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El amor en los tiempos del cólera

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Jonathan Gilbert

Al momento de la salida de Egipto, los egipcios no odiaron a los judíos. Lo repito: Al momento de la salida de Egipto, los egipcios no odiaron a los judíos. Año tras año he leído esta misma idea, y no fue hasta hoy que noté este milagro que ahora me parece de la estatura de la apertura del mar.

Tal vez fue el clima político y social el que me ayudó a percibir el milagro bíblico, un clima que de ser canción de John Paul Young, probablemente sería “Hate is in the air”. Si, hate is in the air, everywhere I look around. Lo que tal vez algún día sea recordado como ‘el efecto Trump’ (y que engancha a partidarios y detractores por igual) nos ha ayudado a recordar una de las más amargas verdades de la historia de la humanidad: debajo de una empalagosa capa de retórica, todo el mundo parece estar dispuesto a odiar a su prójimo.

El odio no es prerrogativa de ningún país, religión, movimiento o ideología. Hasta donde yo sé, nadie es inmune tampoco. Se puede odiar incluso desde el discurso de la tolerancia, el medioambiente o la pluralidad. Sus formas podrán ser más sofisticadas, pero el fondo suele ser perturbadoramente familiar.

¿Qué es aquello que nos lleva a odiar? ¿Por qué somos tan propensos a sus encantos? ¿Existen formas de librarnos de sus tentáculos?

Para comenzar, un poco de autoconocimiento: amamos odiar. No en el nivel que nos consume por dentro, pero a diferencia de la envidia o la vergüenza, un poco de odio nos cae bien. ¿Qué sería de un superhéroe sin un igualmente odioso villano? Los ‘clásicos’ del deporte profesional se alimentan de sentimientos de animosidad que pueden extenderse por generaciones. Uno y otro lado del espectro político definen sus posturas en referencia directa a su némesis natural.

Para ser más precisos, no amamos odiar. Solamente odiamos porque nos hace sentir bien. O, mejor aún, odiamos porque nos protege de algo todavía más odioso: la ambivalencia.

Cuando niño, amaba las películas de Rambo. Con 221 actos violentos y 108 víctimas mortales, Rambo III fue galardonada en 1990 por el Libro Guinness de los Récords como la película más violenta jamás filmada. No obstante, la cinta jamás dio indicios de ambivalencia. Rambo es un soldado retirado, dedicado a la caridad y la introspección, arrastrado nuevamente a luchar en Afganistán en contra de crueles y despiadados comunistas, sedientos de sangre y destrucción. Paradójicamente, tras 102 minutos de carnicería humana, el espectador sale con la curiosa sensación de haber dejado detrás un mundo mejor. La ambivalencia como la víctima mortal número 109.
Scott Fitzgerald dijo que la verdadera inteligencia consistía en la habilidad de soportar simultáneamente dos ideas opuestas en la mente y mantener la habilidad de funcionar correctamente. El odio nos protege de dicha inteligencia. Al odiar, las perspectivas complejas y ambiguas ceden ante creencias absolutas y simplistas que nos confirman en el bando de los buenos. Bien y mal pasan a ser categorías absolutas que dan sentido a las acciones e ideas de las partes en conflicto.

Según la teoría psicoanalítica, la psique humana está equipada con la habilidad de escindir sentimientos contradictorios casi desde su nacimiento. Mantener sentimientos de animosidad ante una figura amorosa puede ser abrumador. Una de las soluciones que la mente tiene, radica en su capacidad de escindir (separar) la ambivalencia emocional y redireccionar la parte negativa hacia una tercera parte. La ambivalencia es mitigada y una falsa sensación de certidumbre toma su lugar.

Esta habilidad, fundamental en los primeros años de vida, puede retomar preeminencia en la adultez ante situaciones extremas. La guerra, por ejemplo, expone esta dinámica con gran intensidad. El enemigo se convierte en villano, sus tácticas en perversas, sus ideales en inmorales, sus métodos en corruptos y sus concesiones en manipuladoras. Los gobiernos utilizan sus ministerios de propaganda para intensificar la idea de ellos vs. nosotros y crear una retórica que elimine los peligrosos grises que luchan por subsistir entre el blanco y el negro.

Pero la guerra no es la única situación que pone de relieve la escisión entre lo bueno y lo malo. Allí donde haya un ellos vs. nosotros, encontraremos terreno fértil para el odio. Extranjero vs. ciudadano, bárbaro vs. civilizado, inmoral vs. moral o radical vs. moderado, son todas manifestaciones de una misma visión maniquea del mundo. Desde el debate prolife/prochoice hasta la cuestión vegana/carnívora, vivimos en un mundo de creciente polarización que condena a muerte las posturas no afiliadas.

Una de las primeras víctimas de la polarización es la tercera dimensión. Los enemigos son siempre planos, predecibles y simples. El daño colateral de nuestra desesperada búsqueda de certidumbres es la complejidad y la integración de ideas ajenas a nuestra postura original. No en vano decía antes que la generosidad de corazón que D-os forzó en los egipcios competía en las grandes ligas de los milagros bíblicos. Con diez plagas a su favor, los judíos eran sus enemigos naturales.

Además, el odio tiene vida propia; tras nombrar a los enemigos, ¿quién será el traidor que se atreva a reconocer validez en sus posturas? Por ello, romper el ciclo del odio resulta particularmente engorroso. Quien odia, rara vez lo vive de esa manera. Estudios con perpetradores de crímenes de odio (hate-crimes), demuestran una y otra vez que el victimario se vive como víctima. Desde el asesino del bar Pulse en Orlando hasta el asesino de la Iglesia Africana Metodista Episcopal de Charleston, el común denominador es la sensación de estar corrigiendo una injusticia o deteniendo una amenaza, ya sea la creciente aceptación del movimiento gay o el mayor involucramiento de la comunidad negra en los asuntos nacionales. Es probable que el terrorista islámico lo sienta así también.

Pero el riesgo es demasiado grande para no actuar. En una generación en la cual el sueño bíblico de amar al prójimo como a uno mismo ha sido suplantado por la frase “Haters gonna hate”, sería un crimen quedarse con los brazos cruzados. Martin Luther King dijo que prefería apegarse al amor, pues el odio es una carga demasiado pesada para soportar. Concuerdo. Prediquemos tolerancia con el ejemplo. Escuchemos al otro con atención. Validemos al enemigo. Tal vez así nos demos cuenta que ‘enemigo’ es solo un papel y que, con nuestra ayuda, puede liberarse del mismo.

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