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“Infoxicados pasivos”: ¿necesitamos una “etiqueta digital”? (Primera parte)

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Manuel Armayones

En un momento en el que el uso de los smartphones aumenta sin cesar su uso en el ámbito público genera situaciones molestas: conversaciones en las que nos vemos envueltos, sonidos y avisos continuos, interrupciones en representaciones artísticas. En esta entrada reflexionamos sobre la necesidad de una “etiqueta digital” que adoptemos para disfrutar al máximo de nuestros dispositivos pero sin molestar, al menos demasiado, al prójimo. Haciendo una analogía con la idea del “fumador pasivo” que se veía obligado a respirar el humo del tabaco de otros hablamos del “infoxicado pasivo” que se ve muchas veces obligado a armarse de paciencia en lugares públicos en los que no deja de recibir información que ni ha buscado, ni precisa ni le importa. Al igual que antes se preguntaba aquello de: “¿Les importa que fume?” Quizás ahora no estaría mal preguntar: “¿Les importa si miro videos de YouTube sin auriculares”?

La figura del “fumador pasivo” ha tenido, y tiene aún gran importancia en el ámbito del tabaquismo. La combinación de las pruebas científicas de los perjuicios del tabaco, tanto entre fumadores como entre quienes sin fumar estaban expuestos al humo, junto con la presión social impuesta por los que consideraban que tener que tragar el humo de los cigarrillos de otros perjudicaba su salud fue determinante para la aprobación de la Ley antitabaco de 2011.

¿Y qué tiene que ver todo esto con una entrada sobre «infoxicados pasivos»? Veámoslo. David Trueba, en su estupenda novela Blitz, comenta a través de un personaje algo agobiado por las presiones a las que nos someten las nuevas tecnologías, que es posible que al igual que el tabaco cuando apareció era considerado casi imprescindible y las campañas de publicidad de la época, muchas de ellas recuperadas del recuerdo y colgadas en YouTube, y quizá con intereses más allá de lo puramente histórico, nos mostraban a profesionales, muchos de ellos de la salud, fumando y mostrando así su elegancia, clase y saber estar. Cuando no a un hombre Marlboro que acabó muriendo de enfisema pulmonar sin poder dejar de fumar.

La realidad en estos momentos es bien distinta. Nadie duda ya de los problemas de salud que acarrea el tabaco, y son muchas las unidades y servicios sanitarios que ayudan cada año a dejar de fumar a miles de personas que no pueden hacerlo solos. Al igual que pasaba con el tabaco en estos momentos disponer de una buena conexión 4G, fibra óptica en casa, estar siempre online y poder conectarse desde cualquier sitio es señal de «estar en el mundo», de estar al cabo de la calle de casi todo, de disponer en nuestros smartphones de un apéndice, de un vínculo con el «todo» que nos permite hacer más cosas, conocer más sitios, contactar con más gente. El «hombre Marlboro» actual ya no llevaría un cigarrillo entre sus labios sino probablemente un smartphone de ultimísima generación y con mucha clase cerca de él.”

Porque entre los smartphones también existen clases, como las hay en el tabaco, donde había desde «cajetillas duras de rubio americano» que en formato smartphone serían los últimos y más sofisticados modelos de las marcas líderes, y de “tabaco de liar barato”, que vendrían a ser marcas «low-cost», “”bajo-costo”. Pero quién no lleva un smartphone en la mano y, por qué no decirlo, poner sobre la mesa frente a los demás el último y más caro modelo de teléfono inteligente no deja de estar diciendo algo sobre nosotros (y quizá no siempre lo que pensamos que se dirá). Pero en contraposición al glamur de la telefonía móvil en la que la presentación de nuevos dispositivos adquiere tintes casi épicos, y en muchas ocasiones con colas a la puerta de los comercios para su adquisición, hay también una sensación de que la proliferación de estos dispositivos en el ámbito público empieza a ser agobiante, y que, siguiendo nuestra analogía tabaquera, ya no nos echan el humo en la cara, pero nos retumban musiquitas infernales que le indican al propietario del smartphone, y de paso a todo un vagón de tren, que le están enviado mensajes en Twitter, WhatsApp, Facebook o cualquier otra plataforma. Nos obligan a estar pendientes de no tropezar por la calle con personas absortas en sus teléfonos móviles que chatean sin levantar la cara para ver por dónde van, nos obligan a estar pendientes de conductores que lo siguen utilizando pese a las amenazas de sanción, nos obligan a escuchar música de todo tipo procedente de smartphones cuyos dueños no deben conocer que se han inventado los auriculares. Nos vemos obligados a esperar que personas que se supone que están de cara al público atiendan sus necesidades sociales y de relación frente a nosotros. Nos obligan a asistir a comidas en las que entre plato y plato en lugar de echar el cigarrito como algunos hacían antes se consultan los mensajes recibidos y hasta se contestan. Nos interrumpen en pleno éxtasis de un buen concierto, obra de teatro o película con llamadas o silbidos varios. Nos obligan a ver cómo en lugar de encenderse mecheros (qué curioso, mecheros...) en los conciertos ahora se «encienden smartphones» y si tenemos mala suerte en nuestra ubicación nos tapan un poco más al admirado artista.

