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No en mi nombre: una reflexión sobre la situación actual en Gaza

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Linda Bucay Harari

El siguiente artículo ha sido adaptado de la correspondencia enviada a la Dra. Ella Shohat, académica judía de origen iraquí, profesora en la Universidad de Nueva York (NYU).

I will not dance to your war drum…
I will not side with you nor dance to bombs because everyone else is dancing.
Everyone can bewrong.
Life is a right not collateral or casual.
I will not forget where I come from. I will craft my own drum.
Gather my belovednear and our chanting will be dancing...
I will not lend my name nor my rhythm to your beat…
This heartbeat is louder than death.

Suheir Hammad
“What I Will” (Fragments)

Uno de los momentos más importantes en mi transición a la adultez, fue llegar al kibutz Nitzanim, localizado a una hora al sur de Tel Aviv, en donde viví durante seis meses. Recuerdo bien nuestra casa, rodeada de jardines y flores, cerca del mar Mediterráneo. En la generación de mis padres, la Hajshará estaba reservada casi exclusivamente para judíos askenazis. Recuerdo lo orgullosas que nos sentimos mis amigas y yo, cuando nos convertimos en algunas de las pocas mujeres de mi generación que pasaríamos tiempo trabajando en un kibutz. Después de años de intentar convencer a nuestras familias, en nuestras mentes jóvenes, esta experiencia nos transformaba en mujeres fuertes e independientes.

El tiempo que pasé en Israel, fortaleció mi conexión con todo que había aprendido hasta entonces sobre la historia de esa tierra. Fue además un momento de crecimiento personal que en muchos sentidos, me hizo la persona que soy hoy. Cuando volví a México, mientras estudiaba la licenciatura, trabajé creando un programa en el que enviamos a cientos de jóvenes voluntarios en kibutzim y otros programas sociales, con el objetivo de fortalecer su relación con la cultura israelí y su propio judaísmo.

Ahora que miro hacia atrás, me pregunto cómo puede ser posible que durante todos esos años y durante múltiples visitas a esa tierra, nunca conocí un solo palestino, incluso viviendo a unos cuantos kilómetros de la Franja de Gaza. Esto sucedió casi diez años después mientras estudiaba mi posgrado en los Estados Unidos. Este encuentro con mi compañero de clase -que después se convirtió en mi amigo- inició un proceso que me ha mostrado algunas de las partes más profundas de mi propia identidad.

Nací en una familia judía, que migró a la Ciudad de México desde Alepo y Damasco. Tuve la fortuna de crecer en una comunidad fundada por gente trabajadora y generosa, rodeada de mi familia, y especialmente cerca de mis abuelas, quienes me llenaron incondicionalmente de amor, y por supuesto, deliciosa comida y café turco. Cuando cierro los ojos y pienso en mi infancia, me abrazan los intensos aromas de las especias en sus cocinas, y el sonido de sus voces hablando en árabe con sus amigas (idioma que nunca nos enseñaron, pero que se grabó como una melodía misteriosa y dulce en mi memoria). Toda mi vida estudié en una escuela judía, en donde aprendí hebreo e inglés, fui a varias tnuot, y desde muy temprana edad comencé a interesarme por la historia del Estado de Israel.

Fue curioso que recién nos conocimos, lo primero de lo que Mohamed habló -con una gran sonrisa- fue de su abuela. Cuando le pregunté en dónde estaba, me dijo que en Gaza. Recuerdo cómo se helaron mis manos y mi corazón comenzó a latir rápidamente al escuchar esa palabra. Sentí miedo, desconcierto, y una parte de mí se preparó para defenderse de alguna manera. En la escuela me enseñaron cómo responder cuando alguien cuestionara las acciones de Israel fuera de la comunidad, pero nunca imaginé cómo sería mi primer encuentro con un palestino.

Lo primero que aprendí, para mi sorpresa, es lo similares que somos. Más allá de sus palabras, inmediatamente identifiqué en su mirada, cómo compartimos la forma de amor más puro e intenso por nuestras abuelas. En segundo lugar, me di cuenta lo poco que sé sobre el conflicto a pesar de haberlo estudiado una y otra vez desde niña. No sé en qué momento fue que los ‘árabes’ se convirtieron, en mi mundo interno, en la imagen del enemigo, del ‘terrorista’. Hoy en día, también puedo ver lo paradójico de esta asociación, al haber crecido en una familia que trajo consigo toda su cultura, su comida, y su lenguaje, de una tierra árabe.

Mudarme a los Estados Unidos hace un par de años, especialmente poco antes de las elecciones presidenciales, me mostró lo difícil que es para los estadounidenses, y especialmente para los judíos, entender mi identidad mexicana-judía-siria. En una sociedad en donde estas categorías le parecen a la mayoría tan lejanas (incluso mutuamente excluyentes), parece un misterio (que va desde lo repulsivo a lo exótico) el ver que puedan coexistir en una misma persona. Para mí, es un hermoso regalo que me permite experimentar, comprender y disfrutar la vida de una forma única.

Hoy en día, estoy haciendo un proyecto de investigación con el objetivo de desarrollar servicios de salud mental a través de las escuelas públicas para menores, que han huido de zonas de conflicto y han llegado a los Estados Unidos buscando refugio. Dos de los grupos más grandes de estudiantes, están compuestos por niños y adolescentes latinos y sirios – y es claro cómo puedo conectarme automáticamente con la cultura de ambos grupos. Lo mismo cuando hablo con otros judíos sobre nuestra historia, o cuando reflexionamos sobre la complejidad del hebreo, lengua fascinante que siempre está abierta a la interpretación.

