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Uno y mil colores
Uno y mil colores
Cuento – Infantil B
Por: Colorida
La noche cubrió el cielo del 13 de julio de 2021. Era una noche fría y con un viento muy refrescante, la luna brillaba e iluminaba el rostro del Dr. Blas quien estaba listo para entrar a la convención de inteligencia artificial que apoyaba a la medicina. Él estaba allá, en la gran ciudad de Nueva York. Los edificios eran altos, con muchas ventanas y luces; la gente caminaba rápido, siempre viendo una pantalla, usando audífonos, hablando con alguien por teléfono mientras comían algo; nadie le sonreía a nadie, ni siquiera hacían contacto visual. Parecía que la gente ya no tenía emociones, o al menos, no las expresaban ni les daban importancia. Aunque por fuera, las luces brillaban en esplendor, el ambiente se sentía en blanco y negro.
Ese día, el Dr. Blas llevaba puesto un saco negro con una corbata morada; también llevaba puesta una bufanda color rojo que su mamá le había tejido hace algunos años, antes de que se mudara a Nueva York. Estaba a punto de entrar a un gran edificio color naranja y plateado con casi cien pisos, cuando de repente, sintió que un fuerte aire le recorría en su cuerpo, pero no por fuera, sino por dentro. Cerró los ojos y comenzó a pensar: “¿Qué hago aquí?” “¿De verdad aún mi profesión es importante?” De repente volvió a abrir los ojos, respiró y se encaminó para entrar.
En el vestíbulo había una linda señorita detrás de una mesa con una campanilla, en cuanto notó la presencia del Dr. Blas, le dijo amablemente:
—Buenas noches, señor, bienvenido, ¿viene a alguna junta en específico o solo viene a visitar el lugar? —luego le dirigió una bella sonrisa al Dr. Blas y él sintió calidez en todo el cuerpo. Hace mucho que no veía sonreír a alguien y menos para él.
—Hola, gracias. Vengo a la conferencia de IA que apoya a la medicina.
Ella le mostró el camino a uno de los cinco elevadores que había y con amabilidad se despidió. Era la primera persona que le sonreía sinceramente desde que había llegado a Nueva York.
—Buenas noches, señor, al piso de la conferencia de inteligencia artificial ¿verdad? —dijo amablemente el ascensorista, cuando el Dr. Blas entró al elevador y se sorprendió nuevamente de la amabilidad de otra persona. Luego le confirmó.
Cuando llegaron al piso deseado, el Dr. Blas salió del elevador y se encontró con un auditorio enorme, con puertas gigantescas y grandes ventanales de vidrio. Tomó asiento lo más adelante que pudo para así poner mayor atención. Cinco minutos después, la conferencia comenzó.
Las luces se apagaron y un señor con voz gangosa comenzó a platicar de las maravillas de la IA. Sonaba presuntuoso y menospreciaba el trabajo de los médicos, asegurando que la salud ahora estaría en manos de la IA. Para demostrarlo, escogió a alguien del público para que pasara al escenario.
—¡Tú! —dijo el conferencista mientras señalaba con su dedo índice al Dr. Blas.
El Dr. Blas subió con muchos nervios al escenario pensando en qué le pondrían a hacer.
—Bueno, señor —dijo el conferencista—, yo le daré los síntomas de una persona y usted me dirá el probable diagnóstico y solución para este, ¿listo?
El conferencista le entregó una hoja al Dr. Blas con los datos y después le dio click a su computadora. No había pasado ni un minuto, cuando un programa de IA ya había arrojado la información que al Dr. Blas le hubiera tomado como mínimo 20 minutos.
—Ya lo ven ustedes, esta inteligencia es la revolución, las personas ya no tendrán que ir al doctor. Desde la comodidad de su hogar, podrán encontrar soluciones a sus problemas y las farmacias están enteradas de esto para que puedan dar los medicamentos sin la necesidad de una receta oficial. ¡Es una maravilla!
Todos los doctores en la conferencia estaban confundidos, pero la gente que no lo era, no paraba de aplaudir. ¡Ya no tendrían que ir con un doctor!
Cuando terminó la conferencia, el Dr. Blas sintió que su vida ya no tenía sentido, ¿para qué había estudiado tantos años, si una IA lo reemplazaría? ¿No se supone que la IA era para apoyar a los médicos y no para quitarlos? Realmente estaba muy decepcionado de todo.
Cuando llegó a su departamento, encontró un sobre tirado en el piso que seguramente alguien había colado por la rendija de la puerta. Lo levantó y se puso a leer.
Querido Andrew:
Te necesitamos en el pueblo, tu madre me ha contados que ahora eres un gran doctor.
Con cariño, Iyashi.
