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Los agujeros negros, esos Nobel en Física 2020

Centro Deportivo Israelita, A.C.

El martes 6 de octubre Göran Hansson secretario general de la Real Academia Sueca de Ciencias, anunció con voz alta, clara e inteligible (a pesar de que era en sueco) que el Nobel 2020 en física concernía a los objetos más oscuros del universo: los agujeros negros, y luego exclamó; “y los ganadores son: Roger Penrose, Andrea Ghez y Reinhard Gentzel…” ¿Quién es Roger y qué hizo para acreditarse la mitad del Nobel en Física?, ¿y quiénes son Andrea y Reinhard y qué hicieron para ser merecedores de la otra mitad del prestigioso premio? ¿Y qué son estos míticos objetos centro de los afanes de físicos y astrofísicos? Comencemos diciendo que esta entrega del Nobel 2020 está signada por una intención de equilibrio. Premiaron a una mujer, apenas la cuarta en más de 200 galardones que ha entregado el Nobel en Física, ilustrando un desbalance y un sesgo de género del comité, y de las cuatro, dos han sido en los dos últimos años, en el 2018 a Donna Strickland, y ahora a Andrea Ghez. Pareciera que al comité Nobel le preocupa corregir una inequidad de género histórica, y esa es una buena noticia. Además el premio equilibra el enfoque teórico y las observaciones de los agujeros negros. Es precisamente ese virtuoso vaivén entre teoría y observación, el responsable de que los agujeros negros estén en los medios académicos y en las redes con tanto impacto desde el 2016. Ese año el observatorio LIGO anunció la detección de ondas gravitacionales provenientes de la fusión de dos agujeros negros, dándole cédula de identidad definitiva, tanto a las conjeturadas ondas gravitacionales como a los agujeros negros. Y en el 2019 las redes se estremecieron con la sensacional fotografía de la sombra del agujero negro supermasivo en el centro de la galaxia M87, capturada por el telescopio múltiple EHT (Event Horizon Telescope). El dictamen Nobel le otorga el premio a los esfuerzos teóricos y observacionales que llevaron a los agujeros negros de ser unos unos “objetos secretos y conjeturales” (la frase es de Borges), a tener existencia real como los electrones, las personas (al menos algunas), las estrellas o las galaxias. Los agujeros negros son una predicción de la relatividad. No una predicción de Einstein, sino de su teoría, que sabía más que él, quien nunca creyó en los agujeros negros. Claro, en ciencia no se trata de creer o no, pero en las teorías complejas, y la relatividad general es una teoría compleja, no siempre es fácil desencriptar lo que nos está diciendo. Los agujeros negros son un fenómeno gravitacional, y la historia nos ha brindado esencialmente dos teorías de la gravitación: la gravitación universal de Newton a finales del siglo XVIII y la relatividad de Einstein, a comienzos del XX. Einstein creó una nueva teoría de gravedad porque la de Newton tenía algunos pecadillos originales, como que suponía que la gravedad se transmite instantáneamente. Y la de Einstein es mejor, es decir, describe con más precisión los fenómenos gravitacionales. Por ejemplo, la relatividad predice ondas gravitacionales, y la de Newton no; y las ondas gravitacionales existen, las detectamos. La teoría de Newton no predice agujeros negros, y la relatividad sí, pero esa certeza la fuimos aprendiendo poco a poco. El primer paso lo dio Karl Schwarzschild en 1916 a escasos meses de publicada la relatividad, al conseguir una solución exacta de las ecuaciones de Einstein. La solución de Schwarzschild representa la geometría del espacio y el flujo del tiempo alrededor de una masa esférica no rotante y habría de ser muy relevante para la comprensión de los agujeros negros. La solución presentaba un comportamiento curioso a una cierta distancia del centro, está distancia conocida como “radio de Schwarzschild” solo depende de la masa. Por ejemplo para la Tierra, esta distancia es de algo menos de un centímetro. Para el Sol es de unos 3 kilómetros. En 1939, con los primeros disparos de la Segunda Guerra Mundial, Robert Oppenheimer, sí, el mismo del Proyecto Manhatan publicó junto con Snyder, su alumno, una descripción del colapso de materia por su propia fuerza de gravitación. La solución indicaba que una vez que la materia cruza el umbral del “radio de Schwarzschild”, no le queda más alternativa que ir indeteniblemente al centro. En el centro las cantidades físicas o geométricas se hacen infinitas. Ni siquiera la luz puede escapar a ese insólito destino. Es la terrible singularidad, punto de quiebre de la teoría. Y esa singularidad queda oculta del mundo exterior por la esfera de Schwarzschild que actúa como una membrana de una sola vía, se puede entrar pero nada puede salir. Claro, el modelo de colapso de Oppenheimer-Snyder era altamente idealizado, la materia no ejerce presión y cae radialmente, manteniendo la simetría esférica perfecta. La idea de agujero