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Educar hacia la equidad de género

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Adela Fasja-Ezban

El miércoles 8 de marzo se conmemoró el Día Internacional de la Mujer; aunque existe un día dedicado al hombre, es el de la mujer que tiene mayor impacto en la sociedad porque visibiliza su situación de desventaja con respecto a él, y la lucha que han enfrentado millones de ellas a lo largo de 150 años para tener una vida digna, con las mismas oportunidades que los hombres, permitiéndonos tomar consciencia de la urgente necesidad de hacer cambios profundos en todas las áreas de la vida familiar y pública. La milenaria cultura de la sociedad patriarcal ha sembrado infinidad de semillas de intolerancia y desprecio hacia la mujer, que las sociedades actuales siguen cosechando con distinta intensidad: machismo, exclusión e inequidad educativa, económica, política, religiosa y social, valores morales selectivos distintos para hombres que para mujeres, y más. No reconocer esa larga lucha y resistirnos al cambio es negarles a nuestras hijas y nietas esa vida digna y justa que merecen por el solo hecho de existir. ¿Qué está en nuestras manos hacer? Educar en casa para la igualdad de género. Con ello no solamente abrimos su horizonte, sino también el de nuestros hijos y nietos y de la sociedad completa.

Desde que nacen, marcamos el rol que nuestros hijos e hijas deberán tener en su vida, los vestimos de rosa o azul, decoramos su recámara con princesitas o cochecitos, a partir de su primer año de vida a las niñas les regalamos muñecas, carriolas, cunitas, casitas, planchas, cocinitas, todo aquello que tiene que ver con las actividades del hogar y el cuidado de la familia, las vestimos preciosas con tutus, moños y vestidos vaporosos para que se sientan bellas y atractivas, y las alabamos cuando ayudan en casa con el “ya eres toda una señorita”. A los niños les regalamos pelotas, cochecitos, espadas, pistolas, monstruos, piratas, herramientas de carpintería, cubos de construcción, todo lo que tiene que ver con la fuerza, la valentía y los oficios, ¡ah!, pero si un papá ve a su hijo entretenido en un juego “de niñas” se pone nervioso y le sugiere o incluso le advierte que ese no es juego de niños. Si una niña quiere jugar a las luchitas o el fútbol con otros niños (entre niñas no es grave), ya habrá por allí alguien que le diga marimacha. Si una niña llora, pues “es que es muy sensible”, pero si lo hace un niño “es una nenita” y escucha que “llorar es de viejas”, “hay que ser machos”. Les cantamos canciones como arroz con leche, me quiero casar, con una señorita que sepa coser… o la del cochinito que soñaba con trabajar para ayudar a su pobre mamá. Seguimos contando los cuentos de la hacendosa Cenicienta, de Blancanieves que limpia, lava y cocina para los enanitos (¿cómo hubiera sido el cuento si no lo hiciera?) y la Bella Durmiente, todas ellas rescatadas por guapísimos y varoniles príncipes.

En fin, niños y niñas reciben mensajes sobre cómo deben actuar, hablar y verse físicamente y experimentan actitudes, costumbres, prácticas y tradiciones que justifican el maltrato a ellas y la presión social a ellos; así, lo internalizan, fortaleciendo los estereotipos - lo que se espera que deben o pueden hacer solo por el hecho de ser hombre o mujer- que naturalizan su rol tradicional y las desigualdades entre ellos y ellas. Esto desemboca en violencia verbal, psicológica y física hacia ellas con distintas intensidades, afectando negativamente no solo a ellas, sino también a la sociedad, a la humanidad toda, que no ha logrado llegar a niveles éticos y morales elevados a los que ha aspirado.

Para lograr el cambio hacia la justicia, equidad y una vida digna para ellas, se requiere una educación en la que aprendan niñas y niños a relacionarse con empatía y con respeto a sí mismos y a los demás.

Para ello, debemos desarrollar su autoestima, tener expectativas positivas independientemente de su sexo, cuidar nuestros mensajes y lenguaje evitando símbolos y expresiones sexistas, no dar trato diferente a uno y a otra, incluso en el tono de nuestra voz (ni más dulce ni más fuerte por su sexo), apoyar la igualdad de oportunidades, asumir que un niño puede ser, por ejemplo, tierno, llorón, temeroso, y una niña fuerte, valiente, osada. Desde la infancia podemos educar para concientizar que cada quien tiene características propias de su sexo, pero eso no implica que debamos comportarnos de cierta forma o tener distintas oportunidades, sino cada quien puede elegir libremente sus actividades independientemente de su género, pues esto no es lo que le define como persona.

El primer agente socializador es la familia (le siguen escuela, lenguaje y medios de comunicación). Aunque cueste trabajo desprendernos de hábitos, ideas y creencias, comencemos a tomar conciencia, a reeducarnos y a actuar como modelo para nuestros hijos e hijas, ellos y ellas repetirán nuestras palabras e imitarán nuestros comportamientos.