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La Shoá y los judíos de África del Norte

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Sofia Mercado Atri

Al leer o escuchar a judíos sefarditas o mizrahis (orientales), hablar sobre lo que sucedía en los campos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la palabra silencio o silenciados aparece con frecuencia. Durante los años posteriores a la guerra, familias del norte de África emigraron a Francia e Israel. Ellos escuchaban sobre los horrores que vivieron los judíos askenazíes y sefardíes de Europa y de los Balcanes y, en muchos casos, fueron sus primeros conocimientos de asesinatos en masa.

Sin embargo, fue común para todos los judíos, askenazí o sefardí, la intención asesina de los nazis. No hay duda de que el plan de Hitler de una Solución Final también incluía el norte de África, según se evidencia en la Conferencia Nazi en Wannsee, en enero de 1942, donde se estructuraron los planes para la Solución Final. Cuando los alemanes invadieron territorios del norte de África, los judíos de esos países pasaron por las mismas etapas que sus hermanos en Europa antes de llegar a su asesinato: fueron privados de su libertad, de su vida diaria, sus propiedades y su dignidad; fueron enviados a campos de trabajo a lo largo del norte de África, donde el hambre, enfermedades y malos tratos estaban a la orden del día.

El silencio autoimpuesto sobre el Holocausto fue experimentado de manera diferente por algunas mujeres sefarditas que vivían en Francia durante la guerra y que sobrevivieron al trauma de los campos de muerte o que escaparon escondiéndose en los bosques. Sus recuerdos son asombrosamente familiares a las decenas de miles de testimonios cuyos escenarios devastadores nos son tan tristemente conocidos, las violentas detenciones, los interminables viajes en tren en vagones de ganado, la selección a su llegada a los campos: a la derecha a la izquierda, miedo y muerte por todos lados. Sin embargo, sus testimonios se alejan en determinado punto: ellas no hablaban alemán, yidish o polaco, y su herencia estaba enraizada en la cultura judeoárabe del norte de África; en ocasiones se sentían como extranjeras en los campos, aisladas lingüísticamente y culturalmente. “No creían que éramos judías también”, es una frase que se escucha repetidamente en los testimonios.

La sensación de aislamiento continuó aún después de la guerra. Una de las entrevistadas compartió que después de Auschwitz regresó a Alger y se casó con un judío tunecino, pero ni su esposo ni los judíos en su ciudad natal entendían cuando hablaba sobre su experiencia. Como muchas otras mujeres, incapaz de encontrar eco a sus palabas, decidió permanecer callada.

A través de estas narrativas es evidente cómo el género, etnicidad y nacionalidad, afectan lo que a veces se asume como una experiencia homogénea.
Una de las tareas más ambiciosas dentro de la investigación sobre el Holocausto en los últimos años ha sido aplicar un criterio de diversidad a lo que sucedía durante este oscuro periodo de la historia de la humanidad. Sin la intención de minimizar ninguna experiencia en especial, la idea del que el típico relato del Holocausto está representado por los varones askenazíes ha sido ampliada por investigaciones que se enfocan específicamente en experiencias de mujeres y niños, así como de individuos de otras etnias, religiones u otro tipo de minorías.

Un ejemplo que destaca es el caso de Gisele Braka, nacida en Túnez en 1920. En la víspera del estallido de la Segunda Guerra Mundial, emigró a Francia junto con su madre y cinco hermanos. A través de una combinación de inteligencia, valentía y tenacidad, esta joven políglota logró evadirse de las detenciones en París, se unió a la resistencia y sobrevivió heroicamente para convertirse finalmente en activista por las causas sefardíes y humanitarias en todo el mundo.
Gisele Braka era la menor de seis hermanos y ellos vivían en la parte europea de la capital de Túnez. Su madre era maestra en la Alliance Israelite Universelle y su interés era darles una educación universal a sus hijos. Los judíos que vivían en esa parte de la ciudad hablaban una mezcla de francés, judeoárabe, español e italiano. Cuando se mudaron a París, Gisele estudió enfermería.

En 1940 los alemanes invadieron Francia y el primer ministro Petain firmó un armisticio con los alemanes. Inspirada por el famoso discurso de De Gaulle, pidiendo al pueblo francés que resistiera, Gisele, rubia y de ojos azules, decidió aprovechar su físico para unirse a la resistencia. Se reportó a la Cruz Roja y, con su uniforme oficial, su condición de enfermera y un pase para moverse libremente, atendió a prisioneros de guerra y a soldados en el hospital militar y en los campos de prisioneros de guerra en Drancy y en Berny. De esta manera pudo sacar a muchas personas del campo; aunque su pase era para dos personas, se las ingeniaba para llevar hacia la libertad a cuatro o cinco al mismo tiempo. Al recordar los riesgos a los que se exponía ayudando a escapar a los prisioneros comenta: “Entonces era yo joven, y un poco tonta, pero sé que hice siempre lo correcto”.

Gisele tuvo que salir de París porque sus operaciones de rescate fueron descubiertas y regresó a Túnez, pensando que ahí estaría a salvo. Pero en 1942 los alemanes invadieron el norte de África y la vida le cambió otra vez. Recuerda cómo los judíos de su ciudad eran evacuados y enviados a campos de trabajos forzados y sus cuentas de banco y colecciones de arte, confiscadas. Durante la ocupación alemana sus actividades de rescate continuaron ayudando a judíos a encontrar alimento y resguardo.

En 1945 Gisele y su familia volvieron a París para encontrar su departamento totalmente desmantelado. “Ni siquiera había una silla, no quedaba nada, todo había sido robado”.

Sin embargo, se quedaron; durmieron en colchones de paja y poco a poco recuperaron su hogar y su vida. Gisele trabajó para un hospital militar y posteriormente fue invitada a unirse a la OSE, una organización judeofrancesa humanitaria que se dedicaba a rescatar a huérfanos judíos y mandarlos a Israel.
Gisele se casó con un eminente radiólogo, también tunecino, y vivieron en distintas partes del mundo en un intento de establecer un hogar judío, rehuyendo de las ridículas discriminaciones por su origen de judíos orientales.

En 1983 Gisele ayudó a establecer el famoso monumento en honor de los 178 mil sefarditas que pasaron por el campo de detención en Drancy durante la Segunda Guerra Mundial.

Gisele Braka murió en 2013 a la edad de 93 años en el Centro Geriátrico Maimónides de Montreal, Canadá. Rodeada de fotografías de sus hijos y nietos, la visitaban infinidad de personas, interesadas en escuchar sus increíbles aventuras y experiencias.

Su competencia e ingenuidad, combinadas con su valentía, terquedad y el elemento suerte, fueron instrumentales para el rescate de cientos de personas durante la guerra. Su historia es solo una entre los relatos muy poco conocidos de los sefarditas en el Holocausto. A través de sus testimonios Gisele Braka ha colocado su heroica trayectoria, como mujer sefardita del norte de África, dentro del gran contexto de la experiencia judía del siglo XX.

Si quieres saber más acerca de este tema te invitamos a la videoconferencia Los judíos del norte de África, los Balcanes y Medio Oriente durante la Shoá, con el Dr. Yosi Goldstein, Ph. D. en Judaísmo Contemporáneo y especialista en el tema. Martes 24 de septiembre 2017, a las 9:00 horas, en el Auditorio del Museo Memoria y Tolerancia.