negro seguía siendo una curiosidad y tal vez un artefacto de las matemáticas. Cuando Oppenheimer publicó sus resultados, tenía 35 años, Einstein tenía 60 y mantenía que la naturaleza no podía permitir aberraciones como los agujeros negros, y Roger Penrose era un niño de 8 años y no sabía nada de los agujeros negros. En los años sesenta se descubrieron unas poderosísimas emisiones de radiación provenientes de objetos muy lejanos, los quásares. Estas enormes cantidades de energía no podían ser explicadas por fusión nuclear, como ocurre en las estrellas; y se propuso que la materia cayendo hacia un agujero negro supermasivo, podía ser el mecanismo para explicar tanta energía: energía gravitacional provista por los agujeros negros. En 1965 apareció la primera gran contribución de la mente fértil e imaginativa de Roger Penrose, actual profesor emérito de la universidad de Oxford, quien con novedosas herramientas matemáticas en la mano, análisis global y técnicas de topología diferencial, logró establecer que la relatividad, predice que el colapso gravitacional así no sea simétrico, crea una singularidad atrapada por un horizonte y por tanto inaccesible para un observador externo. La relatividad tiene el germen de su propia destrucción, predice la formación de singularidades donde ella ya no puede predecir. Luego, 1970 Hawking y Penrose publicaron conjuntamente resultados que afi anzaban la idea de que la relatividad debía producir singularidades del espacio-tiempo aún con desviaciones significativas de la simetría esférica. Alguien comentaría: “…o existen los agujeros o la relatividad tiene agujeros”. La teoría estaba legitimando las soluciones matemáticas que describen agujeros negros: ellos debían existir. Los teoremas de singularidad de Hawking y Penrose sugerían con insistencia que las singularidades eran genéricas y que un agujero negro es el destino inevitable en el colapso final de estrellas con mucha masa. La mesa estaba servida para que los astrofísicos diseñaran posibles escenarios de formación de agujeros negros. Y dedicarse a buscarlos. En 1971 apareció el primer candidato, Cygnus X-1: una poderosa fuente de rayo X que se interpretó como una estrella orbitando alrededor de un agujero negro. El agujero le arranca material que en su voraz caída, se calienta tanto que emite rayos X. Mientras los teóricos continuaban estableciendo los aspectos fundamentales de los agujeros negros, los astrónomos buscaban evidencias observacionales de su existencia. Hacia los noventa dos grupos independientes comandados por el alemán Reinhard Genzel, codirector del Instituto Max Planck para Física extraterrestre y por la estadounidense Andrea Ghez, profesora e investigadora del departamento de Física y Astronomía de la Universidad de California en Los Ángeles, observaban ávidamente el centro de nuestra propia galaxia. Muy densamente poblado de estrellas y con mucho polvo interestelar, se puede observar con técnicas especiales de radiación infrarroja. Ya en el año 1992 Gentzel anunciaba que explicar el movimiento de estrellas muy cercanas al centro, era muy difícil si no se invocaba la presencia de un agujero negro de enorme masa. En 1995 ambos grupos competían y llegaban a las mismas conclusiones. El estudio detallado de dos estrellas (S0-2 y S0-102 para los interesados), indicaba un objeto muy denso en el centro. Las observaciones conjuntas y acumuladas de los equipos de Ghez y de Gentzel ya no dejan dudas: un agujero negro de cuatro millones de veces la masa del Sol y que los astrónomos han designado como Sagitario A*, habita en el centro de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Por las evidencias tan contundentes, Andrea Ghez y Reinhard Gentzel comparten la mitad del premio Nobel. Por cierto, de haber estado vivo Hawking el comité Nobel habría estado en problemas porque el número máximo de premiados es tres. ¿A quién hubieran dejado por fuera? Sin duda que la astronomía vive un momento de gloria: detección de ondas gravitacionales emitidas por la fusión de agujeros negros en 2015 (y desde ese momento hasta ahora hay 48 detecciones más de ondas gravitacionales provenientes de agujeros negros) y el premio Nobel en 2017 por estas detecciones. Luego la fotografía del agujero negro en la galaxia M87 liberada en el 2019, el Nobel de ese año, para James Peebles por el entendimiento de la radiación cósmica de fondo que plena el universo, y para Michel Mayor y Didier Queloz por el descubrimiento de exoplanetas. Y ahora por los agujeros negros para Penrose, Ghez y Gentzel. Pronto tendremos (anótenlo) la fotografía de la sombra del agujero de nuestra propia galaxia. Una compleja predicción de la relatividad, tras los desvelo de tantos físicos y astrónomos ha impuesto a la realidad unos objetos extraños y fascinantes cuya existencia no se tenía por cierta hace veinte años. El universo es más interesante con ellos, y el comité Nobel así lo ha entendido.