//Esther Shabot
Así como ocurrió tras los atentados terroristas del 2001 en Estados Unidos, hoy de nueva cuenta el análisis y los comentarios alrededor del fenómeno del yihadismo predominan en el debate público mundial. El impacto de los hechos obliga a quienes hasta poco no se habían interesado en ese tema, a buscar hoy explicaciones que den cuenta de las raíces de tan atroz barbarie. Para los dirigentes políticos y sus servicios de inteligencia la explicación es fundamental a fin de tomar las decisiones pertinentes, mientras que para el ciudadano común, el objetivo es quizá apaciguar la angustia que provoca el desconocer totalmente quiénes son, de dónde vienen y por qué actúan como lo hacen estos salvajes enemigos capaces de poner de cabeza al mundo con sus sorpresivos y macabros ataques.Han llovido así las interpretaciones que consisten muchas veces en simplificaciones reduccionistas que atribuyen el terror yihadista a uno o dos factores que no solo son insuficientes, sino a menudo están también errados en sus conclusiones. Por ejemplo, que el Islam como religión es el problema fundamental debido a los valores que predica el Corán –como si no todas las religiones han tenido y siguen teniendo la misma posibilidad de lecturas e interpretaciones belicistas o pacifistas según se elija, tal como la historia lo demuestra-. Ni qué decir que este señalamiento de la malevolencia intrínseca del Islam da lugar a posturas aberrantes para las cuales 1500 millones de fieles de esta religión pasan a ser considerados, en bloque, el potencial enemigo del que hay que sospechar y por supuesto contener por los medios que sean.
Ciertamente cualquier análisis que pretenda profundizar un poco, se beneficiaría de distinguir entre las motivaciones del yihadista que es oriundo del propio Medio Oriente, y activa en territorios que pueden ser Irak, Siria, Líbano, Afganistán, Arabia Saudita o cualquier otro espacio de población musulmana mayoritaria, y las del terrorista cuya residencia y/o nacionalidad están en países occidentales no islámicos. En el primer caso, la adhesión al yihadismo generalmente arranca de conflictos locales, de disputas por el reparto del poder y de antagonismos tribales, étnicos o de orientación respecto a la variante del Islam que se practica (sunnitas vs. chiítas por ejemplo), o respecto a los no musulmanes que habitan en su entorno. En el segundo caso, el de los musulmanes residentes en cualquier país occidental, la influencia de los yihadistas originales es en efecto importante, pero también operan otros elementos.
Se añade, por supuesto, el factor del resentimiento originado en una deficiente integración social y económica al país y la consecuente emergencia de un revanchismo que adopta la bandera religiosa como instrumento de confrontación. Sin embargo, hay también otro fenómeno por demás revelador. Un buen número de quienes en el 11 de septiembre y ahora en París han llevado el timón de los atentados, resultan ser musulmanes cuyas biografías personales y cuyos vecinos y conocidos señalan como personas con recursos, educación y una aparente buena integración al país. Así fue con Muhamad Atta y algunos de sus compañeros en Estados Unidos y así parece que ha sido con los terroristas belgas responsables de lo de Francia. De igual forma fue, por ejemplo, con Omar Sheij, el líder del grupo que degolló al periodista Daniel Pearl hace trece años en Pakistán. Omar Sheij incluso había estudiado en el London School of Economics.
En estos casos lo que parece prevalecer en la transformación de estos personajes en terroristas brutales es el elemento de expiación de una culpa. Para ellos, el haber vivido y disfrutado de formas y contenidos propios de la cultura occidental, con su liberalismo respecto a sexualidad y consumo, y sus creencias y prácticas religiosas relajadas, se convierte en una carga culposa cuando por alguna situación experimentan un acercamiento a sus raíces islámicas en su versión fundamentalista.
La reacción por tanto es no solo “regresar al buen camino”, sino también destruir esa pecaminosa fuente diabólica de seducción que es la sociedad occidental con su “cultura perversa y depravada” que en algún tiempo los atrapó en sus redes.
Fuente: Excélsior, 22 de noviembre, 2015.
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