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Asociación Menorah. Violencia enmascarada

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Irene Dichi. Psicóloga

Mamá y Papá están ocupados, cada uno pensando en lo suyo. Tenemos órdenes de no molestar, de no interrumpir, porque se enojan… Es tan importante lo que hacen que no podemos distraerlos. ¿Y cómo vamos a hacerlo si sus gritos nos dan miedo?

¡Ya cállate! ¿No ves que estoy hablando por teléfono? ¡Todo el tiempo me estás molestando! ¡Raquel, ya llévate de aquí a este escuincle...!

Es que yo todo el día estoy con ellos. ¡Estoy harta...!

Yo solo quería enseñarle a papá el dibujo que hice en la escuela.

¿Cuál dibujo?

El que te enseñé en la tarde mamá, ¿ya no te acuerdas?

Ah, sí... ¿por qué no te vas a ver la televisión? Dile a Toña que te prepare el baño.

“Bueno, al menos hoy no me jalonearon…”

¿Esto es parte de una realidad cotidiana cercana a nosotros o, como siempre, solo pasa en otras familias?

Enojo, ira súbita, reclamo, regaño, ofensas. Acciones y conductas con las que respondemos automáticamente cuando creemos que nuestros hijos o las personas cercanas a nosotros invaden nuestros territorios o interfieren con nuestros compromisos y obligaciones, incluso con nuestro descanso o diversión. Son conductas y respuestas arraigadas de las que muchas veces no somos conscientes, pero que cada día ponemos en práctica.

Con estas acciones, ¿qué padecen y qué aprenden los niños? Padecen humillaciones, sentimientos de culpa, inseguridad para pedir cualquier cosa, que podrá convertirse en miedo para enfrentar la vida y las responsabilidades de sí mismos.

“Ay, pero si no lo lastimé... No lo quería ofender... Al rato se le olvida... En la tarde le compro el juego que quiere”. Formas con las que nos engañamos y enmascaramos nuestra falta de atención, o nuestra culpa, por no saber estar con ellos de otra manera. Así pasan los días, a la vuelta de los años los gritos y las recompensas, los manazos y el sentimiento de culpa, crean seres ambivalentes sin conocimiento de sus emociones, y con una violencia siempre latente que podrá estallar en cualquier momento. Tal y como lo aprendimos nosotros.

Violencia que minimizamos; parece no existiera y que no tiene consecuencias, que en nada se parece a esa violencia brutal cuyos ejemplos son más claros, como marcas en el cuerpo, brazos fracturados, alguna cicatriz, una que otra visita al hospital. Pero es tan peligrosa y terrible como esa. Las heridas en el alma difícilmente desaparecen.
Hay también una violencia que, por ser tan sutil, la creemos sana y necesaria: la sobreprotección; es decir, la mejor manera de invalidar las capacidades de nuestros hijos y de la gente que amamos: cuando les resolvemos todo, cuando los alejamos de todo peligro real o ficticio, cuando no los dejamos asumir sus propios riesgos, también estamos ejerciendo violencia porque no descubren cuáles son todas sus potencialidades.

Tenemos tiempo para nuestro trabajo, tenemos tiempo para nuestras realizaciones personales, pero ¿acaso tenemos tiempo para reflexionar sobre la violencia que cotidianamente padecemos y ejercemos en nuestros hogares?

Abramos los ojos, dejémonos de esconder. Tomemos conciencia y nuestras actitudes podrán cambiar.

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