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La Guerra de los Seis Días y yo

Centro Deportivo Israelita, A.C.

Este 6 de junio de 2017 estaremos conmemorando el principio de la Guerra de los Seis Días entre el Estado de Israel y prácticamente todos sus vecinos de los países árabes. Para muchos, una guerra más de las muchas que ha tenido que librar el Estado judío para subsistir desde su fundación en el año de 1948, una más de las muchas batallas que el pueblo judío ha tenido que luchar desde su nacimiento.

En ese 1967 recién cumplía yo 17 años, era miembro activo de la Comunidad judeomexicana, estudiante en escuela judía y miembro del movimiento juvenil sionista Hanoar Hatzioni. En esa época, el sueño dorado de la juventud sionista a nivel mundial era hacer Hajshará, o sea, donar un año de nuestras vidas al servicio del Estado de Israel, donde básicamente pasaríamos ese año viviendo en un kibutz, trabajando y conviviendo con los miembros del mismo, según el estilo comunal que reinaba en el país en ese entonces.

La idea y el plan eran perfectos hasta que llegó el momento de pedir permiso a mis padres para lanzarme a la aventura. Mi papá, sobreviviente del Holocausto y concretamente de los campos de concentración de Auschwitz, Mauthausen y Ebensee, frenó en seco mi ímpetu sionista con una premisa por demás lógica, él había perdido a casi 70 miembros de su familia durante la Shoá como para permitir que su primogénito pudiese perder la vida en un país como Israel en constante peligro de guerra.

Y empezó el estira y afloje del impetuoso joven que no entendía la postura del preocupado adulto. Pasaron muchas semanas de discusiones y confrontaciones, el uno explicando y el otro, no queriendo entender hasta que, más por cansancio que por convicción mi papá me dio el sí con una única condición, muy lógica y muy fácil de cumplir dado el caso, y que consistía en mi aceptación que, en caso de estallar la guerra yo dejaría el país ipso facto.

Junto con otros siete compañeros la aventura comenzó en enero de 1967. El viaje a Nueva York para tomar el vuelo a Israel lo hicimos en autobús, efectivamente no había dinero para hacerlo de otra manera, así que desde la Central Camionera en un ADO en las calles de Insurgentes Norte, y por tres días consecutivos llegamos a nuestro primer destino, cansados y adoloridos, pero felices y llenos de juventud e ilusiones. En ese entonces, el desembarco en el aeropuerto de Tel Aviv era directo a la pista de aterrizaje, y como habíamos visto tantas veces en películas y documentales, los ocho amigos besamos emocionados Tierra Santa.

El kibutz donde pasaríamos nuestro año se encontraba enclavado en el sur del país, en el desierto del Néguev, exactamente a tres kilómetros de la Franja de Gaza y se llamaba Ein Hashlosha, traducido como La fuente de los tres, en honor a tres de sus fundadores que fueron masacrados por las fuerzas egipcias durante los primeros días después de la Declaración de Independencia del Estado judío. El kibutz conformado por aproximadamente trescientas personas, en su gran mayoría de origen sudamericano, nos hospedamos entonces por parejas en pequeñas habitaciones acondicionadas específicamente para jóvenes, que como nosotros, compartirían el trabajo y la vida diaria con ellos.

Nos fueron asignados entonces ‘padres adoptivos’, parejas jóvenes de también origen sudamericano, y con hijos pequeños para que durante nuestras horas y días de asueto fuéramos cobijados por estas familias que se convertirían en las nuestras. A mí me tocó ser adoptado por una pareja que curiosamente había trabajado en México un par de años como embajadores de nuestra organización sionista, miembros del kibutz, y que tenían una hija recién nacida, por cierto durante su estancia en México y, por lo tanto, se convirtió en mi hermanita adoptiva. Yosef también conocido como Leibo y Miriam Lavi, originalmente Leibovich, mis padres, y Ariela, mi hermana. Hasta hoy, mi querida familia.

Se nos asignaron distintos trabajos desde ayudar en la crianza de los pavos, cooperar en el taller de maquinarias diversas, jardinería, cuidado de los bebés, etcétera. A mí me tocó convertirme en un verdadero vaquero, ya que el establo contaba con 120 vacas lecheras, aprendí a ordeñar, alimentar, cuidar y hasta ayudar a parir a nuestros animales. Mi jefe directo durante todo el año no resultó ser otro que mi propio padre adoptivo, el buen Leibo.

Y la estancia en el kibutz se fue tejiendo agradablemente haciéndonos de nuevos amigos cada día, y compartiendo aventuras y travesuras con toda la comunidad. Hasta que llegó el mes de mayo y la palabra guerra empezó a sonar cada día más en nuestra rutina, Gamal Abdel Nasser, Presidente de Egipto, no dejaba de repetirle al mundo que destruiría a Israel, y que a todos los judíos los ahogaría en el mar. El apoyo a su retórica por parte de los países vecinos, Siria, Jordania y Líbano principalmente, crecía como la espuma.

Naturalmente el mundo entero estaba enterado de esto, y por primera vez en el año mi papá se puso en contacto conmigo, recordándome la promesa de abandonar Israel en caso de guerra. ¡Qué sencillo me había sido entonces prometérselo a mi papá, qué difícil se había convertido en un joven judío consagrado a regalar un año de su vida a la construcción de un nuevo país! Para ese entonces, todos los jóvenes en edad de conscripción, empezaron a abandonar el kibutz para incorporarse a sus respectivas unidades militares y, en un abrir y cerrar de ojos el kibutz quedó poblado solamente de mujeres, gente mayor, niños y adolescentes, gente enferma y extranjeros. En ese momento contaba yo con 17 años, ya que hasta julio cumpliría los 18, en pocas palabras, era yo un extranjero y menor de edad en un área en peligro de guerra, elementos suficientes para que mi papá y las autoridades del kibutz pudiesen deportarme.