No podía ser, desde que llegó a Nueva York, el Dr. Blas no había sabido nada de Iyashi, el famoso curandero del pueblo. Además, hace años que nadie lo llamaba por su nombre. Se preguntó que qué querría y se le ocurrió que sería bueno ir para allá a tomarse unos días para despejarse un poco. Al día siguiente tomó sus cosas y se fue.
Cuando llegó al pueblo, lo primero que hizo fue ver a su mamá. Ya extrañaba un abrazo amoroso y sincero. Después fue a ver a Iyashi.
—Pasa, pasa, Andrew —dijo Iyashi en cuanto lo vio llegar.
—¿Cómo está señor Iyashi?
—No me digas señor, que me haces sentir viejo —respondió Iyashi y el Dr. Blas sonrió apenado.
Nadie sabía la edad del señor Iyashi, pero algunos rumoraban que pasaba de los cien años. Era un señor alto, de piel color oro, con arrugas que lo hacían ver con un rostro tierno y su cabello eran tan blanco como el algodón.
—Hola, mi nombre es Anam por si no lo sabías —dijo sorpresivamente una niña que salió de uno de los cuartos de la casa.
—Andrew, te presento a mi nieta: Anam.
Anam era la nieta del curandero, quien siempre le ayudaba en las citas con sus pacientes. Tenía casi 13 años y era muy divertida, aunque a veces, un poquito imprudente.
El señor Iyashi le ofreció quedarse en su casa para que el Dr. Blas no le diera molestias a su mamá. Tenía un cuarto extra que no era tan grande, pero sí muy acogedor. El Dr. Blas, o Andrew, como le diremos a partir de ahora, aceptó. Le encantaba la casa del curandero, sentía una gran calidez y amaba ver muchos frascos con hierbas y menjurjes por todos lados. Después de que Andrew se acomodara en su nueva habitación, Anam entró corriendo a la sala y se tiró en un pequeño sillón para abrazar a su peluche remendado, cuando de repente, Iyashi tosió tan fuerte que no pudo disimular el dolor en el pecho; Andrew le preguntó si estaba bien, y él respondió que sí, aunque todos sabían en el pueblo que estaba mintiendo. Anam le dijo a Andrew que ya llevaba así más de un mes; este se preocupó y supo que tenía que hacer algo, así que sacó su maletín y comenzó a revisarlo. Notó que a Iyashi le costaba respirar mucho y que tenía una tos poco común, así que revisó a fondo sus pulmones.
—Andrew, no te preocupes por mí, si quise que vinieras es para que me ayudes a dar consulta, pues a veces siento que ya no atiendo bien a la gente del pueblo —dijo Iyashi cuando notó la preocupación de Andrew.
—Pero no sé si yo pueda ayudarle, creo que no soy un buen doctor —dijo Andrew recordando lo que pasó en la conferencia sobre la IA.
—¿Cómo no vas a ser un gran doctor si tu sonrisa contagia? —dijo el curandero—, un doctor que sonríe ya tiene la mitad del camino ganado para que sus pacientes puedan sentirse mejor.
Con ese argumento, Andrew aceptó y así comenzó a ayudar al curandero Iyashi. Todas las mañanas, Andrew, Iyashi y Anam visitaban a la gente que tenía alguna enfermedad en el pueblo, o a veces la gente iba a la casa. Lo que más le sorprendía a Andrew es que en la mayoría de los casos, no les daba medicamentos, sólo platicaba y la gente parecía mejorar.
—A veces la gente no necesita medicamentos, sólo les duele el corazón o el alma por algo que les pasó —le dijo Iyashi a Andrew.
—¿Y qué tal que sí necesita medicamentos?
—Uno simplemente lo sabe, Andrew, un buen doctor revisa no sólo con la vista, también con el corazón, y cuando hay que dar medicamentos, pues los damos.
Mientras tanto, en la ciudad todo era un caos. Cientos de personas intoxicadas por tomar medicamentos que no necesitaban, hicieron que las farmacias reconsideraran que una IA diagnosticara a la gente.
Hace mucho que Andrew no se sentía tan vivo, tan lleno de colores de escuchar a la gente, de verse a los ojos y sonreírse, de aprender de las enseñanzas de Iyashi.
—Andrew, yo estoy a punto de morirme, quédate aquí con la gente del pueblo —le dijo un día Iyashi.
—Pero… no puedo, me gusta la ciudad, me gustan mis pacientes —dijo pensativo Andrew—. Creo que mi misión es llevar esta calidez a la ciudad. Amé estar aquí, todo lo que te aprendí.
Días después, Andrew regresó a la ciudad. Los años pasaron y la gente dejó de consultar a la IA como su única manera para cuidarse. Andrew siguió visitando a la gente del pueblo y aprendiendo de Iyashi hasta que murió. Fue Anam quien siguió con los aprendizajes de su abuelo y aprendiendo también del Dr. Blas, quien dejó de ver en blanco y negro para ver uno y mil colores.
Fin.