De acuerdo, la comparación no es completa, la «infoxicación pasiva» no tiene ni de lejos la importancia, desde un punto de vista sanitario, que los efectos que podía sufrir el fumador pasivo por respirar humos ajenos. Pero no me negarán que el uso socialmente poco sensible, por no decir educado, del smartphone llega a molestar en ocasiones, ¿verdad? Quizá no sea casualidad que en algunas ciudades chinas empiecen a establecerse carriles para aquellos que circulan mirando el móvil, chateando o absortos en videos de YouTube. Así los que circulan por estos carriles digitales no tienen que preocuparse de que cualquier otro ciudadano que tenga la mala idea de no circular por su derecha o de estar pendiente a la incesante actividad que puede desplegar el conectado o conectada mientras camina, ya que a la vez que se mueve de una parte a otra de la ciudad aprovecha para gestionar su empresa, quedar a recoger a sus hijos, acabar de discutir un tema espinoso con un cliente e incluso hacerse unos arrumacos auditivos a su pareja y todo ello en un alarde de sinceridad y apertura emocional encomiable, hasta hablando alto para que no nos perdamos nada (todos sabemos que por móvil tendemos a subir la voz, todos menos quien lo está haciendo) y en definitiva ofreciéndonos una panorámica, a veces de 360 grados sobre su vida, obra, aficiones y hasta su siempre rico mundo interior.

No me atrevo (seguro que no acababa bien) a hacer un ejercicio que hace tiempo que pienso que sería un experimento interesante. Se trataría de prestar atención a la conversación que, por ejemplo, está manteniendo la persona que va junto a nosotros en el tren, y luego, una vez que haya colgado, entablar con él o ella una nueva conversación sobre nuestro punto de vista en relación al tema que haya estado tratando: desde su relación de pareja, hasta esos problemas con el sinvergüenza de su socio, con el cliente que no hay manera de que le pague, el hijo o hija adolescente que insiste en que irá a la fiesta diga lo que diga su padre o madre, sobre las exigencias de su jefe, etcétera. Es más que probable que tras una primera reacción de estupor la reacción fuese agresiva. Nos diría que no tenemos derecho a entrar en su intimidad (y efectivamente no la tenemos), a hablar de su familia, a escuchar conversaciones ajenas... y eso como mínimo. Es decir, se produciría una situación violenta psicológicamente interesante, no extrema pero molesta y que puede acabar mal.

Pensemos en la paradoja de que esa persona por un lado nos obliga (casi literalmente a no ser que queramos perder nuestro asiento en el tren) a asistir a una conversación íntima en la que en muchas ocasiones revela datos de él o de ella, que tardaría varios meses en compartir si en ese momento y sin móviles de por medio estableciéramos una relación «clásica». Pero, y aquí viene la paradoja, tienes que hacer como que no te enteras, no te importa en absoluto y vigilar de no sonreír, o poner mala cara, es decir tienes que tener una cara de póquer y «hacer como si» no pasase nada. Lo dicho... una situación en la que nos obligan a enterarnos de cosas que no nos interesan y nos vulneran nuestro derecho a estar tranquilos. Vamos que nos «infoxican» con informaciones que ni queremos, ni deseamos y que encima nos pueden poner de mal humor.