Uno de los conceptos que aprendí desde la primaria y me acompaña hasta el día de hoy, es “Tikun Olam”, y cómo la justicia social constituye uno de los pilares del judaísmo. Para mí, como judía humanista secular, estos valores han guiado cada aspecto de mi vida, y me han llevado a desarrollar una carrera en Salud Pública, buscando atender las necesidades de las poblaciones más vulnerables. Pero también, en los mismos salones, nos contaban historias sobre cómo los niños palestinos aprenden a ser terroristas, para inmolarse e ir al paraíso al matar judíos como nosotros. Esos niños que jamás había visto, se convirtieron en nuestros enemigos ficticios, los cuales no tuvieron un rostro en mi mente hasta que cumplí casi 30 años de edad.

Asimismo, cualquier tipo de crítica hacia las acciones de Israel, en vez de cuestionarse, o por lo menos pensarse (como en el caso de cualquier otro país, incluso de nuestro México), siempre era interrumpida por los adultos bajo la denominación de ‘antisemitismo’ y justificada como una respuesta apropiada a las acciones de Hamas, Hezbolá, o cualquier otra amenaza - de las cuales no entendía mucho, pero de alguna forma, se conglomeraban en esa misma categoría oscura y horrífica, traslapándose con nuestra memoria histórica.

Aprendí exactamente qué responder si alguien criticaba cualquier acción del Estado que me representaba como judía. A tomarlo como un ataque personal y a defenderlo como tal. Qué decir cuando alguien se acercara gritando, con comentarios agresivos o antisemitas. Pero no aprendí cómo reaccionar cuando las críticas fueran válidas, y se pudieran corroborar en los libros de historia. Cuando el sufrimiento de aquello que aprendí a conceptualizar como ‘otro’ es tan fuerte que es imposible no escucharlo. Qué responder hoy, cuando es claro que los Derechos Humanos de poblaciones enteras han sido violados por años, para que nosotros podamos sostener el Estado que aprendí a amar desde niña.

Fue hasta hace unos meses, que escuché por primera vez la palabra “Nakba”. Incluso hasta el día de hoy, sigue siendo muy difícil tratar de entender lo que ese día significa para millones de personas, y aún más, que se conmemora cada año al mismo tiempo en que nosotros celebramos con emoción Yom Haatzmaut, comiendo falafel y cantando el Hatikva.

Sin embargo, hoy que soy capaz de mirar con ojos adultos cómo también nosotros hemos causado tanto sufrimiento a tantas personas, y cómo es que lo hemos ocultado (incluso de nosotros mismos) por generaciones, me provoca un terror que inunda mi estómago y se apodera de mi corazón, un dolor que paraliza mi capacidad de pensar. Simultáneamente, tengo respuestas automáticas que me impulsan a defender a Israel a toda costa, provocadas por la angustia de la posibilidad de que se desencadene otro genocidio en algún lugar de la diáspora, sin la figura simbólica del ejército israelí para protegernos.

Comparto estas preguntas (aunque no haya encontrado todas las respuestas) porque siento la responsabilidad de visibilizar ese ‘otro’ que con mucho esfuerzo puedo comenzar a ver, y me duele. Lo comparto para pensar juntos, como comunidad, cómo podemos integrar las diferentes narrativas e identidades que coexisten en nuestro mismo pueblo, y sin omitir la historia ni el sufrimiento de otros pueblos. Pensando, antes que ninguna otra cosa, que cuestionar el racismo y la extrema derecha, es todo menos antisemitismo. Es más bien, desde mi punto de vista, lo más judío que podemos hacer. Alzar la voz ante la injusticia, la brutalidad, y la opresión, independientemente de quién sea el perpetrador. Y sobre todo, cuando está sucediendo en nuestro nombre.

DATOS:

Linda Bucay Harari es psicóloga y especialista en adicciones. Tiene una maestría en Salud Pública por la Universidad de Johns Hopkins, en donde trabaja actualmente coordinando proyectos de investigación. Sus principales intereses tienen que ver con inequidades sociales, así como en encontrar formas de brindar servicios de salud para poblaciones vulnerables. Sus últimos proyectos se han enfocado en el entendimiento y atención de personas con trastornos por consumo de sustancias, poblaciones de refugiados y migrantes indocumentados. Ha publicado algunos trabajos al respecto, así como sobre temas de atención psicológica a nivel poblacional en situaciones de desastre - como en el caso de los sismos ocurridos en septiembre de 2017. Vive en Baltimore, le gusta tomar el café negro, andar en bici, y casi todo el día está escuchando música.

[1] Nakba es un término en árabe que significa ‘catástrofe’ o ‘desastre’, utilizado para designar la experiencia del éxodo palestino que inició en 1948, cuando alrededor de 700 000 personas fueron desplazadas. Cada año, los palestinos conmemoran este día el 15 de mayo, ya que Israel declaró su Independencia el 14 de mayo de 1948. Hoy, aproximadamente una cuarta parte de la población refugiada del mundo es palestina, y los registros actuales de las Naciones Unidas (UNRWA) cuentan con más de cinco millones de refugiados palestinos.