un largo tiempo, la vida que me gusta se disuelve ante mis ojos, como si me negara el derecho de pertenecer a ella. Cada espejo tiene un secreto, basta con tocar la superficie de este para reclamar la vida. Tan solo un gesto insignificante, un roce y todo lo que siempre quise será mío. Quiero extender la mano, tocar el espejo, aferrarme a ese instante de calidez y certeza, pero la imagen ya no está ahí. Nuevamente he perdido la oportunidad.
Sigo caminando, en busca de otro espejo, otra oportunidad, otra vida. Ahora veo un hijo que nunca existió. Mi reflejo sonríe mientras lo impulsa en el columpio, a la vez, aquel pequeño suelta una carcajada. Otros niños revolotean por el parque. Es una tarde de verano y la brisa cálida me roza la frente, trayendo consigo una sensación de calma. Todo lo contrario a la realidad, donde la soledad se apodera de mi ser, únicamente acompañado por la envidia hacia mi propio reflejo. El suelo de gravilla es horrendo, en contraste con las pequeñas edificaciones coloridas que se levantan alrededor del parque. El cantar de los pájaros aminora el bullicio de los automóviles y la gente enfurecida en las calles. No es propio decir que aquella era la vida perfecta, sin embargo, estimula en mí esa sensación placentera de amor y calma. Evalúo la posibilidad de tocar el espejo, aunque sé que eventualmente encontraré una vida mejor. Tal vez una en la que no tenga que preocuparme por alimentar a mi hijo, o por pagar los impuestos. Probablemente una en la que no haya injusticias. Mientras me detengo en aquel pensamiento, la imagen se desvanece una vez más.
-¿Qué tipo de tortura es esta? -me pregunto a mí mismo-. ¿Quién creó este lugar? ¿Acaso lo cree yo mismo?
Continúo mi camino a través de los pasillos. Hace frío, pero gotas de sudor recorren mi frente. El aire es pesado y sucio, lleno de polvo. A veces me cuestiono si mi propio yo es un mero reflejo, si los demás me envidian, mientras permanezco alejado de toda forma de vida, tan solo caminando de un lado al otro, ¿Qué más podría hacer? Grito, con todas mis fuerzas, hasta que el eco de mi voz se quiebra contra los muros infinitos del laberinto. El sonido se pierde entre los pasillos interminables, y mi propio reflejo parece observarme con indiferencia, burlándose de mi soledad.
Camino un poco más, y el aire se vuelve más denso. A lo lejos, un espejo brilla. Acelero mi paso y consigo atravesar el laberinto. Lo que observo ahora difiere de cualquier reflejo anterior. Esta vez no soy yo. Mi corazón se acelera y el espejo parece emitir una advertencia silenciosa: alejarme, con el ímpetu y rapidez de alguien que escapa de la muerte. Ante mis ojos se despliega el vacío. No es algo que se pueda explicar con el lenguaje. Es hermoso y aterrador, pero no me encuentro yo. No hay indicio alguno de que haya algo. Todo es una infinita ausencia, un mapa de soledad. Contemplo por unos segundos aquella realidad y comprendo que observo lo imposible. Por un instante, siento la tentación de tocarlo, de desafiar la advertencia, y comprendo que aquello no cambiaría nada, pues seguiría siendo yo, en un gran vacío infinito acompañado únicamente por mis pensamientos y deseos, por mi propia soledad.
Entonces, retrocedo un par de pasos y me estrello contra un espejo, aquel se parte, pero no en fragmentos, sino en más reflejos. Cada astilla perfora una parte de mi cuerpo. Siento dolor. Donde se alzaba aquel espejo, ahora se abre un gran contraste. Antes, veía la nada propia, ahora lo veo todo y es aún más aterrador. El universo se expande ante mis ojos. No como una sucesión de imágenes, sino como un enjambre de versiones de mí mismo que me miran con desprecio. Caigo al suelo, me cubro el rostro y comienzo a llorar. Me pregunto si estoy muerto.
Abro los ojos lentamente y me levanto. Ya no estoy allí, sino que me encuentro al otro extremo del laberinto. Suelto un resoplido y me relajo. Inicio mi camino de nueva cuenta, pues no tengo nada más que hacer. Es entonces cuando tomo una decisión, probablemente la más importante de mi vida: el próximo espejo que cruce mi mirada será el indicado, estoy cansado hasta el límite del infinito desolador y de la soledad. Me cubro los ojos con mi antebrazo y comienzo a correr, dejando que mi cuerpo me guíe hasta el espejo indicado. Sorpresivamente, no me estrello contra ningún muro. Freno cuando mis piernas ya no responden más. Estoy agotado. Me descubro los ojos y mi mirada se cruza con el reflejo. Me dirijo a este con ansias. Mi respiración se acelera y mis palmas de las manos comienzan a sudar.
Contemplo lo que será mi vida y es preciosa. Me encuentro en un gran comedor, ubicado en lo que parece ser mi hogar, acompañado de mi familia. La vivienda es enorme, casi una mansión. Los varones conversan sobre deportes, mientras que las mujeres ríen a carcajadas, los niños revolotean por los sillones y yo, soy un hombre de mayor edad sentado en la cabecera del comedor. Aquel viejo parece ya haber vivido todo, es sabio y querido. Sobre la mesa, se encuentra un festín, pollo rostizado, acompañado de papas y sopa de verduras. Sobre mi copa hay vino. Detrás de mí se alza un gran ventanal, donde se puede observar un jardín de gran tamaño, acompañado por árboles, flores y animales. Todo es bello. Acerco mi mano al espejo y la alejo. Vuelvo a repetir el proceso unas cuantas veces. El tiempo parece detenerse, como si el laberinto hubiera elegido que esa sea mi vida. El espejo parece latir, me exige con ansias que lo elija. Extiendo la mano y por fin, hago contacto con mi reflejo. Al tocarlo, la superficie cede, no es fría ni dura como el vidrio, sino que es cálido y suave. Mi cuerpo atraviesa la superficie, siento que me ahogo y que todo mi cuerpo se disuelve. A lo lejos, se escucha un murmullo, parecido a un canto que ilumina mis pensamientos. No estoy seguro de dónde proviene, si del espejo, el laberinto o mi corazón. Entonces, todo se vuelve un silencio atormentador.
Cuando abro los ojos me encuentro en la silla, en el comedor. Sin embargo, ahora puedo oler el pan recién horneado, sentir el calor de la sopa en mis manos, escuchar las carcajadas de los niños. A mi lado, mi esposa me sonríe. Afuera, el jardín estalla en colores y el aire trae olor a hierba recién cortada.
Es perfecto. Y, sin embargo, algo no encaja. Los movimientos, las risas, todo parece un baile perfectamente coreografiado. Los niños nunca tropiezan, los varones nunca paran de hablar, mi esposa no para de sonreír. Muevo mi copa con la mano y el vino no se mueve. Es entonces cuando lo comprendo. Miro por la ventana y confirmo mi mayor miedo: fuera, se encuentra mi reflejo, caminando por un laberinto sin final. Nunca escapé del laberinto, sino que simplemente cambié de forma. Mi reflejo me mira con una sonrisa. Por primera vez, cierro los ojos y no intento escapar.