Pero pasaron los días y lejos de eso, a los pocos elementos que estábamos en el kibutz se nos empezó a adiestrar en el arte de la guerra, el uso de rifles, ametralladoras, técnicas de desplazamiento, patrullaje nocturno, entre otras cosas. Para un joven inexperto y soñador como un servidor, esto no era otra cosa que un juego, un sueño juvenil en el que sencillamente no entendía el futuro y sus consecuencias. Durante la semana previa al estallido de las hostilidades, las medidas de prevención fueron drásticamente alteradas, el uso de luz eléctrica durante las noches prácticamente eliminadas, dormíamos en los búnkeres y solo en los trabajos vitales, como ordeñar a las vacas y alimentar a las aves, que se realizaban con mucha precaución.

Un par de días antes de que estallaran las hostilidades estábamos varios amigos en mi habitación practicando cómo armar, desarmar y limpiar nuestras armas, cuando intempestivamente un gran amigo de mi padre desde su niñez en Polonia, y con quien sobrevivió el Holocausto, entró a la habitación, se me quedó viendo con el rifle en mi mano, y sacó de su bolsillo un boleto de avión que mi papá había mandado con la orden de volar al día siguiente a Italia, alejándome así de la zona del conflicto; el amigo se acercó a mí con la intención de arrastrarme hasta su auto y llevarme al aeropuerto.“Noah – le dije -, ¿antes de irme contigo, te puedo hacer una pregunta?”, “Claro”, me dijo. “Según recuerdo tú tienes un solo hijo, ¿me puedes decir donde está en este preciso momento?”, “Claro – contestó muy ufano - siendo paracaidista del Ejército israelí y estar listo a volar y ser lanzado tras las líneas enemigas, y así contribuir a la defensa de nuestra patria”. No hice otra cosa que quedármele viendo, un silencio sepulcral, por parte de los compañeros y de mi padre adoptivo, se adueñó de la habitación. Noah no esquivó mi mirada, entendió mi parecer, guardó el boleto en su bolsa, me dijo que hablaría con mi papá, me dio un beso y se fue por donde llegó.

Dos días después, el 5 de junio de 1967, Nasser y su ejército empezaron las hostilidades para destruir Israel. Seis días después el Ejército israelí había terminado con esta guerra y con todos sus enemigos. El kibutz Ein Hashlosha a tan solo tres kilómetros de la Franja de Gaza recibió únicamente un obús que cayó en el campo sin causarnos daño alguno, aunque las noticias que llegaban hasta México eran controladas por los egipcios y mencionaban la destrucción total de los poblados fronterizos con la Franja de Gaza y el nombre de mi kibutz fue mencionado como uno de ellos, mi hermana Elena, entonces alumna del Colegio Israelita Yavne le tocó escuchar esta noticia y estuvo convencida por varias horas que yo habría muerto durante el ataque.

Y nosotros, los pobladores del kibutz durante seis días nos encargamos de que este viviera de la manera más tradicional posible, en mi caso y junto con otro amigo, el de ordeñar por tres veces al día, sin luz durante la ordeña nocturna, y con nuestro fusil junto a nosotros a las 120 vacas ya que su leche, de alguna manera, era la que alimentaba las necesidades de nuestro pequeño mundo. Dormimos, comimos y vivimos durante todo ese tiempo en los búnkeres con los que contaba el lugar, en donde reinaba el nerviosismo, pero sobre todo, la camaradería.

En tan solo seis días acabó la guerra, y no nos lanzaron al mar y se conquistaron tierras del enemigo, y sobre todo, se reconquistó la Vieja Jerusalem, Yerushalahim Hatika, nuestro Muro de los Lamentos, el Kotel Hamaaravi, nuestra milenaria pared donde miles de judíos habían rezado a través de los tiempos, así como todos los lugares aledaños que forman parte de nuestra historia.

Era el 12 de junio con la guerra terminada, nos desplazamos libres y felizmente por todo Israel. Por exigencia de mi papá me trasladé a la ciudad de Holon, donde vivía el amigo Noah, para que este constatara que yo estaba ‘vivito y coleando’. Al llegar a su domicilio, él junto con su esposa me estaban esperando para trasladarnos a Jerusalem, ya que en pocas horas se abrirían las puertas de la Ciudad Vieja para ser visitada y gozada por todo el pueblo, y sin proponérmelo siquiera, fui parte de esa inmensa masa de seres humanos que llegamos, tocamos y rezamos frente a nuestro Muro que desde la Guerra de Liberación en 1948 había quedado en manos de Jordania. La algarabía, los cantos y bailes que envolvían a la multitud era algo indescriptible y que hoy, tan solo 50 años después recuerdo con mi corazón alegre.

Hoy, cincuenta años después me toca hacer una reflexión sobre todo lo que ha sucedido desde entonces, cuántas guerras se han vuelto a librar, cuántas vidas ha costado al Estado de Israel mantener un lugar seguro para toda la judería mundial, y todas las batallas que tendremos que seguir luchando.